El jueves por la tarde, el oficialismo celebró la aprobación del Presupuesto 2023 en la Cámara de Diputados. Lo que, a primera vista, podría sugerir un triunfo para el Gobierno, o para el sistema político -más si se tiene en cuenta el fracaso del año pasado- revela en cambio una dinámica de funcionamiento peligrosa y una perspectiva angustiante para los próximos meses.
El hecho más trascendente y didáctico, en este sentido, fue la decisión de perpetuar la excepción en el pago del impuesto a las Ganancias a los miembros del Poder Judicial. En un contexto donde todas las fuerzas políticas mayoritarias coinciden en la necesidad de reducir el déficit fiscal había allí una medida justa, posible y que hubiera sido respaldada por la sociedad civil: se trataba recaudar $300 mil millones más a cambio de eliminar una excepción obscena que favorece a personas que, por sus ingresos, se ubican en los estratos más altos de la pirámide social. Nadie puede explicar seriamente por qué un profesional o un comerciante que ganan 350 mil pesos pagan ganancias pero un juez que llega al millón no lo hace. Es una desigualdad, ciertamente, muy ofensiva.
Sin embargo, el sistema político no logró que se apruebe la medida. ¿Tuvo la culpa el oficialismo que tiró la idea como si tal cosa sin negociar con la oposición, con la Corte, con los sindicatos? ¿La oposición, que es fiscalista solo cuando el ajuste perjudica a sectores sociales que sienten ajenos? ¿La Corte, que acepta sin más el desprestigio que implica que sus miembros ganen más de dos millones de pesos sin pagar impuestos que se le aplican al resto de la población? ¿Los medios que editorializaban con el curioso argumento de que desarmar ese privilegio era un “ataque contra la Justicia”? ¿Todos ellos juntos, en su medida y armoniosamente?
En cualquier caso, el sistema democrático acaba de dar una señal impresionante: entre la necesidad de reducir el desequilibrio fiscal -esto es, de combatir la inflación- y la permanencia de un privilegio para un sector del poder, eligió lo segundo. El creciente desprestigio del sistema democrático en el continente obedece a múltiples factores: este tipo de decisiones debe ser uno de ellos. Hay personas muy importantes que se van alejando del principio de realidad. Tal vez crean, por alguna razón extraña, que estas cosas no tienen costos y que solo se trata de tirar de la soga, buscar el límite.
Esa rendición de todo un sistema político frente al privilegio de un poder, que encima es el que debe impartir justicia, trasciende en mucho los límites de ese episodio y es un muy mal augurio para lo que viene: quien no tiene convicción, o capacidad de negociación, o generosidad, para algo tan justo, menos podrá tenerla para afrontar el desafío de los costos que tendrá frenar la inflación.
Otra manera de mirar esto consiste en focalizar en la actividad de dos dirigentes muy relevantes que, en una primera mirada, parecen enemigos pero que actúan de acuerdo a una lógica parecida: Mauricio Macri y Pablo Moyano.
Macri realizó un raid muy interesante esta última semana, con el objetivo de presentar su libro Para qué. Para muchos de sus correligionarios, además, se trató del comienzo de su campaña electoral para volver a la Casa Rosada. Una y otra vez, Macri levantó la voz para anunciar que esta vez no lo va a correr el “cinismo progre” y que el eje del futuro gobierno será un presupuesto equilibrado. Apuntó especialmente contra Aerolíneas Argentinas, como un ejemplo contundente de despilfarro.
Sin embargo, cuando Diego Sheinkman le preguntó -concretamente- qué haría con el régimen que protege el ensamblado de electrodomésticos en Tierra del Fuego, Macri empezó a balbucear.
-Tenemos que poner todo sobre la mesa- fue la fórmula, para no comprometerse en nada.
El régimen de Tierra del Fuego es un asunto de política industrial muy delicado. El Presupuesto 2023 contempla un costo tributario de $523 mil millones y un aporte negativo a la balanza comercial. En cambio, la industria del software genera divisas por USD 7 mil millones pero recibe una protección que tiene un costo fiscal diez veces menor al de Tierra del Fuego. Hay múltiples opiniones sobre si eso está bien hecho, si se debe hacer de otra manera, si se debe eliminar de cuajo, mantener así como está, o desarticular paulatinamente.
Sea como fuere, ese régimen representa todo eso que Macri suele odiar: proteccionismo a una industria que no puede competir, déficit fiscal, déficit comercial, altos precios internos para los consumidores. Pero en este caso Macri no se pregunta “dónde mierda se va la guita”.
Tal vez lo que explica semejante doble estándar es que uno de los grandes beneficiarios de ese sistemas es Nicolás Caputo, su mejor amigo. Caputo estaba en el acto donde Macri presentó Para qué. Aplaudía calurosamente a su compinche. Hay que elongar mucho para no percibir que el cinismo progre puede estar a punto de ser reemplazado por un cinismo de signo contrario. En pocos meses la sociedad argentina podría percibir si será mejor o peor para el país.
Pero, claro, si Macri, el abanderado del equilibrio fiscal, defiende los privilegios de su amigo multimillonario, ¿por qué razón los jueces no van a defender su extraño derecho a no pagar Ganancias? ¿O las textiles su propio régimen de protección? ¿Y por qué los gremios no van a pedir aumentos que superen el 100 por ciento anual, o el 200, o el 300? ¿Cuál sería la razón por la cual los trabajadores aceptarían moderar sus reclamos si los jueces o los empresarios amigos del poder no lo hacen?
