Lamentablemente, la mayoría de los debates políticos en la actualidad están absolutamente polarizados, pero no siempre desde un antagonismo conceptual claro que permita un análisis constructivo. Parece que ya no hay “centro” y, en principio, esto se puede deber a las experiencias de centroderechas lavadas que gobernaron como socialdemocracias y centroizquierdas que sucumbieron ante las agendas socialistas más duras. Ejemplos abundan en todos lados, no solamente en Argentina donde el Partido Comunista es parte de un Frente de Todos gobernante, que llegó luego del fracaso económico de Mauricio Macri. Algo similar pasa en España, con la alianza del PSOE y la extrema izquierda de Podemos (que a diferencia de VOX nadie le dice “extrema”).
¿Qué ha quedado a grandes rasgos entre los que discuten apasionadamente política hoy? Curiosamente, se pueden evidenciar características comunes en las veredas opuestas de la polarización: hay una derecha delirante y poco culta que ve “globalismo” en todos lados, que el único valor claro que tiene es el anticomunismo, y una izquierda dogmática e hipócrita, que le da la espalda a la historia y la evidencia científica con tal de defender sus recetas fracasadas. Para el socialista contemporáneo, todos los demás son “fascistas de extrema derecha”. Si leyeran un manual básico de ciencias políticas, se darían cuenta que los “fachos” son ellos. Pensar que los fundadores del Partido Socialista en nuestro país, como entendían de economía, estaban en contra de la creación del Banco Central y a favor del comercio internacional. Nada ha quedado de la cultura y formación de cuadros como Juan B. Justo en la izquierda actual.
Cabe aclarar que esta crítica a dos espacios supuestamente antagónicos no es una apología al “centro-moderado” como concepto virtuoso. Esa idea que advierte sobre las supuestas amenazas de los “extremismos”. Tesis que mantienen muchos comunicadores de medios masivos, presos del pensamiento políticamente correcto.
La política se debe muchos debates revolucionarios e innovadores, que dejen atrás conceptos e instituciones arcaicas como los ministerios de educación, los monopolios monetarios, la “guerra contra las drogas” o las extralimitaciones de organizaciones internacionales financiadas por contribuyentes saqueados en todo el mundo. Para elevar la vara del debate, hay que llamar la atención sobre algunos conceptos que discuten los supuestos polos opuestos en la actualidad, si no queremos comenzar a transitar un camino de atraso y oscuridad.
El globalismo no existe (pero los efectos que generan los supuestos “globalistas”, sí)
Muchos de los que se denominan a sí mismos como derechistas en el debate actual suelen caer en un cliché reiterativo, que de a poco ha logrado instalarse en los medios y en la bibliografía: el concepto del “globalismo”. Una entelequia que, si uno la busca desde una mínima rigurosidad analítica, lo cierto es que no encuentra lo suficiente como para la existencia de la categorización. Sí es tangible (y preocupante) la influencia y las agendas de los supuestos “globalistas”, pero se trata de un fenómeno de raíz y de consecuencias diferentes. Ahora, si el globalismo no existe, ¿cómo es posible que sí aparezcan estos denominadores comunes que la derecha (con lógica) cuestiona en diferentes países del mundo?
El mundo civilizado, sobre todo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, ha impulsado instituciones trasnacionales con la finalidad de evitar en el futuro las tragedias de los nacionalismos fascistas que explotaron en las décadas del treinta y el cuarenta. Instituciones como las Naciones Unidas o la Unión Europea han conseguido varios de sus objetivos. Nadie puede negar que, más allá de los conflictos puntuales, durante los últimos setenta años ha imperado una paz inédita en lo que podríamos denominar como “Occidente”. Sin embargo, muchas de estas organizaciones han extendido sus tentáculos, generado agendas propias -la mayoría de corte izquierdista- causando reacciones lógicas (pero de implicancias inciertas a futuro) como la del Brexit, que podría no ser la última.
Es importante recalcar que, si queremos ser medianamente serios en el debate de las ciencias políticas, tenemos que buscar causas más concretas y reales que hablar sobre una élite globalista, que busca instaurar un gobierno mundial socialista. La existencia de ese grupo es una ridiculez semejante a otros delirios pasados, como el supuesto “Plan Andinia” de los judíos que querían apoderarse de la Patagonia argentina.
Puede que no sea casual que dentro de los grupos de la derecha más radical se escondan los antiguos antisemitas, que siguen buscando teorías conspirativas para darle sentido a su existencia. A diferencia de los fantasmas que imaginan, lo que sí existen son burocracias de organizaciones que manejan presupuestos millonarios, que están en manos de ideólogos que son en su gran mayoría de izquierda.
