El 17 de octubre fue un extraño día de la lealtad para los peronistas. Lo celebraron divididos en cuatro actos diferentes y con el presidente, Alberto Fernández, en ninguno de ellos. Lo que va quedando claro con los años es que esta fecha jamás será el día de la concordia, porque en cada una de esas tribunas aprovechan para destrozar al adversario peronista de turno.
A un año de las elecciones presidenciales, la última batalla del peronismo quedó sentenciada el 17 de octubre. De un lado están Cristina Kirchner, su hijo Máximo y el kirchnerismo sindical. Y del otro están los eternos jefes de la CGT, a los que la inagotable picarezca peronista bautizó con el nombre de “Los Gordos”. Eran épocas en que el exceso de peso era sinónimo de prosperidad. No había bulliyng ni morfina con los muchachos de antes.
El acto de “Los Gordos” fue en el estadio Obras Sanitarias. Lo presidió Héctor Daer, de Sanidad, pero el reclamo más fuerte hacia Cristina lo hicieron Gerardo Martínez, del gremio de la Construcción, y Andrés “El Centauro” Rodríguez, de los estatales de UPCN. Los dos llevan 32 años al frente de sus sindicatos. Si los conociera, Vladimir Putin les pediría la receta de la eternidad. El jerarca ruso apenas lleva 18 en el poder y, si logra sobrevivir y concretar el genocidio de Ucrania, planea quedarse hasta 2036.
“Los Gordos” no perdieron demasiado el tiempo con el perjuicio que la inflación le provoca a los salarios de los trabajadores. La obsesión evidentemente es con el poder. Gerardo Martínez pidió que, en las boletas electorales del 2023, no los dejen afuera.
“Queremos poner concejales, legisladores provinciales, diputados y senadores nacionales”, enumeró Martínez con precisión de ingeniero en datos y para que nadie se confunda.
“Ambicionamos estar en la mesa de decisiones; no nos pueden dejar al margen. Está claro, queremos cargos. Pero no queremos más cargos a dedo”, aclaró Andrés Rodríguez, con idéntica claridad conceptual. Cargos si, pero no con el dedo kirchnerista. Argentinos, a las cosas. Ortega y Gasset estaría orgullo.
La respuesta llegó un par de horas después, desde la Plaza de Mayo. No esta Cristina, claro. Era Máximo Kirchner el que presidía el escenario, rodeado por los gremialistas que prefieren el cobijo kirchnerista. Hugo Yasky, de la CTA; Roberto Baradel, el sindicalista docente que nunca fue maestro; y la gran sorpresa: Pablo Moyano, el camionero que heredó el gremio de su padre Hugo y se aleja de la CGT para sumarse a la epopeya incierta del kirchnerismo. En un año sabrá si acertó o si se equivocó feo.
“El desafío por delante no es ver quién tiene lugar en las listas”, arrancó Máximo, el encargado de anotar con una birome el nombre de los que quedan en las listas de candidatos que bendice Cristina en cada elección. Y enseguida le apuntó al lugar que más les duele a los gremialistas. El de los retrasos salariales.
“Los mismos trabajadores que aceptaron durante la pandemia un descuento en el salario, entendiendo que al no asistir a su trabajo era la mejor manera de contribuir a la Patria, esos trabajadores son los que hoy están esperando de una buena vez que dejen de traicionarlos porque son difíciles las peleas
Con esas palabras, el hijo de los Kirchner los acusaba de traidores. Una escarapela que ningún sindicalista veterano quiere que le cuelguen, y mucho menos en el día de la lealtad.
No está mal el sinceramiento de los Kirchner y el de “Los Gordos” de la CGT. A esta altura, causa un poco de vergüenza que se arrojen unos a otros acusaciones por la situación de los salarios, las jubilaciones, el impuesto a las Ganancias o el costo de vida.
