La escuela es la institución social encargada de aportar nuevos modelos y argumentos a fin de construir la diversidad. Para ello tiene claro, o debería tenerlo, que las prácticas educativas no son estáticas, sino, por el contrario, dinámicas, y deben ser transformadas a diario: lo que sirve hoy, puede no ser útil para mañana. Por tanto, los saberes del docente, convertidos en contenidos escolares, deben ser sometidos a una revisión crítica constante.
Cuando hablamos de contenido escolar hacemos referencia a aquellos conocimientos específicos de una disciplina, pero adecuados a un determinado grupo de estudiantes y a su respectivo contexto. Es lo que Chevallard definió, en el año 1985, transposición didáctica, es decir, que un saber erudito, específico de una ciencia, para ser enseñado, debe tener ciertas transformaciones de acuerdo con el contexto, al estudiante al que va dirigido y al docente que media entre ambos. Por ende, el docente ya no es el experto en certezas incuestionables, sino que es el mediador entre los alumnos y el conocimiento, es quien realiza una reelaboración del contenido escolar para presentarlo a los alumnos y quien puede promover en ellos la capacidad de diálogo reflexivo, la posibilidad de reconocer, juzgar y, por qué no, alterar las normas sociales que rigen su comportamiento y el de los demás. El viejo postulado “aprender a aprender”, como necesidad y exigencia, debería ser la premisa para que los alumnos sean la lente mediante la cual el maestro diseña su clase para que logren disfrutar del conocimiento aprendido.
Ahora bien, si estos supuestos son la base de la escuela, cabe preguntarse ¿por qué cada vez hay más alumnos que desertan del sistema escolar? O ¿por qué los ingresantes a las Universidades fracasan?
Si bien se podría remitir a la veta económica como una de las causas de algunos de los problemas, la situación planteada busca otras miradas por sobre el hecho educativo. Hoy los alumnos se sienten ajenos a lo que se enseña en la escuela. Hay nuevos lenguajes que los estudiantes aprenden y se apropian con una rapidez inusual, además de la incapacidad del discurso adulto para convencer a los jóvenes y de la caducidad de algunas normas.
<b>La máquina de estafar</b>
Es muy común escuchar a los jóvenes relatando maneras de “zafar” en la escuela. Los ejemplos son muchos y variados, uno de los que ya quedó un tanto perimido, aunque sigue siendo muy usado, es la copia de una hoja ubicada debajo del banco en las pruebas escritas.
Una mención especial merecen los trabajos prácticos valorados como instrumentos de evaluación. La reproducción textual de Wikipedia o de “El rincón del vago” (Directorio en la web de apuntes, trabajos, monografías de y para estudiantes), son algunos de los más usados en el sistema educativo por los estudiantes, casi una constante no solo en el secundario, sino también en la Universidad. Y, si bien muchos docentes, especialmente del nivel superior, acostumbramos “googlear” algunas frases escritas en los trabajos para descubrir analogías entre lo presentado y la web, muchos casos pasan desapercibidos y el trabajo es aprobado sin participación alguna del o de los estudiantes. Un caso muy comentado en los medios años atrás fue el de la ministra de Educación alemana, a quien denunciaron de plagio por su tesis que le permitió obtener su título de doctora. Obviamente, renunció al cargo.
Sin embargo, hoy por hoy, las “estafas” son cada vez más sofisticadas e innovadoras, logrando burlar al docente, a través de invenciones cada vez más creativas, sumado a los dispositivos electrónicos que van surgiendo. Tal es el caso de una máquina que toma una imagen de un documento, la almacena en un archivo PDF, luego, a través de un software que está integrado con el escáner o fotocopiadora, el documento cede a los usuarios la posibilidad de convertirlo en editable en Word, es decir, permite todos los cambios necesarios para burlar hasta al más capacitado. En definitiva, los chicos de 13 o 14 años ya usan, en sus primeros años de secundario, una máquina que les permite copiar de un libro, editarlo fácilmente, sin perder tiempo de copiado, y presentar un trabajo práctico, por ejemplo, con sello propio reproducido totalmente de un libro o bajado íntegramente de Internet.
Frente a estas creaciones, se torna necesario pensar qué enseñamos cuando enseñamos y qué saberes valoramos en el aula. El aprendizaje memorístico, tan denostado, aparece nuevamente con otro formato en la escuela actual. No “repiten como loros”, pero “copian y pegan” textos que ni siquiera leen de antemano. Pero, lejos de echar culpas a los estudiantes, deberíamos poner en cuestión qué se pretende que el alumno aprenda en Biología, en Química o en Historia, si tan solo datos aislados, atomizados, o, por el contrario, desarrollar habilidades que le permitan una búsqueda exhaustiva en los distintos formatos (libros en papel o electrónicos, Internet, etc.) a fin de reflexionar sobre una porción de la realidad.
Si la escuela es la encargada de aportar nuevos modelos, el reto es convertirla en un proyecto abierto, un espacio de diálogo y confluencia entre profesores y estudiantes, no solo en una escucha paciente de alguien que tiene el saber o que dicta un trabajo a realizar en grupo. El desafío es pensarnos como docentes, en el marco de nuestra disciplina, para que los estudiantes le encuentren sentido a la materia, en particular, y a la escuela, en general, o vuelvan a ella los que se fueron; de esta manera, se rescata la función social del conocimiento y, por ende, se tiene una perspectiva mucho más compleja, abordando la clase desde lo individual, lo grupal, lo institucional y lo social.
Sin dudas de que no es fácil, ya no hay instituciones sólidas ni estudiantes que esperan con ávidos deseos de aprender, pero este es el desafío, buscar alternativas para aprovechar todos los momentos como instancias de aprendizaje y encontrarle un sentido al presente para poder creer que un futuro es posible.
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