Los discursos de odio no son una novedad. Tienen su historia. Rondan desde hace décadas y están contemplados en la legislación internacional sobre los Derechos Humanos porque constituyen, a las claras, un límite a la libertad de expresión. Su efecto es lesivo en múltiples niveles, en particular, si de las comunidades minoritarias y más vulnerables se trata.
Desde que la Argentina conquistó nuevos niveles en materia de derechos de las mujeres y diversidades, la Argentina vive un acoso permanente hacia esos grupos, que se ha intensificado luego de la despenalización y legalización del aborto. La instigación verbal a que terceros tomen en sus manos la ejecución de un acto de violencia contra estas minorías es el efecto más directo que este odio sembrado con palabras puede ocasionar.
Pero su incidencia permea hacia otras capas menos superficiales. La violencia y el abuso con el que lidian muchas mujeres y disidencias en las redes sociales, por caso, conduce muchas veces a la autocensura e, incluso, a una renuncia a seguir socializando a través de esos foros virtuales. La consecuencia inevitable es la degradación de nuestras democracias cuando los espacios seguros de expresión devienen en trampas de predadores y se diluye así la pluralidad de voces por mero temor.
Por eso cuando hablamos de discursos de odio de lo que hablamos es, en definitiva, de discursos que afectan la calidad democrática con un efecto directo sobre la salud física y mental de las personas destinatarias de las agresiones.
Regularlos es necesario
Contra la apropiación del concepto con fines partidarios, existen estándares internacionales de derechos humanos que delimitan lo que define a un discurso de odio propiamente dicho y que va más allá de la mera ofensa. Las expresiones de este tipo son aquellas que alientan la discriminación, la hostilidad y la violencia sobre la base del odio hacia un grupo determinado de personas. No es casualidad que el objeto de estas arremetidas suelan ser las mujeres, personas LGBTI+ migrantes, personas con discapacidad o afro-decendientes, entre otros.
Efectivamente, la libertad de expresión no es absoluta, y tampoco es censura si se denuncia a un periodista que en un programa prime time muestra una foto y da datos de una persona con nombre y apellido por ser feminista o perteneciente al colectivo LGTTIQ. No en el mundo real y del derecho.
En la era de las redes sociales y del avance de las comunicaciones las reglas no pueden ser las mismas que en 1980. Desde Amnistía Internacional no estamos a favor de la regulación de la libertad de expresión y nunca la promoveríamos, pero no tenemos dudas de que necesitamos debatir democráticamente qué hacer con los discursos que incitan al odio y sobre todo cuando limitan la expresión y discriminan a grupos minoritarios en una democracia.
Las alternativas son muchas. Es posible fijar sanciones de carácter administrativo, derecho a rectificación y réplica, entre otras, que en ningún caso tengan por objeto restringir la diseminación de ideas. También existen otras medidas legislativas y no legislativas que apuntan a la prevención y a contrarrestar la desigualdad estructural que conllevan las expresiones de esta naturaleza.
En Canadá, el Código Penal sanciona las expresiones que promuevan el odio contra un grupo identificable y que conduzcan con algún grado de probabilidad a actos violentos contra sus integrantes. También Australia y Nueva Zelanda cuentan con leyes regulatorias. En España, los delitos de odio están tipificados en el Código Penal y en el Reino Unido se prevé la aplicación de penas a quienes inciten a la discriminación o al odio racial, a la par que considera un delito la publicación o distribución de materiales escritos que resulten “una amenaza, o sean abusivos o insultantes”.
No se combaten los discursos de odio con penas, por el contrario creemos que una propuesta interesante es la de trabajar en desalentar su propagación. Por ejemplo, la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia (ECRI), plantea que el punto de partida es determinar las condiciones que propician estas expresiones y combatir enérgicamente su uso. Cortarlas de raíz. Y en esto juegan un rol fundamental los medios, actuando como propagadores en la cadena.
En un país plural y democrático, los medios deben representar a todas las voces de su sociedad. Y esto se puede conseguir a través de cupos que den visibilidad a las comunidades marginadas o la aplicación de códigos de conducta, dentro de las propias empresas, que incentiven a sus empleados a no reproducir prejuicios y estereotipos.
Redes, el nuevo campo
Por último, si hablamos de la conversación pública y los nuevos hábitos de consumo de información, asoma la problemática de qué hacer frente a las redes sociales como un punto de reunión cada vez más cotidiano para millones de personas en el mundo. La contracara de la interactividad que no conoce de fronteras es, en efecto, una mayor capacidad de reproducción y difusión de desinformaciones y discursos violentos y discriminatorios.
Las redes habilitan agresiones coordinadas, por ejemplo, a personas u organizaciones defensoras de derechos humanos, con la meta de silenciarlas o, al menos, disciplinarlas. Son discursos que, una vez en la nube, ya no pueden eliminarse con lo que su efecto es un eterno deja vu para las víctimas. También en estos casos se afecta la deliberación pública como piedra angular de la democracia.
Las redes sociales deben cumplir con ciertas normas de conducta: tienen que respetar y adoptar medidas concretas para no causar ni contribuir a la violación de derechos y hacer frente a sus efectos. Una forma de hacerlo es a través de mecanismos de denuncia y de moderación de contenidos con “criterio humano”, capacitado y con conocimiento del contexto. Hoy eso no existe y no es simple pues el poder de las empresas es abrumador.
En Alemania, existía una normativa para que las empresas de tecnología eliminen el contenido “obviamente ilegal” en un plazo no superior a 24 horas de su denuncia y revisen otros contenidos ilegales en no más de siete días. Pero un tribunal local declaró su inconstitucionalidad por adjudicar a las empresas una obligación que debiera corresponder al Estado.
Algo similar intentó Francia a través de la Ley Avía de 2020, fijando plazos para que las plataformas on line retiren contenido “manifiestamente ilegal” bajo advertencia de ser multadas. Allí también se la declaró inconstitucional la norma, por limitar innecesaria, desproporcionada e inapropiadamente la libertad de expresión y –de nuevo– transferir la responsabilidad estatal en los privados.
Si la Justicia entonces entiende que el Estado debe actuar, no debiera ser un problema –ni un costo político– hacerlo. Argentina tiene compromisos internacionales de protección de derechos humanos por lo que tiene el deber de combatir los discursos de odio, tanto para garantizar la pluralidad de voces en el debate público y la calidad democrática, como para garantizar la igualdad y no discriminación.
Contamos también con normas internas que hacen referencia a límites o consecuencias en el ejercicio del derecho a libertad de expresión, en nuestro Código Penal –delitos contra el honor, apología e incitación pública a la violencia – así como la Ley nacional 23.592 sobre actos discriminatorios que eleva las penas para cualquier delito cuando sea cometido por persecución, odio u intención de destruir a un grupo nacional, étnico, racial o religioso.
El desafío es del colectivo. Si lo asumimos así, quizás entonces podamos dar un primer paso seguro para poner fin a la construcción de prejuicios y estereotipos sobre la otredad que alimentan las voces más extremas en una sociedad.