Sobre todo porque ninguno de ellos sufre las privaciones por las que pasan quienes deben soportar cada día el desgaste de la inflación, la suba de las tarifas de la luz o del transporte, y la estampida de precios cada vez que se disparan los múltiples dólares con los que el peronismo ahoga al mercado financie
Los Gerardo Martínez, los Armando Cavalieri, pero también los Moyano, exhiben la solidez de sus patrimonios acumulados durante tres décadas y nunca expuestos ante el Estado porque ninguno de los gobiernos pudo aprobar jamás las leyes para que los sindicalistas deban hacer públicas sus declaraciones juradas.
El último escándalo lo tuvo como protagonista a Andrés Rodríguez. Mientras “El Centauro” reclamaba más lugares en las listas de candidatos y acusaba al Fondo Monetario de los males de la Argentina, en las redes sociales se hacían virales las fotos y los videos del Audi 6 del que se bajó para entrar caminando a Obras Sanitarias. Una joya de la industria automotriz alemana que ronda los 180.000 dólares si se la compra cero kilómetro.
Del otro lado, tampoco se puede tapar el sol con las manos. Máximo declaró un patrimonio de 523 millones de pesos en la última presentación ante la Oficina Anticorrupción, la mitad de la herencia familiar que le cedió Cristina a cada uno de sus hijos en 2016. De todos modos, la Vicepresidenta logró sumar desde entonces algunos ahorros que le permitieron llegar a un poco más de 48 millones, según la declaración más reciente.
La única verdad es la realidad, decía Juan Domingo Perón, cuando los televisores eran en blanco y negro. Pero las cosas han cambiado mucho desde entonces. La batalla por el poder que se acaba de desatar entre los Kirchner, los Moyano y “Los Gordos” de la CGT es una ahora verdadera contienda de millonarios.
Y si hay un síntoma potente de la decadencia argentina, es ése. Porque la exhibición patrimonial se produce en un país que alcanzó casi el 37% de pobreza en el primer semestre del año, y que ya cruzó la barrera del 40% en este mes, según lo reconoce el Observatorio de Pobreza de la Universidad Católica Argentina.
El miércoles por la tarde, el Indec informó que una familia debe tener ingresos por $ 198.120 para ser considerada de clase media y alcanzar al menos $ 128.214 para no ser considerada pobre. La pobreza crece cada día que aumenta la inflación en la Argentina. Y la inflación, este año, va a superar el 100%.
Son cifras que transforman en obscena la batalla descarnada por el poder, que sin embargo continúa. El kirchnerismo se reunirá el 5 de noviembre para definir la estrategia electoral del año próximo. Tiene que decidir si logra el número en el Congreso para suspender las PASO y quienes serán los candidatos en los dos distritos que más le importan. Los intendentes del Gran Buenos Aires prefieren refugiarse en sus distritos y Axel Kicillof va quedando como la única opción para la Provincia.
Es la victoria que necesitan, desesperadamente, Cristina y el kirchnerismo para mantener las cajas del poder si sobreviene la derrota a nivel nacional. Para colmo, la Vicepresidenta va camino a recibir una condena a prisión por la causa Vialidad, en la que el fiscal Diego Luciani le pidió doce años de cárcel por corrupción en el manejo de la obra pública. Esa la hipótesis de mínima.
<b>Ya ni siquiera están seguros de Lula</b>
La gran ilusión regional que era subirse a la victoria de Lula en el ballotage de Brasil el 30 de octubre para lanzar otra postulación presidencial de Cristina empieza a parecerse cada vez más a una utopía para los kirchneristas que no dejan de mirar las encuestas.
“Ahora ya ni siquiera estamos seguros de que pueda ganar Lula”, se resigna un incondicional de la Vicepresidenta, que cambió el ánimo para mal el domingo que Jair Bolsonaro desafió los pronósticos previos y se acercó a cinco puntos del ganador.
El plan de Cristina y Máximo es correr por izquierda al Gobierno, como si ellos no fueran parte del fracaso de Alberto Fernández. Y presionar a Sergio Massa para asegurarse de que sus medidas, aún cuando logren calmar la desesperante situación socio económica, no le alcancen para convertirse en un candidato presidencial inevitable para los restos del Frente de Todos.
