Hace ya casi dos décadas atrás, un 27 de abril de 2003, los argentinos concurríamos a las urnas para elegir -una vez más- a quien ocuparía el “sillón de Rivadavia”. Por varias razones, no se trataba de una elección más: era la primera elección presidencial tras la catástrofe económica, social y política que había eclosionado en las trágicas jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001.
La historia es harto conocida. En un clima económico muy complejo, y ante el detonante de una serie de impopulares decisiones de política económica -que incluían medidas confiscatorias de los ahorros de los argentinos-, se desató una oleada de protestas ciudadanas que acabó con la renuncia del presidente De la Rúa. En el marco de una extendida frustración de las expectativas, la crisis de representación que se venía gestando varios años antes alcanzó niveles inéditos, sintetizándose en un grito de indignación que unía los piquetes de trabajadores desocupados con las plazas de la clase media: “Que se vayan todos”.
Después del tristemente célebre récord de cinco presidentes en una semana, y tras el interregno de un presidente electo por la Asamblea Legislativa que culminó antes de lo previsto tras la represión y asesinato de dos militantes sociales en el puente Pueyrredón de la Ciudad de Buenos Aires, Eduardo Duhalde convocó a elecciones presidenciales. Así fue como en un escenario de altísima fragmentación, el hasta entonces -para muchos- desconocido gobernador santacruceño Néstor Kirchner consiguió colarse en la segunda vuelta electoral con apenas el 21% de los sufragios. Esos votos, finalmente, lo convertirían en presidente ante la renuncia de su contrincante Carlos Menem.
Se trató, hasta la fecha, de la elección menos polarizada desde el retorno a la democracia: los dos candidatos que habían accedido al balotaje sumaban sólo el 46% de las preferencias. Otros tres candidatos superaban el 14% de los sufragios -López Murphy, Rodríguez Saá y Carrió-, mientras el radicalismo realizaba una de sus peores elecciones de la historia (2,34% con Leopoldo Moreau). Como se sabe, a pesar de la débil legitimad de origen, Kirchner logró con asombrosa rapidez y eficacia no sólo reconstruir la autoridad presidencial sino también dar forma a un proyecto político que habría de gobernar 12 años el país.
Desde entonces, la polarización electoral y discursiva fue ganando el centro de la escena política. Si bien el kirchnerismo se impuso con comodidad en las elecciones de 2007 y 2011, la sumatoria de votos de las dos primeras fuerzas fue muy superior a la del 2003 (69% aproximadamente). Y, en las presidenciales de 2015 y 2019, hubo ballotage. En la primera vuelta electoral de esta última se registró, además, la mayor polarización desde las elecciones de 1983: las dos principales ofertas electorales concitaron el 88% de los sufragios, apenas por debajo del 91% que sumaron Alfonsín y Luder en la primera elección de la democracia recuperada, y por encima del 86% que De la Rúa y Duhalde concentraron en 1999.
Como una suerte de deja vu en el marco de este profundo proceso de deterioro y decadencia que atraviesa nuestro país producto de una crisis que no sólo es económica y social, sino también política y moral, nos encaminamos a un proceso electoral que tiene evidentes reminiscencias con aquel de 2003.
En primer lugar, por el marcado clima negativo de la opinión pública, donde -según dan cuenta la gran mayoría de las encuestas- priman sentimientos de tristeza, desconfianza, frustración y enojo. En segundo lugar, por la alta fragmentación que se viene registrando al interior de las dos grandes coaliciones que han venido estructurando la dinámica política en los últimos años: signados por internas cuasi fratricidas, ambos espacios no logran dirimir las disputas internas por el liderazgo, generando una marcada fragmentación de la oferta electoral de cara a unas hipotéticas PASO. Y, en tercer lugar, en gran medida como consecuencia de este escenario de pesimismo, frustración y procrastinación de la clase dirigente tradicional, la irrupción de Javier Milei y el discurso antisistema, que también coadyuva a la fragmentación de las opciones electorales para 2023.
Los antagonismos kirchnerismo-antikirchnerismo y macrismo-antimacrismo, que supieron galvanizar los apoyos internos en ambas coaliciones, hoy no son suficientes para mantener la unidad interna ni para alzarse con una hipotética victoria electoral. Es más, en un clima de frustración y desilusión crecientes, con demandas y necesidades concretas y diferentes a las de otros procesos, la profundización de estos discursos y posicionamientos a todas luces extemporáneos evidencian -una vez más- lo alejada que está la agenda de una gran parte de la clase dirigente de las aspiraciones ciudadanas. En este marco, el kirchnerismo duro y macrismo duro aparecen como las dos caras de la moneda del fracaso argentino, poniendo en peligro no sólo la integridad de sus propias coaliciones sino profundizando el malestar y la desilusión de una gran parte de la sociedad.
Así las cosas, con un proceso electoral ya no tan lejano en el tiempo, el escenario está abierto. La sensación, al igual que en 2003, es que todo puede pasar: en un escenario de alta fragmentación de la oferta electoral, y en un clima de opinión donde priman los sentimientos negativos, podría haber sorpresas -como recientemente en Colombia- de cara a un probable balotaje. Ahora bien, una cosa es ganar en 2023, y otra muy diferente será gobernar un país que seguirá inmerso en una profunda crisis. Y aquí reside precisamente uno de los grandes dilemas del proceso electoral que se avecina.
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