La reciente encuesta de emociones globales que realiza la compañía Gallup anualmente da cuenta del creciente malestar de las personas en el mundo. Los estados de ánimo negativos, expresados a través de emociones como ira, tristeza, estrés, dolores físicos y preocupaciones de todo tipo, están en su punto más alto desde que esta medición comenzó a llevarse a cabo en el año 2006. La curva viene en ascenso desde el año 2011. Trasciende al impacto que pudieran haber tenido fenómenos más recientes, como la pandemia o el retorno de las guerras abiertas al mundo (con todas sus consecuencias en cascada).
De las 127 mil personas de 122 países que respondieron la encuesta, el 33% manifiesta estar atravesando estados de infelicidad, mientras que en 2011 sólo el 24%. En paralelo, fenómenos de crispación, conflictividad y desencuentros se multiplican en nuestras sociedades. Un dato clave que así lo refleja es el crecimiento de movilizaciones, disturbios y huelgas, que en conjunto son 244% más altas que en el año 2011. Todo ello configura un panorama complejo para el presente de nuestra especie. En líneas generales, transitamos tiempos de confusión, inconformismo y pesimismo. El gran riesgo viene dado por nuestra capacidad colectiva para contener y apaciguar dichos estados de ánimo, antes de que se instalen con mayor permanencia en emociones y conductas de millones de personas, haciendo de nuestras sociedades verdaderas calderas en ebullición.
¿Qué nos ha pasado? En términos estadísticos, el mundo es un lugar mucho mejor para nuestra vida que lo que hace 50 o 100 años. Tenemos mejor salud, menos personas en situación de pobreza, vivimos en promedio muchos más años, los productos y servicios acelerados por tecnologías son cada vez más accesibles, la educación avanza en todos los niveles. Por supuesto que tenemos cuentas pendientes, que la miseria sigue afectando a millones de personas y que padecimientos de todo tipo se cuelan en nuestras biografías sin prudencia alguna. Pero todo ello es menor que en el pasado. Tenemos más servicios, confort, coberturas, tecnologías y segundas oportunidades. Es evidente que hay que buscar las causas del malestar en otros fenómenos.
No existe la causa que todo lo explique. Hay que leer el trayecto de la humanidad en la danza de un largo devenir, donde juegan y se conjugan múltiples factores de nuestra existencia individual y nuestra construcción colectiva. Sin pretensiones de un estudio cultural y sociológico profundo, nuestra hipótesis es que nuestra civilización atraviesa una larga y compleja transición hacia un nuevo estadio de bienestar y progreso colectivo. Como ha pasado en otras épocas de nuestra historia, signadas por transformaciones tecnológicas y cambios de paradigma acerca de cómo vivimos, producimos y compartimos. Sólo que esta vez la dinámica de cambio propia de estas dos primeras décadas del Siglo 21, es más profunda, veloz y extendida. La sociedad y economía digitales en desarrollo nos entrega degustaciones maravillosas. Para educarnos, expandirnos, ganar dinero y liberarnos de rutinas indignas. Pero por el momento, sus efectos son asimétricos. Prometen una nueva edad de oro para la humanidad, con artefactos de todo tipo e inteligencia artificial trabajando para nuestro bienestar, pero en el camino cosechan nuevas desigualdades, desconcierto y cansancio.
La filosofía estoica es previa a Cristo y ya planteaba cuestiones determinantes para el desafío existencial y la construcción del buen vivir. No sufrimos por lo que nos pasa, sino por lo que hacemos con lo que nos pasa, podría ser uno de sus principales legados. Siempre vigente. Y más aún en estos tiempos de acelerada transformación que estamos experimentando. Para el trabajador que siente que sus habilidades ya no le permiten conservar y crecer en sus trabajos, el docente desafiado con nuevas pedagogías y diseños curriculares donde tiene que trabajar distinto y no ser ya el protagonista, para los jóvenes que deben tomar decisiones de futuro y sienten que los desborda la incertidumbre, para el autónomo que debe aprender a vender sus servicios con nuevas propuestas de valor y tecnologías, para el productor local que se siente invadido por productos de la globalización y debe reconvertirse o fenecer, para los ciudadanos en general que asombrados por la enorme disponibilidad de bienes y servicios en la economía, afloran de deseos, los sienten cerca gracias a Instagram pero al final de cuentas encuentran que manda la cruda economía de cada uno. En el interín, narrativas del pesimismo, conspiraciones e injusticias planificadas por los más poderosos del mundo, hacen estragos en la moral y la actitud de millones de personas. La demagogia encuentra aquí un tentador caldo de cultivo.
¿Qué podemos hacer juntos para gestionar esta transición global y ayudar al ciclo de la humanidad hacia una nueva síntesis de bienestar y progreso? La agenda de respuestas posibles y apropiadas es enorme. De hecho, cuando ponemos la lupa y buscamos señales de todo lo bueno que se está construyendo en el mundo, la lista es maravillosa. Emprendimientos, innovaciones, nuevas pedagogías, más instancias de empatía, nuevas evidencias científicas, liderazgos empoderados, nuevas terapias, y un larguísimo etcétera. Las fuerzas del bien y la creación de riqueza son inagotables. Y están haciendo su trabajo en todos los frentes.
