La dictadura de los mandatos socioculturales que nos dicen cómo debemos “llegar al verano”

¿Acaso los ideales que asociamos a la belleza son creaciones propias? ¿Acaso la delgadez y la supuesta perfección son parámetros personales? Detrás de esos mandatos, se esconden la presión y desesperación por encajar. No nacemos pensando que la gordura y “fealdad” son la supuesta imperfección sino que aprendemos esa “certeza” cultural

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El mensaje que difundió el
El mensaje que difundió el Instituto de las Mujeres de Ciudad Juárez, en México

Era el cumple de quien hoy es mi mejor amigo, Nico. No me acuerdo exactamente cuántos años cumplía, diez o doce años, creo. Lo festejaba, como siempre, en la quinta de sus abueles; una casa increíble y enorme con ping pong, pileta y mucho verde. Habíamos estado hablando con mis amigas toda la semana sobre qué íbamos a ponernos y yo estaba especialmente nerviosa con la decisión porque ese día sería la primera vez que usaría una bikini frente a otras personas. Hasta ese entonces, me había probado infinitas mallas en diversos locales y solo una había logrado pasar a fase dos. Me acuerdo como si fuera ayer cómo era la bikini: el corpiño tipo deportivo de un rosa fuerte con costuras verde lima y la bombacha tiro medio que cubría casi todo el cachete de la cola. Pero más recuerdo aún que mis nervios eran tantos porque, aunque yo misma había tomado la decisión de ir en bikini, no me sentía del todo cómoda con ella; no me sentía del todo cómoda con mi cuerpo que era claramente diferente al del resto de mis amigas y lo odiaba por ser distinto; odiaba tenerlo y tener que mostrarlo, odiaba lo que eso me hacía sentir, odiaba que me dijeran grandota porque odiaba ser grandota, odiaba tanto mi cuerpo que por ende me odiaba a mí y, lo más triste, odiaba existir de ese modo. No quería que nunca llegara el verano.

Diciembre se avecina y con él reaparece la odiosa frase “llegar al verano” y la exagerada e impuesta exigencia sobre mantener un cuerpo “apto” para el bikini. La desesperación por estar bronceades, manadas de pelos que desaparecen, inseguridades viejas y nuevas como protagonistas de la escena y un sistema que nos quiere con el culo parado y sin celulitis. En el verano, verse al espejo es mucho más que eso; es confrontar con la expectativa social sobre nuestros cuerpos. Es recordar todos nuestros traumas y cicatrices, las propias y las sociales también, porque un cuerpo nunca es “solo un cuerpo”; un cuerpo es un ensamble de posibilidades, lleno de afectos y pensamientos (propios y ajenos), pero por sobre todas las cosas: un cuerpo es el resultado de un largo y subjetivo proceso de socialización que lejos está de responder a alguna naturaleza. Por el contrario, responde a una culturización que colocan dentro de nosotres (a las mujeres y disidencias por excelencia) y nos expone al poder y al deseo ajeno, principalmente de varones. Entonces, un cuerpo es la eterna y esclava pregunta de cómo deberíamos vernos, la agobiante exigencia a través de las redes, moda, televisión y de la vida cotidiana. Que sigamos con ciertos cánones de belleza, nos piden, qué pertenezcamos a la hegemonía de los cuerpos, insisten.

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Es cómo si, de algún modo, nos estuvieran poniendo una suerte de anestesia, como si operara sobre nuestros cuerpos una demanda inalcanzable para correr en una rueda tal cual lo hace un hamster: perseguir algo que parece estar cerca, pero que nunca llega. ¿Pero qué es lo que nunca llega? Nuestra expectativa adquirida, mamada e incorporada, la imposición como ley férrea y justificada desde lo aspiracional. ¡Es imposible “alcanzar” un mismo molde! Cada cuerpo es único y diferente y como tal pertenece a una comunidad distinta porque, de nuevo: es un ensamble poroso, abierto e infinito. Pero cuán doloroso es salirse de ese molde, ¿no? Cuán lento y costoso es para las mujeres y las disidencias adentrarse en ese campo de batalla lleno de exigencias sociales, cuán aterrador es desplegar nuestras propias alas sin que nos las lastimen.