En la vereda de enfrente del kirchnerismo, “Los Gordos” también abandonaron definitivamente el barco de Alberto Fernández hace un par de semanas, cuando el Presidente lo recibió a solas a Pablo Moyano un día después de haberlos recibido a ellos en la Quinta de Olivos. Lo sintieron como una traición. Por eso, el 17 de octubre en Obras Sanitarias, el gremialista de las estaciones de servicio, Carlos Acuña, dijo sin que le temblara un músculo.
“Nos gusta Sergio Massa como candidato a presidente; agarró un fierro caliente de otros que se fueron corriendo”, lanzó en el fragor de Obras Sanitarias. Acuña fue el primero, pero no sería el último. El resto de los jefes de la CGT se inclinaría también por la figura del ministro de Economía, que cuenta desde siempre con el respaldo incondicional del eterno Luis Barrionuevo.
El último eslabón de este peronismo en retroceso acelerado lo constituyen los grupos piqueteros, que el 17 de octubre dejaron de lado al kirchnerismo en la Plaza de Mayo para acobacharse en el estadio de Laferrere, en el corazón de La Matanza. Allí hicieron causa comun los integrantes del Movimiento Evita, encabezados por Fernando “El Chino” Navarro y Emilio Pérsico, cuya esposa (la dirigente Patricia Cubría), pretende ser candidata a intendenta para enfrentar al poder que allí representan desde hace muchos años el intendente Fernando Espinosa y la vicegobernadora bonaerense, Verónica Magario. Y se sumaron Barrios de Pie y la Corriente Clasista y Combativa, el corazón del piqueterismo.
“No hay lugar para que tres o cuatro dirigentes decidan la vida política de un partido en una pieza cerrada con una lapicera”, es la frase del Chino Navarro en estos días. Y esos tres o cuatro dirigentes pueden resumirse en dos nombres. Cristina y Máximo Kirchner. Estos grupos están armando un partido político al que llaman “Partido de los Comunes” para pelear su poder propio dentro del peronismo. Su candidato 2023 era Alberto Fernández, pero saben que ya es tiempo de encontrar otra alternativa.
El peronismo de esta etapa final de Alberto y Cristina se ha convertido en una trinchera de dirigentes replegados. Se refugia cada uno en donde puede. Se fue Juan Zabaleta del ministerio de Desarrollo para tratar de recuperar Hurlingham, y se irá pronto el Jefe de Gabinete, Juan Manzur, para recuperar Tucumán; se iría Jorge Ferraresi del ministerio de Vivienda, para recuperar Avellaneda, y también Gabriel Katopodis, de Obras Públicas, para mantener la intendencia de San Martín. Quedarse en el Gobierno para los peronistas parece una condena a irse pronto del poder.
También los gobernadores se repliegan en sus provincias y en el silencio. Y todos se dejan llevar por la corriente como si la derrota final fuera inevitable. De vez en cuando aparecen voces disonantes, pero terminan sumando a la confusión general.
Es el caso de Facundo Moyano, quien el 17 de octubre apareció con un discurso más fuerte que el de muchos opositores. Liviano por haber renunciado a su banca de diputado, el hijo racional de Hugo Moyano hablaba con María Laura Santillán por CNN Radio desde la Plaza de Mayo, donde La Cámpora preparaba su acto.
“La Campora es el Gobierno y es el poder; es parte de este fracaso. Y este gobierno no es el peronismo; es la izquierda, que tiene un concepto de igualar para abajo y el peronismo es movilidad social ascendente. Los empresarios no dirigen la Anses; la dirige La Cámpora y los jubilados tienen ingresos por debajo de la línea de indigencia”, repetía Facundo, mientras atronaban los bombos de los Camioneros, que lidera su hermano Pablo. Y mientras Máximo Kirchner caminaba hacia el palco.
Las batallas del peronismo han sido así muchas veces en la historia. Confusas, contradictorias e imposibles de explicar a quienes no han vivido en la Argentina. El drama es que esta vez se trata de una guerra entre dirigentes tan prósperos y tan enceguecidos por el poder, que ni siquiera se dan cuenta que lo hacen sobre el barro de una sociedad empobrecida.
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