Pero seamos sensatos: aún no alcanza. La transición nos desafía quizás como nunca antes. La misión de evitar sociedades duales, quebradas en dos mitades, requiere de nuevos enfoques, más sinergias y un apasionado humanismo apalancado en nuevas tecnologías. Es tiempo de líderes que tienden puentes, superan anacronismos ideológicos y se embarran en la realidad más directa para reconstruir sistemas que deben producir nuevas soluciones a las problemáticas de personas, grupos y familias. Sistemas de salud, de educación, de contención, de remuneración, y tantos otros. Y es tiempo de nuevas narrativas y relatos que ayuden a creer, enfrentar adversidades y alimentar el espíritu mientras afrontamos el cambio que no está en nuestras posibilidades frenar ni evitar.
En este camino que, en mayor o menor medida, atravesamos en distintas latitudes del globo, emergen algunas luces que podemos capturar. No son las únicas. Si alguna esperanza tiene nuestro tiempo respecto al futuro es precisamente el jugoso campo de habilidades y competencias que las personas podemos desarrollar si queremos y logramos acceder a buenos mentores, procesos y sistemas. No hay límites pre-establecidos, no hay tiranía de talentos biológicos, no hay un poder inexpugnable de los recursos, no hay un destino de gloria solo para quienes disponen de títulos o certificaciones. La mentalidad de crecimiento se impone desde que neurociencias, tecnologías y oportunidades derribaron viejos muros limitantes. Necesitamos que más personas lo sepan.
Esas luces a las que nos referimos son la curiosidad, la antifragilidad y la serendipia. Más que habilidades blandas, vitales por cierto, se trata de tres grandes maneras de concebir y afrontar la existencia personal en medio de tantos cambios de paradigmas. La larga marcha de la Humanidad para liberar a las personas de yugos y ataduras ha costado sangre, sudor y lágrimas. Y nos ha ido regalando sentidas victorias. Podemos estar cerca de la gran victoria, si muchos procesos en marcha convergen en el empoderamiento personal y comunitario para diseñar planes de vida y gestionar los infortunios que siempre acompañan. Y es allí donde curiosidad, antifragilidad y serendipia pueden ocupar un lugar central equipando a las personas para los nuevos tiempos.
Curiosidad es energía vital para adentrarse en campos inexplorados, jugar con el mundo de posibilidades que siempre tenemos frente a nosotros y descubrir nuevos espacios de satisfacción y expansión. Es irreemplazable por la pericia y la planificación. El rigor no arroja rendimientos en materia de hallazgos y descubrimientos. Es la curiosidad la que corre los velos de aquello desconocido, la que genera nuevas conexiones y nos pone en situación de aprendices para modelar nuevas realidades. La curiosidad ha sido la partera de la innovación que nos ha traído hasta aquí como civilización y debiera ser mucho más que una virtuosa opción en la estantería de herramientas que las personas tenemos para vivir. Debiera enseñarse, cultivarse y multiplicarse si queremos ayudar a crear vidas más asertivas y autosuficientes.
Antifragilidad es un concepto muy reciente, propuesto por el autor libanés de “El Cisne Negro”, Nassim Taleb. Un enfoque disruptivo, que hacía falta para capturar un emergente de estos tiempos. Antifrágil es la capacidad para salir más beneficiados que perjudicados cuando acontecen sucesos aleatorios o fortuitos. Es lo opuesto a robustez, por un lado, y a fragilidad, por otro. Sólo la antifragilidad sirve para afrontar con éxito la condición laberíntica de la vida y la impredecibilidad de los acontecimientos. La mente intenta uniformar y hacer lineal lo que en su naturaleza es complejo y opera sin guion. La robustez es demasiado rígida para afrontar la volatilidad y la incertidumbre. La fragilidad es demasiado débil para hacerlo. La antifragilidad tiene la virtud de poder acomodarse y salir ganando, casi como disfrutando de la dinámica de cambios incesantes. Es mucho más que flexibilidad para responder. Antifragilidad es la condición que puede desarrollarse, como personas u organizaciones, para vivir el cambio sin estrés ni impotencia, sino de forma fluida y expansiva.
Finalmente, serendipia completa nuestra tríada iluminadora de futuros. En lo personal, haberla entendido ha sido esclarecedor para vivir con menos ansiedad y tensión. Y es tan amiga de estos tiempos como la curiosidad y la antifragilidad. Consiste en aceptar que el lugar o los resultados a los que llegamos a través de planes y estrategias de acción, siempre serán distintos a los previstos inicialmente. La ilusión o la soberbia de creer que sabemos exactamente a donde vamos con nuestros despliegues no se condice con la realidad. Y menos aún con las realidades vertiginosas del Siglo 21. Abrazar la serendipia es un baño de efectiva humildad, es practicar la aceptación acerca del lugar que ocupan las estrategias (relevantes pero no determinantes), es validar que la vida de personas en comunidades no puede ser orquestada desde arriba ni obedece a designios divinos. En definitiva, serendipia es la condición para estar en marcha sin sufrir por destinos siempre abiertos a posibilidades.
Puede sonar trivial para quienes están desesperados. Lo es. Para ellos, tantos de nuestros hermanos en el mundo, la empatía de brazos públicos y privados para ayudarlos a salir de la intemperie más impiadosa, es imprescindible. Pero visto en perspectiva y pensando en el futuro, solo el desarrollo de nuevos modelos, actitudes y habilidades nos llevarán a una nueva edad de oro para la civilización. Si no te entusiasma el futuro, estás en el presente equivocado. Y nuestros presentes pueden ser mucho más asertivos si están dotados de curiosidad, antifragilidad y serendipia.
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