Entonces, en lugar de tratarse de una conspiración mundial, el sentido común evidencia otras cosas. En este caso, dos fenómenos interrelacionados que han generado dos externalidades negativas: la existencia de esta agenda socialista en Occidente y quienes quieren combatirla, pensando que es un enemigo que en realidad no existe. Claro que plantarse al “globalismo” le permite a la derecha más rancia ser difusa en sus propuestas, en búsqueda de las mayorías electorales para llegar al poder.
Como no dicen que quieren mezclar la religión con el Estado, argumentan que vienen a defender los valores cristianos. Como no explican que pretenden eliminar el matrimonio homosexual, aseguran que vienen a “defender a la familia”, como no dicen que están en contra de la eutanasia, mezclan la cuestión con el aborto, que nada tiene que ver. Mientras más ambiguo sea el enemigo globalista, más difusa puede ser estrategia para combatirlo. Claro que no todos los que caen en estos clichés son conscientes de este engaño. Ocurre lo mismo con los que compraron el buzón del “neoliberalismo” en la vereda de enfrente. Sí lo son los ideólogos de este espacio, que le copiaron una exitosa estrategia a la izquierda, a la hora de ampliar el plafón de llegada a las mayorías populares.
Estas organizaciones globales, que generan y promueven las políticas denominadas “globalistas”, manejan fortunas vía recursos fiscales de los países miembros, son filocomunistas. Pero lo son por las mismas causas de la llegada de esas ideas, por ejemplo, hasta al Vaticano. Lo mismo aplica para los periodistas de las cadenas internacionales de noticias o los profesores de las universidades privadas. Ni la prestigiosa Harvard se salvó de la infiltración marxista. En los años de la guerrilla comunista en América Latina, los militares llevaban a sacerdotes católicos para exorcizar las aulas de las escuelas, en pos de combatir el socialismo, al que consideraban casi un mal esotérico. Así que la problemática disociativa de la derecha entre amenazas concretas y los productos de su imaginación, no es nueva.
Todas las burocracias y organizaciones que manejan fondos públicos tienen tendencia a agrandarse y a generar argumentos que justifiquen su existencia y necesidad de ampliación permanente. Además, al ser instituciones globales, carecen hasta de los organismos concretos de control y auditoría que vigilen su funcionamiento. ¿En manos de quiénes están estas organizaciones? De la pseudointelectualidad progresista, que fue bombardeada por la más exitosa estrategia de inteligencia de la historia: la de la infiltración ideológica de la KGB en Estados Unidos y Occidente.
Como bien lo explicó el exespía soviético Yuri Bezmenov, la URSS dedicó la gran mayoría de sus recursos de inteligencia en la subversión ideológica del mundo capitalista. Aunque el comunismo fracasó como modelo político y económico (dejando atrás una tragedia en términos humanitarios), hay que reconocer que el éxito de la infiltración intelectual en Occidente fue total. La mayoría de los funcionarios de la ONU o los burócratas de la Unión Europea, que manejan estos presupuestos millonarios, para implementar ciertas agendas en los países donde ejercen influencia, son la segunda o tercera generación de “idiotas útiles”. Lamentablemente, la mayoría ya son irrecuperables en materia de formateo mental. No son parte de un complot internacional, ni mucho menos. Son los “dueños” de instituciones que merecen ser desfinanciadas en muchos de sus programas, desde políticas públicas racionales de los países miembros. No combatidas desde la negación de la virtuosísima globalización, para reemplazarla por un nacionalismo arcaico. Esas ideas fueron las que generaron en el mundo las tragedias sangrientas que concluyeron en la creación de estos organismos, lamentablemente hoy influenciadas por el viejo marxismo, pero con una gorda billetera.
Todo esto es parte del plan efectivo y eficiente de los agentes de inteligencia soviéticos, que llevan muertos más de medio siglo, pero con un éxito que ni se animaron a soñar en vida. Claro que hay un problema real que combatir desde lo que conocemos conceptualmente como “Occidente”. No es un enemigo imaginario llamado globalismo y no es desde el fracasado nacionalismo. Si esa llega a ser la hoja de ruta para combatir a la izquierda actual, el mundo estaría en un retroceso peligroso y en un loop del terror. La antítesis del socialismo es el liberalismo. Nunca el fascismo, que al fin y al cabo es colectivista como el comunismo.
