La televisión moscovita interrumpió su transmisión el 10 de noviembre de 1982 para anunciar a los ciudadanos soviéticos la muerte de su líder, Leonid Brezhnev, un hecho del que se cumplen cuatro décadas y que inauguraría el principio del fin de la Unión Soviética.
El funeral de Brezhnev sería tan sólo el primero de una serie de tres que clausurarían la era gerontocrática. A su muerte seguirían las de sus herederos inmediatos Yuri Andropov y Konstantin Chernenko. Las que serían sucedidas por la esperanza que despertaría la elevación de Mikhail Gorbachov al cargo de secretario general en 1985. Un hombre que se encontraría frente al desafío virtualmente imposible de reformar el socialismo en medio del inmovilismo. El que puede ilustrarse a través de un chiste repetido a fines de los 70:
Viajan en un tren Lenin, Stalin, Kruschov y Brezhnev. De pronto, el tren se detiene. Lenin habla primero: “Esto es un problema ideológico, déjenme hablar con el maquinista y con un discurso que exalte la libertad del movimiento universal de los trabajadores todo se arreglará”. Interrumpe Stalin: “No, no... acá lo que sucede es una conspiración. Hay que fusilar inmediatamente al maquinista”. Interviene Kruschev: “Señores, aquí hay un problema estructural, hay que reformar el sistema”. Finalmente, habla Brezhnev..: “Camaradas, camaradas, tomemos con calma la situación.., cerremos las cortinas, encendamos un gramófono y hagamos de cuenta que el tren se sigue moviendo...”.
Chistes aparte, la era Brezhnev había combinado estancamiento y cierta paz interna. Porque al mismo tiempo, los diez años que corrieron desde el aplastamiento de la Primavera de Praga hasta la invasión a Afganistán fueron los de mayor estabilidad de la historia de la Unión Soviética.
En los hechos, Brezhnev había perseguido un solo y único propósito: conservar la estabilidad del sistema. A costa de reducir su figura a una caricatura, había procurado en todo momento consolidar un modelo de conducción política que propendía al consenso mediante un esquema conservador que terminaría por transformarse en un mero aparato burocrático de reproducción del poder.
Pero nada funciona en este mundo sin una dosis de fortuna. El descubrimiento de yacimientos en Siberia y los shocks petroleros que siguieron a la guerra de Yom Kipur y la crisis iraní habían elevado astronómicamente el precio del crudo, inundando de petrodólares a las arcas del Kremlin en los 70. Alargando la vida útil del ineficaz sistema socialista. El que bien pudo haber colapsado antes. Acaso como había anticipado Andrei Amalrik en su obra “Will the Soviet Union survive 1984?”
En simultáneo, una política por momentos patética de adulación rodeaba a Brezhnev. Sin llegar a los extremos delirantes del periodo estalinista, se había edificado una suerte de mini-culto a la personalidad “sin una personalidad”.
Al cerrar el XXVI Congreso del Partido, en 1981, Brezhnev había expresado su complacencia con el estado del país y había anunciado la reelección de los miembros del Politburo, quienes tenían un promedio de setenta años, una edad avanzada para la época. Al punto que el propio Brezhnev comenzó a presentar síntomas evidentes de fatiga e incapacidad: algunas sesiones del Politburo duraban apenas veinte minutos.
Una realidad que confirmaba el signo de un tiempo marcado por la consolidación de la burocracia, los privilegios, el cinismo y el doble discurso. Mientras una atmósfera de corrupción impregnaba todo y en el que -según un corresponsal- el lema del gobierno bien pudo haber sido... “robar y dejar robar”.
Pero, a decir verdad, ¿quién fue Leonid Brezhnev, el hombre que reinó más tiempo en la URSS, con la sola excepción de Stalin? ¿Era el pequeño vanidoso, ridiculizado en chistes, fascinado con el Mercedes pagoda que le regalara Willie Brandt, el Lincoln Continental obsequiado por Richard Nixon o el Torino que le enviara Juan D. Perón? ¿Era tan sólo aquel hedonista, cultor de los lujos mundanos, las chicas jóvenes y las eternas condecoraciones, dispuesto a decirle que sí a todos para permanecer en el poder a cambio de no interferir en los asuntos de ningún oligarca, prohijando camarillas y mafias de Dnipier?
¿O era un estadista prudente, consciente de sus limitaciones, despojado de paranoias estalinistas, acaso conocedor de la naturaleza profunda de un sistema que en pos de planificarlo todo era incapaz de casi todo, y que sin embargo dotó a ese inmenso imperio años de estabilidad y relativa prosperidad al tiempo que pudo impulsar la Detente y la coexistencia pacífica con Occidente?
Probablemente, haya sido uno y haya sido el otro. Lo cierto es que sus años serían la antesala de los violentos cambios que se sucederán en la década siguiente y que cambiarán radicalmente a su país. Y al mundo entero.
Porque para entonces habían llegado al teatro del mundo Juan Pablo II, Ronald Reagan y Margaret Thatcher, líderes dotados de una fuerza moral que condenaría los oprobios del comunismo. A la vez que al otro lado del globo -silenciosamente- el discreto Deng Xiaoping lanzaba las reformas capitalistas que transformarían la China feudal de la era Mao en la superpotencia económica de nuestros días.
Muy probablemente ni Brezhnev ni ninguno de sus contemporáneos haya imaginado que exactamente siete años después de su muerte, el 9 de noviembre de 1989, caería el Muro de Berlín.
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