¿Superhumanos, transhumanos o inhumanos?

¿Podemos y debemos avanzar en la agenda de hibridar biología humana y tecnologías? ¿Debiera haber límites predefinidos en este campo de innovación y creación?

Transhumanos

En su reciente libro Humanidad Ampliada, el analista Guillermo Oliveto presenta un enfoque holístico muy bien logrado sobre uno de los temas centrales en la agenda global: cómo funciona y qué implicancias puede tener la creciente hibridación entre seres humanos y tecnologías para distintas aplicaciones, especialmente aquellas pensadas para potenciar o mejorar nuestra biología, es decir la diversa y siempre misteriosa composición orgánica con la que afrontamos la existencia.

La fase actual de la Cuarta Revolución Científica y Tecnológica (para algunos ya entramos en la Quinta) multiplica la disponibilidad de nuevos dispositivos de toda índole. La inteligencia artificial, recuperándose sostenidamente del relativo amesetamiento de las últimas décadas (conocido como el “invierno de la IA”), se posiciona como el eje transversal de ese enorme y profundo repertorio de artefactos y sistemas tecnológicos. Cada vez más, hay algoritmos operando detrás de nuestras actividades y decisiones. Se trata de la tecnología multipropósito de mayor impacto y proyección, sacudiendo nuestros supuestos y habilitando todo tipo de expectativas acerca de la evolución de los asuntos humanos, especialmente bajo el imperio de sus técnicas más avanzadas, como el machine y el Deep learning, que ponen a las máquinas a las puertas de la tan mentada autonomía frente a nosotros, hasta ahora creadores y gestores de las mismas.

La danza entre humanos y tecnologías ha ocupado siempre un espacio protagónico en el guión de la historia. Una danza estructurada en la complejidad. Creamos tecnologías que terminan moldeando nuestras actitudes y comportamientos. Fabricamos tecnologías que nos resuelven problemas y configuran nuevos. Diseñamos tecnologías que nos deleitan y apasionan pero que también nos conectan con terrenos de ansiedad, estrés y complejas transiciones para su adopción. En esta dinámica, el saldo puede considerarse positivo para el progreso humano. Nuestra danza con las tecnologías ha sido determinante para la evolución de vidas cortas y precarias a vidas más largas, confortables y significativas. Como expresa con lucidez Yuval Harari en Homo Deus: “El hambre, las pestes y las guerras seguirán existiendo pero ya no son tragedias inevitables fuera de la comprensión y el control por parte de la Humanidad”. Esa ecuación refleja, en buena medida, el triunfo de la Civilización que nos ha traído hasta acá.

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Más allá de ello, la prueba de fuego es que esta danza perpetua entre humanos y tecnologías ya no sucede fuera de nosotros mismos, es decir en cuestiones y actividades externas a nuestra biología, sino que comienza a manifestarse en el interior mismo de la naturaleza humana. Integrar, mejorar y reparar aspectos de nuestra biología (cuerpo, mente, emociones) es un aspiracional de la incesante búsqueda de bienestar humano que se traduce en nuevas investigaciones, ensayos y prototipos que abren posibilidades renovadas todo el tiempo y proyectan despliegues acelerados en los próximos años. Todo ello en el marco de miedos, incertidumbres y dilemas éticos de gran escala. ¿Podemos y debemos avanzar en la agenda de hibridar biología humana y tecnologías? ¿Debiera haber límites predefinidos en este campo de innovación y creación? ¿Podemos identificar y acordar cual sería el Rubicón que sería aconsejable no cruzar para el futuro de la Humanidad? ¿Existe necesariamente un costo de deshumanización que convenga asumir en esta inevitable carrera? ¿Hay un método capaz de bajar los riesgos y aprovechar la inteligencia colectiva para llevar ordenadamente este proceso hacia una floreciente humanidad aumentada? ¿O sólo debemos confiar en el devenir espontáneo de la civilización que siempre busca la evolución? ¿Es sensato aceptar la inevitabilidad de la convergencia entre humanos y tecnologías simbolizada en el concepto de “singularidad”?

Estas y otras preguntas reflejan la magnitud del desafío que tenemos por delante en lo que Harari denomina la “nueva agenda humana”. Entre el entusiasmo ilimitado de Ray Kurzweil (Singularity) y Elon Musk, quienes entienden que nuestra fusión con las tecnologías es garantía de supervivencia y evolución humana, y el pesimismo reflexivo de filósofos como Byung-Chul Han o Eric Sadin, quienes alertan sobre las irreparables pérdidas de la condición humana que este proceso terminará generando, se encuentra, como en casi todos los temas, la gran avenida del centro. Esa postura es la que en alguna medida comparten los Harari, Fukuyama y, en el orden local, Oliveto con su acertado libro reciente. “Las mismas tecnologías que pueden convertirnos en superhombres, son las que pueden llevarnos a ser irrelevantes”, expresa Harari como síntesis de este enfoque basado en posibilidades sin determinismos.

No debiéramos intentar frenar este trayecto por el miedo a sus posibles consecuencias, tampoco sentarnos a mirar como un conjunto de super compañías y expertos tecnológicos modelan a su arbitrio la futura evolución humana. El espacio de la sensatez y la cordura supone que es justo ahora, en esta tercera década del siglo XIX, cuando aún estamos a tiempo de organizar nuestra comprensión del fenómeno para construir algún tipo de fórmula colectiva que nos permita conducirlo hacia los mejores resultados posibles para la Humanidad en su conjunto. Como admirablemente expresa Elon Musk, “todo lo que hago es para maximizar las posibilidades de que el mundo sea mejor para las personas”. Pero ya no sólo como un emprendimiento privado de quien es considerado el mejor ingeniero del mundo, sino como un desafío colectivo concertado entre distintos actores con alguna representatividad e impacto en la escena global.