Este síndrome de la inagotable falta de aceptación es una guerra a la que nos enfrentamos todos los días todas las personas, sí, pero en cuanto a las mujeres y disidencias es completamente diferente, porque en nuestro caso no se trata solo de una guerra contra nosotres mismes sino, también, una guerra de la sociedad contra nosotres; una invitación barroca al codiciado e irreal cuerpo heteronormativo. Pareciera que un cuerpo para ser deseable tendría que ser flaco y ya ni siquiera eso alcanza porque siempre va a haber algo para ocultar, para avergonzarnos, para modificar. Hay un mercado que nos quiere depiladas, sin curvas, sin estrías y sin celulitis. Un capitalismo magro que nos condiciona todo tipo de disfrute, ni que hablar el del calor veraniego.

Una famosa ilustración de Caro
Una famosa ilustración de Caro con Insomnio, replicada desde hace años en las redes

¿Acaso los ideales que asociamos a la belleza son creaciones propias? ¿Acaso la delgadez y la supuesta perfección son parámetros personales? Detrás de esos mandatos, se esconden la presión y desesperación por encajar. Y todos mandatos operan de manera doble (lo personal y lo social) y eso nos puede confundir al punto de no saber qué es un sentimiento propio y qué fue incorporado. Está claro que no nacemos pensando que la gordura y “fealdad” son la supuesta imperfección sino que, aprendemos esa “certeza” cultural que se espesa con los años y ni que hablar con las redes sociales.

En las pocas fotos que tengo del cumpleaños de Nico estoy con una bermuda de jean y el pelo seco; nunca me metí a la pileta, nunca me quedé en bikini. Y no fue hasta mucho tiempo después, cuando cumplí veinte años, que me animé a mostrarme en malla frente a muchas personas. Y a sentirme (relativamente) cómoda, incluso ya para ese entonces cumpliendo con muchas de las normas hegemónicas socialmente aceptadas y valoradas. De nuevo, el hamster que nunca llega al final de la rueda porque ¡la rueda no tiene fin! Solo que sí la tiene…

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Nos encontramos entonces frente a un mandato que conviene que sea infinito, que equipara a la extrema delgadez con la belleza y eso construye jerarquías entre las personas, sobre todo entre las mujeres. Nos la pasamos tomando como referencia fotos de modelos que en su mayoría están operadas o cuyas imágenes están editadas. Y no lo digo criticando las elecciones estéticas, para nada; cada une hace de su culo un jardín. Me refiero a que, si hasta nuestras referencias son irreales, ¿cómo vamos a poder estar satisfeches con nuestros cuerpos? Desde ya que estar absolutamente contentes con el propio cuerpo de une es quizás una utopía y más en los tiempos que corren que en vez de ayudar, profundizan la herida. Pero, estar en constante contacto con la idea de que somos una figura humana y lo que eso implica, nos puede ayudar a dejar de pensar que la forma de llegar al verano es no comiendo, sometiéndonos a dietas estresantes e irreproducibles y entrenando sin consciencia. Somos imperfectes por naturaleza, esa es la única certeza que vale la pena mantener. Y no lo digo como consuelo sino como verdad que aprendí con el tiempo y gracias al feminismo. Siempre intuí esa violencia, pero no fue hasta que me hice feminista (y al decirlo así pareciera casi como una conversión religiosa y creo que un poco lo es), que tomé consciencia de que esa violencia era un efecto de la exclusión hacia las minorías y de los roles asignados desde los binarismos. El feminismo es ondulante y nos da la plasticidad que necesitamos para poder abrirnos a la capacidad de mutar, transformarnos, cambiar de formas e ideas.

El feminismo es un movimiento muy doloroso, sí, lo sabemos no por lo que dicen los libros sino por poner el cuerpo, ese mismo cuerpo por el que luchamos, ese mismo cuerpo que se pregunta cómo llegar al verano. ¿Y entonces? Entonces nada, no hay respuesta correcta porque cada une debería llegar al verano como puede y, sobre todo, como quiere.

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