El lunes 22 de abril de 1985 fue una jornada histórica y tensa en la Argentina: ese día comenzó el juicio a los ex comandantes de la dictadura militar. En esa misma semana, en medio de insistentes rumores sobre una sublevación golpista, el presidente Raúl Alfonsín convocó a la población a Plaza de Mayo para defender la democracia. El viernes 26, entonces, una multitud respondió al llamado. Sin embargo, ese día, Alfonsín pronunció un discurso que, en lo esencial, no tenía que ver con el motivo de la convocatoria. Al salir al balcón, el Presidente se refirió a la delicadísima situación económica y planteó que sería necesario poner en marcha un plan de “economía de guerra”. La respuesta de la gente, naturalmente, fue muy fría. Al volver a su despacho, Alfonsín estaba fastidioso y contrariado con su discurso. “No me podía concentrar -contó-. Desde abajo, Patricia Bullrich me enloquecía gritando con un megáfono consignas en contra del pago de la deuda externa”.
Esa anécdota, que está contada con lujo de detalles en el libro Una Temporada en el Quinto Piso, del sociólogo Juan Carlos Torre, forma parte de una historia lejana, protagonizada por una dirigente peronista llamada Patricia Bullrich que, a primera vista, tal vez solo a primera vista, parece muy distinta a la actual candidata presidencial de Juntos por el Cambio, que se llama Patricia Bullrich.
Las nuevas generaciones seguramente piensen que Cristina Kirchner en los setenta fue montonera y Patricia Bullrich no. La verdad es exactamente la opuesta. Es conocido que en esos años Bullrich fue una militante guerrillera y que siempre se movió cerca de Rodolfo Galimberti, el carismático jefe montonero que luego, en los noventa, formaría parte del círculo cercano de Susana Gimenez. Era un grupo, el de Galimberti y Bullrich, ciertamente, muy audaz. En 1989, por ejemplo, Galimberti apoyó a Carlos Menem desde una revista que se llamaba Jotapé, desde donde pregonaba los viejos sueños truncos del nacionalismo revolucionario peronista, presentaba a Menem como un caudillo antiimperialista y hasta incluía algunos mensajes antisemitas. Aquellos esfuerzos dieron sus frutos. Luego de la llegada de Menem al poder, Galimberti sería indultado y Bullrich se transformaría en diputada nacional.
El domingo pasado, es decir, miles de años después, Patricia Bullrich dio una demostración más de cuánto -o cuán poco- la había cambiado la vida. Acababa de terminar el escrutinio en Brasil. Distintos dirigentes de Juntos por el Cambio propusieron que la principal coalición opositora emitiera un documento para reconocer la limpieza del proceso electoral que consagró por tercera vez como presidente a Luiz Ignacio Lula Da Silva. A esa altura ya se habían pronunciado en ese sentido muchos líderes del mundo que, sobre otros temas, piensan muy distinto: Luis Lacalle Pou, Joseph Biden, Emmanuel Macrón, Evo Morales, Mauricio Macri, entre tantos. Era un asunto relevante porque, como se pudo ver en los días siguientes, en Brasil había un movimiento muy poderoso que intentaría desconocer el resultado electoral. Pero Bullrich se opuso a ese comunicado.
El autor de esta nota pudo recoger dos versiones acerca de sus argumentos. La primera es que Bullrich sostuvo que no podría sumarse porque sería desairar al ex candidato a vicepresidente, Miguel Ángel Pichetto, quien apoyó abiertamente a Jair Bolsonaro y no estaba dispuesto a reconocer la evidente limpieza del proceso democrático vecino. La segunda es que Bullrich sostuvo que no se pronunciaría hasta conocer el veredicto del Ejército sobre el tema. En cualquier caso, su postura contrastó con la del radicalismo, la Coalición Cívica, Horacio Rodriguez Larreta y hasta el propio Macri, quien demoró pero finalmente respaldó al proceso electoral brasileño.
