Ha vuelto la polémica acerca de que los jueces no pagan impuesto a las ganancias, que incluye por acción sindical el absurdo de que tampoco lo hagan los empleados del Poder Judicial, que se encuentran arbitrariamente asimilados al privilegio del artículo 110 de la Constitución Nacional en su actual redacción.
El impuesto a las ganancias fue creado por el gobierno de facto de José Felix Uriburu en 1932 como impuesto a los réditos. En 1936, la Corte Suprema, integrada por conjueces, es decir por abogados de la matrícula que no estaban involucrados en el resultado, estableció en Fisco c/ Medina la doctrina que perdura hasta el día de hoy, en cuanto a que su aplicación a los magistrados violaría la garantía de intangibilidad de sus remuneraciones que determina el artículo en cuestión.
La composición de la Corte, en aquella ocasión por conjueces, salva la imparcialidad de la decisión, pero no necesariamente la justifica. Es insostenible que el impuesto tenga la finalidad, o la haya tenido alguna vez, de disminuir los salarios de los jueces, menos como una forma de controlar su independencia.
Los ingresos de los jueces sufren otros descuentos legales, como los destinados al pago de la obra social o al sistema previsional, que también deberían caer bajo la prohibición del artículo 110, si tal doctrina fuera correcta. No alcanza para diferenciar esto el argumento fiscalista eterno del propio bien del esquilmado contribuyente en aquellos descuentos, porque esa es la excusa, incluso, para establecer el impuesto, que los jueces piensan que solo a ellos no les debe alcanzar. El Estado, se sabe, solo nos asalta por amor.
Con ese criterio se podría plantear la necesidad de compensar solo a los miembros del Poder Judicial por el peor impuesto al que es adicto el Estado argentino, que es la inflación. Podríamos encontrarnos un día con que, aplicando la doctrina vigente, sus ingresos se dolaricen o se paguen en oro. Eso haría a los jueces independientes, no de los otros poderes del Estado, sino de las consecuencias de malas políticas que no los alcanzarían. Tendrían menos motivos para considerar la inconstitucionalidad del curso forzoso de la moneda devaluada argentina, por ejemplo, porque se pondrían fuera del alcance, no de un ataque particular, sino de la situación del país en general. Ese no es el espíritu de la norma constitucional, que no busca separar a los ingresos de los magistrados de las reglas económicas generales, sino de que se utilice la política salarial como un modo de condicionarlos.
Dejo fuera de la discusión la constitucionalidad en sí del impuesto a las ganancias, y otros impuestos al trabajo que el poder judicial, que fue resguardado de sufrirlos, ha convalidado históricamente (no parece habernos servido mucho la integridad de sus sueldos); solo señalaré que el único derecho de propiedad que parece estar protegido por un muro infranqueable es el de los magistrados, no por vía del artículo 17 de la Constitución Nacional, sino de la garantía auxiliar de la vigencia del orden constitucional que es el 110. Este se ha convertido como garantía de independencia judicial en algo más importante que la primera parte de la Constitución, que habla de los derechos de toda la población. Siempre se encuentran resquicios por los que el Estado puede colar su voluntad y dejarlos de lado, avalados por fallos de esos jueces que no pagan impuesto a las ganancias, que están fuera de las reglas a cuya vigencia contribuyen. Ese es a mi juicio el desajuste axiomático producido por el poder protegiéndose a sí mismo y no tan preocupado por la misión principal por la cual se los resguarda en su independencia.
Mi argumento no es interpretar la igualdad ante la ley como el mal de muchos que es consuelo de tontos, sino que el mal de muchos que no alcanza a los que tienen la responsabilidad de ponerle fin, lo eterniza. La interpretación que se ha hecho de la intangibilidad de los sueldos de los jueces hace que estos queden fuera de la realidad que viven todos los argentinos, eso sí afecta el modo en que toman sus decisiones en un pedestal, alejados de la realidad jurídica y económica de la sociedad sobre la que tienen que aplicar criterios de justicia. El efecto que se produce no es en modo alguno que se tornen más rigurosos al juzgar las facultades del Gobierno, sino que se encuentren más cómodos para hacer la vista gorda.
No es tampoco la santa recaudación fiscal lo que me preocupa ni mucho menos. El impuesto a las ganancias es nefasto como he expuesto en mi libro “10 Ideas falsas que favorecen al despotismo”, no solamente porque se trate de una gabela directa sino porque conlleva un sistema de vigilancia implícito sobre la población, una necesidad de que el individuo le muestre al Estado su intimidad o sus cuentas, (cuando debería ser al revés, bajo los principios republicanos), que deriva en su implementación en la violación de la garantía de no ser obligado a declarar contra sí mismo del artículo 18 de la Constitución Nacional.
Nada de esto ha entrado en consideración en la jurisprudencia que se ocupa de mantener los sueldos judiciales a resguardo. El mundo aparte de los jueces no contribuye precisamente a que las discusiones constitucionales que involucran a todos los habitantes del país se tomen en serio.
La única interpretación coherente con la lógica republicana del artículo 110 de la Constitución es que protege a los jueces de que los otros poderes disminuyan específicamente sus salarios, no de cualquier avatar económico que ocurra como consecuencia de impuestos o malas decisiones regulatorias generales.
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