El mismo jueves en que los jueces se quedaban tranquilos, Pablo Moyano anunciaba eufórico el aumento superior al 100 por ciento que había conseguido para los camioneros. Ese aumento es razonable dadas las circunstancias actuales. El problema es que Moyano pertenece al Frente de Todos. El ministro de Economía de ese espacio, Sergio Massa, cree que la lucha contra la inflación se dirime en dos campos: el de la reducción del déficit, que obliga a emitir en cantidades que potencian la inflación, y la moderación de la puja distributiva, que impone una carrera interminable entre precios y salarios, que a su vez presiona sobre el tipo de cambio y le da una vuelta de rosca más al costo de vida. Al defender los intereses de sus trabajadores, Moyano complica el plan de Massa. Pero como todo el mundo hace lo mismo, no hay quien pueda convencerlo de que frene. ¿Lo habrán intentado al menos?
A estas alturas no es un problema de Moyano, o de Macri, o de los jueces, o de los formadores de precios, los sindicatos, o quien sea. Todo el sistema está enloquecido. La lógica que lo guía es que cada uno defiende sus intereses. Pero, al hacerlo, la rueda vuelve a girar sobre el barro y entierra más a la sociedad, sobre todo a quien no tiene cómo defenderse. El libro Una temporada en el quinto piso, de Juan Carlos Torre, cuenta una historia similar. Los actores económicos argentinos están muy ejercitados en la percepción de estas cosas. La consecuencia es obvia, previsible, y ya se pudo ver un montón de veces: todo se pondrá peor.
Para que eso no sea así, alguien debería conducir todo este proceso. Pero del Presidente para abajo, nadie se hace cargo. No existe liderazgo. Trazar un plan para que sea posible tener el número para cobrarle ganancias al Poder Judicial; consensuar con empresarios y trabajadores la moderación de la carrera entre precios y salarios; promover un proceso de transición en Tierra del Fuego, en Aerolíneas o donde sea necesario; en otras palabras, abrir mesas de negociación para que la reducción del déficit tenga un sendero donde todos los sectores -por vía de precios, impuestos, reducción de gastos, evolución de salarios- moderen sus expectativas: todo eso requiere de líderes valientes y de un grupo de dirigentes de distintos sectores capaces de construir un consenso. Es algo dificilísimo de hacer. Entonces nadie lo hace.
La inflación está en el 7 por ciento mensual.
Supera el cien por ciento anual.
Millones de familias no saben qué hacer para llegar a fin de mes, pero además están angustiadas porque saben que el mes que viene será más difícil aún, y el otro peor.
En ese contexto, el oficialismo discute el sistema electoral, un tema que les importa solo a ellos. Máximo Kirchner ningunea al Presidente. Fernández se postula como candidato. Wado de Pedro lo presiona en público e informa que el Presidente no participa de algunas decisiones fundamentales. Nadie lo corre de su puesto de ministro político. Cristina Kirchner tuitea.
Y así.
El método caótico de conducción del Frente de Todos produjo resultados muy malos para el país. Sería lógico que los principales actores de ese desastre se animaran a revisarlo. Pero no. Insisten en él.
Del otro lado, Juntos por el Cambio está estallado por la competencia electoral. Pero empieza a aparecer el programa que insinúan para el próximo período presidencial. Está claro que el principal objetivo es conseguir un presupuesto equilibrado. Pero no cobrarán más impuestos –ni siquiera a los más ricos. Tampoco desarmarán regímenes de protección industrial a amigos y familiares que, además, son aportantes de campaña. No eliminarán regímenes de privilegio que favorecen a jueces y empleados judiciales. En ese contexto, queda poco para recortar: empleo público, empresas estatales, jubilaciones y planes sociales. En esa mezcla de insensibilidad, antigüedad, y falta de creatividad parece apoyarse el plan para refundar la Argentina. Si fuera tan sencillo alguien lo habría hecho antes.
Hay, naturalmente, una gran responsabilidad del oficialismo en todo esto. Su incapacidad para poner en marcha un plan económico congruente, para evitar peleas públicas, para explicar qué está haciendo para frenar la inflación, su espectáculo circense cotidiano, facilita que, en pocos meses, el macrismo -tal vez el propio Mauricio Macri- se haga cargo de ese desafío. Lo que no hicieron quienes están en el poder, lo harán los otros con sus propios criterios. Y tendrán derecho a hacerlo si ganan las elecciones. Son las reglas.
Mientras tanto, Javier Milei no se preocupa ni siquiera por asistir al Congreso.
No es lo suyo.
Como dijo Donald Trump en su momento: “Podría disparar a gente en la quinta Avenida. Igual no voy a perder votos”.
Hace poco tiempo, un interlocutor se sinceró ante él.
-Javier, lo que vos proponés es muy irresponsable. Tus ideas no se aplican en ningún lugar. Si las llegás a aplicar vas a chocar. Además, tu cabeza no va a resistir la presión de ser presidente de Argentina. Reconocé que estás un poco chiflado.
Milei sonrió de oreja a oreja y lo miró con esa expresión tan extraña, esa que cada tanto se adueña de su cara, cuando pone los ojos saltones.
-Yo estoy un poco chiflado. Te lo tomo. Pero, ¿vos viste a los que nos gobernaron en los últimos tiempos? ¿Están mejor o peor que yo?
Es una pregunta angustiante.
Pero tiene su lógica.
Por eso, lamentablemente, se la está haciendo demasiada gente.
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