Bullrich explicó unos días después que no se expidió porque Lula había posado con una gorrita que decía “CFK2023″. La debilidad del argumento es evidente, porque el presidente electo hizo eso muchas horas después de que ella se negara a firmar el comunicado. Brasil está agitada en estos días por un movimiento insurgente de signo opuesto a aquellos en los que participó Bullrich décadas atrás. Hubo cortes de ruta en todo el país, convocatorias frente a los cuarteles para que los militares tomen el poder, amenazas contra periodistas de todo el mundo, presión para destituir a la Corte Suprema. Nada de esto conmovió a Patricia, la presidenta del PRO.
Esa posición rupturista de Bullrich respecto del resto de la coalición a la que pertenece se expresa también en un programa que va desplegando a medida que se acerca la campaña presidencial y que incorpora elementos novedosos para la tradición democrática argentina: militarización del conflicto con un grupo minúsculo de mapuches a los que define como terroristas, calificación de okupas a los habitantes de los barrios más precarios del país, eliminación de los planes sociales, defensa del derecho de cada uno a armarse en su casa, negativa a respaldar procesos democráticos. Cada quien puede pensar lo que le parezca de todo esto, pero está claro que ese programa no puede definirse como centrista o liberal. Se trata de otra cosa.
Todo eso se combina, además, con un estilo personal que quedó expuesto esta semana cuando amenazó con romperle la cara a Felipe Miguel, el jefe de Gabinete de Rodriguez Larreta, cuyo espantoso pecado consistió en haberla acusado por televisión de ser funcional al kirchnerismo. Una crítica, injusta o no, puede ser respondida con un argumento o con una amenaza de violencia física. Bullrich eligió lo segundo. Cuando le preguntaron por su reacción, ella respondió que no es hipócrita.
En sus últimas reflexiones públicas, Elisa Carrió advirtió que un sector de Juntos por el Cambio ha empezado a coquetear con el fascismo. ¿A quién -o a quiénes- se habrá referido?
Es injusto definir a alguien solo por sus posiciones más extremas. Pero esas posiciones, cuando se repiten a lo largo de una vida, reflejan los límites, o la falta de límites, de una persona: hasta dónde está dispuesta a ir. En este caso, además, son relevantes porque Bullrich es una candidata muy competitiva para reemplazar a Alberto Fernández en la Casa Rosada. La mala performance del peronismo en el Gobierno -a la que se agrega su disparatada dinámica interna- coloca a Juntos por el Cambio en una inmejorable situación para volver al poder en poco más de un año. En la mayoría de las encuestas, Bullrich aparece como la dirigente con mejor imagen de la coalición. Solo es cuestión de saber sumar y restar para percibir sus chances.
Lo que ocurre con Bullrich, antes sucedió con Milei. De repente, un dirigente que se expresa de manera agresiva contra los zurdos, los okupas, los mapuches, los populistas, las feministas, los gays, los políticos, los peronistas, los kirchneristas, empieza a crecer en las encuestas. Quien lo logra obtiene una ciega adhesión por parte de los suyos. Un dirigente puede decir que legalizaría el tráfico de órganos o la venta niños y no lo afecta. Donald Trump lo explicó a su manera: “Puedo asesinar a alguien en la quinta Avenida y no perderé un solo voto”. Para la democracia tradicional esos modales son una expresión de barbarie. Pero están funcionando. Eso que Bullrich llama “falta de hipocresía” -amenazar con trompear a alguien que la criticó por una nimiedad, por ejemplo- atrae atención. Y votos.
Está funcionando.
Así sucedió con Donald Trump –cuando sostenía que los mexicanos eran mayoritariamente violadores-, o con Jair Bolsonaro –cuando se manifestaba a favor de la tortura. Son tiempos raros en muchas democracias del mundo: Estados Unidos, Inglaterra, Italia, Brasil, Israel. ¿Por qué la Argentina sería muy diferente? Dos series magníficas iluminan ese fenómeno: la inglesa Years and Years, que protagoniza Emma Thompson, y la norteamericana The loudest Voice, que incluye una actuación magistral de Russel Crowe. El libro La rebeldía es de derecha, del economista argentino Pablo Stefanoni es otro aporte agudo e informado sobre el asunto.
