Fuimos acostumbrándonos a hablar desde la especulación sentimental, justificando nuestras opiniones, utilizando el “para mí” o “yo pienso que” como si eso fuera válido. Pero debemos volver a lo que nunca deberíamos haber dejado de lado: hablar con propiedad, leyendo, formándonos, citando tal y como lo pensaron nuestros padres fundadores para no dejar a la libre interpretación sentimental y coyuntural a cosas tan grandes como la libertad, la vida y la propiedad. Para eso existe la Constitución, un librito bastante olvidado y pisoteado, pero que se supone que aún tiene vigencia.
“Junto con la inamovilidad en el cargo, nada puede contribuir más a la independencia de los jueces, que una previsión fija para su sostenimiento... En el curso general de la naturaleza humana, el poder sobre la subsistencia de un hombre, equivale al poder sobre su voluntad. Y nosotros no podemos esperar que se realice en la práctica, la total separación entre el poder Judicial y el Legislativo, en un sistema que deje a aquél dependiente de lo que ocasionalmente le otorgue éste como recurso pecuniario. Los iluminados amigos del buen gobierno en cada Estado, han encontrado en este punto causa para lamentar la falta de precauciones precisas y explícitas en las constituciones estaduales”. Esto decía Alexander Hamilton en “El Federalista”.
Y aquí debería terminar este artículo, no hay mucho más que agregar luego de una justificación tan bien pensada. Nuestro propio redactor de la Constitución Nacional, Juan Bautista Alberdi, no quiso quedarse atrás cuando vio las bondades de lo que Estados Unidos comenzaba a vivir y quiso que los derechos y garantías que estaban haciendo grande a América del Norte fueran replicados en nuestra patria, incluyendo este pensamiento, al que muchos erróneamente llaman privilegio, cuando es un desprendimiento del sentido común.
Es por ello que la Constitución Nacional de 1853, en su artículo 96 (actualmente el 110), sostenía que “los jueces de la Corte Suprema y de los tribunales inferiores de la Confederación conservarán sus empleos mientras dure su buena conducta; y recibirán por sus servicios una compensación que determinará la ley, y que no podrá ser disminuida en manera alguna, mientras permanecieren en sus funciones”.
Lo hizo para proteger a aquellos que nos protegen del Leviatán, a la tercera pata de lo que llamamos República, esa institución que se caracteriza por la división de poderes y la independencia de unos respecto de los otros. De nuevo, el artículo debería terminar aquí, pero sigamos un poco más.
Como ya se dijo, vivimos en una República, con división de poderes y con un sustento escrito llamado Constitución Nacional, que es la Carta Magna, el caballito de batalla con el que contamos todos los ciudadanos frente al poder inmenso del Estado. Y el intérprete y custodio de nuestra Constitución, es la Corte Suprema de Justicia.
Es por ello que, ya en el año 1936, el máximo tribunal concluyó que exonerar del impuesto a los réditos (nombre anterior al actual de Ganancias) a los magistrados que integran el Poder Judicial de la Nación, respecto de sus remuneraciones, no resultaba violatorio del principio de igualdad, consagrado en el Artículo 16 de la Constitución Nacional, dado que esa norma fundamental tiene excepciones, como son las inmunidades de ciertos funcionarios o instituciones.
En el mismo fallo se sostuvo que “si el salario del Juez no está amparado como su permanencia en el cargo, desaparece la seguridad de su inflexibilidad, de su rectitud; su libertad de juicio puede vacilar ante el temor, muy humano, de que la retribución se reduzca por el legislador hasta extremos que no le permitan cubrir su subsistencia y la de los suyos”.
Pero, por supuesto, el avasallamiento del Leviatán para con el tercer poder no se quedó inmóvil, y arremetió nuevamente en el año 1996, frente a lo cual la Corte se expresó mediante la Acordada a N° 20/96 considerando que “...la garantía de independencia del Poder Judicial, no puede ser afectada por la actividad de los otros poderes del Estado, quienes carecen de atribuciones para modificar, mediante el ejercicio de sus funciones específicas, las previsiones constitucionales impuestas para asegurar la independencia del Poder Judicial: la inamovilidad en el cargo de los jueces y la intangibilidad de sus remuneraciones”.
Y fue incluso más allá al considerar que, frente a un hecho así “no es necesaria la presencia de un caso en los términos requeridos por los Artículos 116 y 117 de la Constitución Nacional ni, por ende, son trasladables las exigencias requeridas para dichos asuntos en torno a la declaración de inconstitucionalidad. Lo que aquí se trata no atañe a las funciones jurisdiccionales del tribunal, sino del ejercicio del ineludible deber que por mandato constitucional le compete como órgano supremo y cabeza de uno de los Departamentos del Estado, para que mediante el ejercicio de los aludidos poderes connaturales e irrenunciables salvaguarde la independencia del Poder Judicial”.
Es decir, en el año 1996 la Corte ni siquiera esperó a un pedido expreso de inconstitucionalidad, sino que actuó “de oficio” y declaró inaplicable la Ley Nº 24.631, por la cual el Congreso había derogado la exención del tributo a los jueces. Supo actuar rápidamente frente a la intromisión del Poder Legislativo y mantener, dentro de todo, la división de poderes.
Hay una cosa más de la que nadie habla porque no conviene o porque lo que pasó hace casi 100 años no importa tanto: la ley del Impuesto a las Ganancias (antes llamada impuesto a los réditos) es en realidad un decreto ley dictado en un gobierno de facto, el del general José Félix Uriburu, en el año 1932. Y es más: esa ley nació como un impuesto de emergencia que terminaría en 1934.
Básicamente, estamos sosteniendo un impuesto ideado por un gobierno no democrático y en un momento de verdadera emergencia, como fueron los años 30. Están queriendo cobrar un gravamen ideado en una dictadura que debería haber terminado a los dos años de ser sancionado, a uno de los tres poderes independientes que conforman nuestra República que, además, se encuentra protegido nada más y nada menos que por la Carta Magna que como dije al principio de estas líneas, es un librito bastante olvidado y pisoteado, pero que se supone que aún tiene vigencia.
Seguir leyendo