El que no es de izquierda, es fascista
Si algo falta para complementar la decadencia del debate político, y los divagues retóricos de derecha, es el discurso falaz y demodé de un socialismo que está por recibir su segunda muerte. La primera fue la predecible hecatombe soviética, del experimento que se quedó en la “dictadura del proletariado” sin poder llegar nunca a la utopía comunista, pero dejando millones de muertos en el camino. La segunda viene de la mano de los gobiernos autoritarios que llegaron mediante elecciones, para luego instaurar dictaduras colectivistas, pero también de las socialdemocracias cooptadas por la izquierda dura.
Pero, sin percibir que están pasando de moda, los supuestos progresistas siguen con las falacias de hace dos décadas. Todos los que no piensan como ellos son “fascistas” y de “ultraderecha”. Estos términos, al igual que el absurdo globalismo, también llegó hace tiempo a las bibliografías, a los textos de formación y a los artículos periodísticos. En la gran mayoría de los medios de comunicación, se denomina al brasileño Jair Bolsonaro como de “extrema-derecha” o a la italiana Giorgia Meloni como “neofascita”. En materia de terminología política, muchas veces no hay diferencia entre los portales masivos y los pequeños medios de la izquierda marxista leninista.
Si vamos al origen de los términos “izquierda” y “derecha”, llegamos hasta los días de la Revolución Francesa. A la izquierda del parlamento, estaban los que planteaban erradicar los privilegios del antiguo régimen. A la derecha, los que buscaban mantenerlos. Que en el siglo XX se haya denominado al “capitalismo” (por así decirlo a grandes rasgos) como “la derecha” y al socialismo, como la izquierda, ya es avalar la visión del mundo desde la perspectiva soviética. Es reconocer al modelo de propiedad privada y economía de mercado como el universo de los privilegios de clase y al comunismo como la herramienta revolucionaria emancipadora.
¿En qué cabeza entra que una gestión como la de Bolsonaro, que terminó con muchos privilegios de los sindicatos y privatizó varias empresas estatales sea catalogada como funcional al statu quo? Aunque ponga los pelos de punta a los partidarios de Lula (y a los de Bolsonaro) técnicamente, la reacción “conservadora” es el intento de retorno del PT. Pero puede que muchos todavía no estén listos para este debate.
No menos delirante es la exclusiva categorización de “fascista” que le hace todo el espectro político, por ejemplo, a la nueva mandataria italiana. Si nos ponemos puntillosos para retroceder en el tiempo con el fin de asociar la fuerza política de Meloni con Mussolini, ¿qué tenemos para decir del Partido Justicialista argentino, que no solamente se creó a “imagen y semejanza” del proyecto del Duce, sino que sigue defendiendo las propuestas corporativas del fascismo original? Claro que hay cuestiones preocupantes en la nueva derecha italiana, pero es justo saber de qué lugar se la increpa. Sin dudas hay un retroceso en las instituciones democráticas cuando se mezclan cuestiones religiosas con las políticas públicas o los proyectos delirantes como rotular como delito penal la subrogación de vientre. Pero el cuestionamiento lógico de estos asuntos es el del liberalismo, del Estado laico, del gobierno limitado y de la economía de mercado. No del socialismo, que tiene tanto de fascista como la ultraderecha más rancia.
La característica más vigente del fascismo en las últimas décadas fue la imposición de los valores de la izquierda contemporánea a través del Estado, pero también mediante “la cultura de la cancelación”, también financiada en parte por fondos públicos. Pero, en lo concreto, ¿qué significa el fascismo conceptualmente? La simbiosis entre el Estado, el gobierno y el partido. Es decir, lo que representa la esvástica: la apropiación del todo por parte de una facción que dice representar al bien común. El nacionalsocialismo alemán o el fascismo italiano (de nuevo, en el marco conceptual) no es más que el kirchnerismo en su máxima consecuencia y expresión. No para exterminar a los judíos, para proliferar la raza aria o para invadir el mundo. Pero sí para adueñarse de los poderes del Estado en nombre del pueblo. Antes de la primera vuelta en Brasil, desde una universidad pública bonaerense, Axel Kicillof hizo un “cierre de campaña” en favor de Lula. ¿Qué es esto sino fascismo en su máximo esplendor? Paradójicamente, los asistentes del acto consideran que Bolsonaro era el fascista. Sí, los partidarios de un espacio político que usó el gobierno para la apropiación de las instituciones estatales. Los fascistas son ellos, pero se “autoperciben” demócratas. No lo son.
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