En su monumental Guía para el Cazador Recolector del Siglo 21, los biólogos Heather Heying y Bret Weinstein, se preguntan en tapa: ¿Por qué la sociedad más próspera de la historia tiene un porcentaje tan astronómico de depresión y ansiedad? En el desarrollo de la obra expresan con claridad el fenómeno de disonancia cognitiva que atravesamos los seres humanos en la actualidad: la innovación tecnológica va a una velocidad superior a nuestra capacidad de adaptación y ello pone en riesgo nuestra estabilidad emocional y la capacidad de valernos por nosotros mismos. Según los autores, somos sapiens fruto del enorme bagaje evolutivo que hemos transitado en la historia y en el que siempre se ha destacado nuestra capacidad para procesar trade-offs que nos llevaron a escalones superiores en la obsesión por el crecimiento propia de la condición humana. Pero, al igual que Harari, dichos autores expresan que nunca hemos estado tan en riesgo de autoextinguirnos en la búsqueda de nuestra expansión. En estos años se definen quizás las posibilidades de nuestro destino como superhumanos, transhumanos o inhumanos.

Inhumanos seríamos si caemos en la irrelevancia, la subordinación a la inteligencia artificial y la manipulación de nuestra siempre enigmática combinación de cuerpos, mentes y emocionalidades a través de fórmulas externas a nosotros mismos. Sería el peor escenario. Haber llegado hasta acá en la carrera por salir de la existencia más hostil y precaria, claudicando frente a las manifestaciones de nuestra propia capacidad de creación. Transhumanos seríamos si la singularidad tan promovida en espacios del solucionismo tecnológico se consolida como el camino inexorable. Las tecnologías montadas sobre nuestra biología nos permitirán vivir más, vivir mejor y superar nuestras capacidades naturales en todos los órdenes. Sería fatal no ir tras ello apasionadamente. Pero ya no seríamos Sapiens, sino algo distinto. ¿Mejor o peor? Difícil saberlo. Seríamos transhumanos, es decir un poco cyborgs, humanos con tecnologías implantadas. Finalmente, seríamos superhumanos si nuestra hibridación con las tecnologías, inevitable por cierto, se logra llevar adelante bajo una exitosa mezcla de prudencia y audacia emanada de lo mejor de la inteligencia colectiva y los liderazgos en distintos espacios públicos y privados del mundo. Tremenda misión, claro. Pero como suele decir Harari, es la capacidad de cooperar de manera flexible y a gran escala la gran destreza del Homo Sapiens. Y deberíamos seguir apostando que a través de ella logremos la fórmula para construir una edad de oro basada en una humanidad preservada pero enriquecida a partir de la aplicación precisa, consciente y equitativa de tecnologías para resolver fallos de nuestra biología, extender sus capacidades y liberarnos de limitaciones y sesgos que quizás no debieran ser concebidas como un destino de nuestra especie.

Es más fácil ser pesimista. Pero no nos faltan motivos para ser optimistas. El triunfo del Humanismo ha sido poner nuestros destinos individuales y colectivos en nuestras manos. Es cierto que podemos perderlo todo. Estamos quizás ante la empresa de mayor impacto existencial de la historia. Pero también que tenemos renovados motores para hacerle frente. Como la revolución del sentido y la conciencia en marcha (somos más conscientes que nunca que la vida y el progreso requieren mucho más que bienestar material), como también la mentalidad que desarrollan las nuevas generaciones convirtiéndolos en constructores y guardianes de futuros más equilibrados para la Humanidad y como también la revitalizada secuencia de ciencia e Innovación que opera en el mundo, más abierta, interconectada y diversa, que nos entrega ciclos de ensayo y error más responsables con la construcción de futuro y más amigables con el concurso de regulaciones inteligentes por parte de los Estados. Sólo algunas de las razones para ser optimistas sin ingenuidad. Tenemos la obligación de sumar aportes a esa enorme misión colectiva sin conducción vertical para llevar la humanidad aumentada por tecnologías a la mejor síntesis posible.

Como bien expresan Heying y Weinstein, un mundo perfecto liberado de esos ejercicios de compensaciones y trade-offs, no es viable. Somos producto de la evolución, siempre bajo modalidades transaccionales y poco predecibles. La próxima frontera de la evolución humana será óptima si logramos superar este período de transición siempre en riesgo de hacer estallar la civilización (el mundo es una caldera con múltiples escenarios de riesgo) y somos capaces de construir colectivamente el calibrado justo para ese mega trade-off que tenemos por delante: que cosas podemos ceder y cuales conviene preservar para que la humanidad potenciada por tantas nuevas tecnologías habilite una superhumanidad que nos haga mejores y más felices. La respuesta la tendrán nuestros hijos, cuando en el año 2045 se topen con en esos Centros para el Diseño de la Mente que, según Susan Schneider en su libro Inteligencia Artificial, probablemente existirán dentro de centros comerciales, y cuya oferta de chips, biomarcadores y artefactos de todo tipo para mejorarnos haya sido producto de una fórmula exitosa a través de la cual la inteligencia colectiva de la Humanidad logró preservarse sin renunciar a nuevas posibilidades que siempre conlleva el futuro.

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