El recorrido que separa a Bullrich de la Casa Rosada, de todos modos, todavía debe superar muchos escollos: el principal de ellos es la fragilidad de su estructura política. Los dirigentes territoriales del PRO responden en su inmensa mayoría a Mauricio Macri y a Horacio Rodriguez Larreta, quienes además tienen una probada capacidad para recaudar fondos. A ninguno de ellos les falta estructura ni caja. Bullrich debe lograr primero que Macri no se presente, porque en ese caso disputará con él los votos más duros de su coalición. Y, si Macri se bajara, debe conseguir su apoyo, algo aún más difícil. A Macri y a Rodriguez Larreta los une una historia común de largos años. En cambio, el ex presidente tiene motivos para sospechar que, una vez en el poder, Bullrich lo descarte. “Si llego a ser Presidente será un consejero. Ya vimos cómo funcionan los presidentes tutelados”, dijo ella esta semana.
Esa falta de estructura se expresa, por ejemplo, en su necesidad de anunciar, en sus redes, cada nueva incorporación. Ninguno de los nombres significa demasiado. Son poco conocidos, no se entiende bien en qué se destacan, tienen nulo despliegue territorial. Si quiere sumar estructura y dinero, debe producir una ola imparable. Su reacción frente a Miguel puede expresar un desequilibrio personal peligroso para quien quiere llegar a ser presidenta. Sus posturas políticas pueden parecer extremas o impracticables. Pero detrás de esas brutalidades hay una apuesta racional: trata de encender una llama. No le alcanza aún. Pero mal no le va. Además, ¿quién apostaba en su momento por Macri, Menem, Trump o Bolsonaro?
A medida que avance la campaña, además, Bullrich deberá explicar cómo va a gobernar. Su despliegue de consignas en contra de mapuches, planeros, cuarentenas y kirchneristas no es un plan de Gobierno. Por ejemplo, su propuesta de implantar una economía bimonetaria, ¿con qué se come? Sería bueno que la desarrollara un poco. ¿Alguien escuchó como pretende Bullrich bajar la inflación? A primera vista no parece que baste con combatir a los mapuches. Los economistas del PRO se angustian porque perciben que los temas económicos la aburren.
A su favor, en cambio, cuenta con que su principal adversario, Rodriguez Larreta, vacila y se pierde entre múltiples dilemas. No puede descuidar al público moderado, pero tampoco a los seguidores de Macri. No puede enfrentarla –porque quedaría demasiado parecida a ella-, pero tampoco no enfrentarla –porque sería una expresión de debilidad. No puede imitarla en sus provocaciones al peronismo porque perdería capacidad de diálogo con sectores con los que pretende gobernar. Pero ese límite le quita encanto ante los votantes opositores. Nadie se transforma en líder si no produce alguna ruptura, si no convence de que puede guiar a una sociedad hacia un lugar distinto. Larreta está atrapado por múltiples corsets y cuida cada uno de sus pasos. Bullrich se mueve con desparpajo, insolencia y una audacia –tal vez una irresponsabilidad- que, por momentos, recuerda a Carlos Menem.
Patricia fue montonera y Bullrich coquetea con el bolsonarismo. Patricia fue peronista y revolucionaria. Bullrich es antiperonista y conservadora. A lo largo de su vida, muchas veces, osciló entre los extremos. En todo caso, es cosa de ella. Lo novedoso es que a millones de personas eso ahora le resulta simpático, atractivo, una salida posible para el país, ante el fracaso evidente de todas las otras.
La única verdad es la realidad, como decía un viejo líder de Patricia, pero no de Bullrich, Aunque quien sabe. La vida da tantas vueltas.
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