“Lo llevó fuera, y le dijo: Mira ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar. Y le dijo: Así será tu descendencia...En aquel día hizo Dios un pacto con Abram, diciendo: A tu descendencia daré esta tierra, desde el río de Egipto hasta el río grande, el río Eufrates; la tierra de los ceneos, los kenezeos, los cadmoneos, los heteos, los ferezeos, los refaítas, los amorreos, los cananeos, los gergeseos y los jebuseos” (Gen 15:5,18-21).
La promesa era inmensa. El futuro sólo le auguraba bendiciones. Las estrellas del cielo hablarían por los siglos de su legado. Los últimos renglones del capítulo 15, le aseguraban que la Tierra toda sería para su descendencia. Abram tenía como destino, ser un imperio.
Sin embargo, el siguiente capítulo comienza enrostrando la realidad más dramática: ”Y Sarai, esposa de Abram, no podía tener hijos” (Gen 16:1).
La distancia entre la promesa y la realidad se hace insoportable. La diferencia entre el ideal y las circunstancias golpea tantas veces, tan fuerte en el pecho.
Mientras Abram se concentraba por escuchar la voz de Dios, su esposa Sarai rezaba cada noche por escuchar el llanto de un bebe. Él le hablaba acerca de la promesa: “Como las estrellas que hay en el cielo, tus hijos, tu descendencia cubrirá la tierra”. Pero ella lo miraba con ojos vidriosos y le respondía: “Con un solo hijo va a ser suficiente para que sea un milagro. Una señal de que en verdad fuimos elegidos”.
Esa distancia, entre lo que esperamos y lo que logramos, entre lo ideal y lo real, es un motivo recurrente a lo largo de la Torá. Y a lo largo de la vida. Dios crea el Universo, los cielos y la tierra y al siguiente renglón todo es caos, oscuridad y un abismo que lo cubre todo. La belleza eterna del Jardín del Edén, dura apenas un suspiro. Moisés sube al monte a encontrarse con Dios y en el momento exacto de la Revelación, aparece el becerro de oro.
La tradición nos llama a repetir el Shemá Israel, la frase más importante del pueblo judío, en cada anochecer y cada mañana al despertar. Por las noches, al terminar su recitación, el texto que le sigue comienza diciendo: “Emet ve Emuná”, “Verdad y fe”. Es porque en las noches, al detenernos a observar la belleza de un cielo iluminado, volvemos a sentir en nosotros la promesa al patriarca Abram. Vemos la Luna en la ventana y nos llenamos de fe. Fe en todos nuestros mañanas. Pero por las mañanas, el texto que sigue al Shemá Israel comienza diciendo: “Emet ve-Iatziv”, “Verdad y verdad”. Quizá sea porque cuando sale el sol y vemos al mundo, la fe se apaga, y debemos aprender a enfrentamos con ese mundo, tal cual es en verdad.
Sin embargo debemos saber, que los grandes ideales exigen grandes transformaciones. Grandes convicciones. Que las promesas de noches estrelladas, pueden maridar con una vida dedicada a la transformación. A la confianza en la renovación. Es por eso que Abram y Sarai deberán atravesar un cambio esencial en su identidad, en su carácter, en sus formas, en su vínculo, en su ser más íntimo, para poder traer esa promesa de cielo a su tierra.
“Y no se llamará más tu nombre Abram, sino que será tu nombre Abraham, porque te he puesto por padre de muchedumbre de gentes” (Gen 17:5). Para cambiar las circunstancias, el que debe cambiar es Abram. Cambiar las letras de su nombre es aprender a volver a leerse uno mismo. A veces gastamos una vida queriendo cambiar lo que nos rodea, y olvidamos que quienes debíamos empezar por cambiar éramos nosotros. Es entonces que el mundo entero se hace estrellas de cielo.
Unos renglones más adelante nos dice el texto: “Dijo también Dios a Abraham: A Sarai tu mujer no la llamarás Sarai, porque Sara es su nombre” (Gen 17:15). Es interesante, porque ella no cambia su nombre. Ella siempre se había llamado Sara. El problema era que él sólo miraba el cielo, pero no el cielo en los ojos de ella. Ella no podría volver a ser Sara, mientras él no cambiara su propio ser. En el momento en que Abram logra ser Abraham, Sara puede volver finalmente a ser quien era. No es que ella no podía tener hijos, sino que no podía ser completamente ella misma. Eso le impedía trascender. Abram miraba las estrellas. Pero recién cuando se trasforma en Abraham, Sara logra volver a ser, para ella y para él, su propia estrella.
Amigos queridos. Amigos todos.
Sólo unos renglones después, Sara queda embarazada. La promesa de ayer, finalmente se hace realidad. El sueño del futuro, exigía un cambio sincero, genuino, en el presente. A veces los renglones se hacen años de angustia. No hace falta esperar a que pasen los capítulos de la vida. Todo nacimiento, comienza cambiando las letras de cómo re-definimos quienes somos. Y de cómo volvemos a nuestro origen.
Ese niño se llamará Itzjak, que significa: “el que trae sonrisas”.
Hay veces que no hace falta llegar al cielo para alcanzar la felicidad.
Podemos encontrar las estrellas más hermosas, en los ojos de aquellos que aprendemos a amar mejor.
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