Todo lo que aprendió mi nieto con las figuritas del Mundial

A partir de la fiebre por completar el álbum, mi nieto de 10 años adquirió muchas herramientas que no tenía y le van a servir para la vida. Una recompensa que jamás imaginé

Mi nieto armando su álbum (Patricia Kolesnicov)

No voy a hablar de Geografía seguro, pero no lo descarten: esta semana mi nieto de 10 años nos invitó a jugar “a los países” -decís una letra, hay que nombrar países como en un tutti frutti- y nos dio una paliza. Sabe los nombres, sabe en qué continente están, alguna cosita más. ¿Un gran logro de su escuela? No, es que hace semanas que tiene la cabeza puesta en el álbum de figuritas del mundial.

De pronto, el chico ahorra cada peso que recolecta, establece un objetivo -”cuando llego a 1500, compro”-, toma decisiones. Como es argentino, entendió que no le conviene esperar indefinidamente para hacerse de los sobrecitos deseados. No sólo porque se muere por ir al kiosco -que también- sino, sobre todo, porque los precios suben en unos días y le darán menos paquetes por el billete que le puso la bisabuela en la mano antes de irse el domingo: una lección simple y práctica de estrategias en tiempos de inflación.

En estos días hablamos de los precios fijos y los precios reales. ¿Cuánto vale un paquete? En el kiosco, de manera regular, 150 pesos. Pero, claro, no hay. Por fuera, por izquierda, no se paga por las figus blue menos de 250 mangos. Vale 150 pero no están en ninguna parte y, abracadabra, aparecen a 250. Entonces, ¿cuál es el precio? Diez años tiene y entiende.

La selección Argentina en el álbum de figuritas

Pasan otras cosas: el enano -que si es para la escuela trata de hacer geometría sin regla y a ojo- se vuelve un dechado de prolijidad y método para pegar las figuritas autoadhesivas. Ojalá tratara a su carpeta como trata al álbum. Para las caras de los jugadores, el chico impulsivo y apurado tiene método: separa por países, ordena por números, calcula cuánto avanzó y cuánto falta. Suma, resta, hasta intenta hacer porcentajes. Teléfono, maestros.

El domingo no hay manera de no llevarlo al Parque Rivadavia a la ceremonia del cambio de figuritas (¿habrá lugares así en otros países?). Allí, una multitud se cruza con los pilones en la mano. Uno deambula, va mirando a los otros, se para con quien le pinte. Algunas transacciones son simples: cada uno se fija si le sirve algo de lo que tiene el otro, una figu va y otra viene y listo. Pero ¿y si tenés una de Argentina? ¿Y si es Messi? ¿Y si te falta una dorada? No todas valen lo mismo ni todos quieren simplemente cambiar sin sacar partido.

El nene aprende eso, primero. Que hay quien cambia parejo y quien quiere dos, tres, cinco, ocho por una. Aprende cuándo está dispuesto a pagar eso, cuándo ceder es ganar -porque completa un país o porque lo pone contento tenerla- y cuándo no vale la pena. Aprende a mirar a los ojos del otro y saber si es un abuso. A diferenciar buena gente de mala gente. Aprende que hay vida fuera de las pantallas y que puede ser feliz en esa vida.

(Gastón Taylor)

En ese ratito en la plaza, mi nieto aprende a decir que no y a poner sus condiciones. Aprende a valorar lo que tiene. A controlar la ansiedad. Y cuánto dará por su deseo (aprende que el deseo tiene un costo).

Ustedes dirán que exagero, que demasiadas virtudes para un álbum que, además, creó una especie de histeria a fuerza de escasez y al que -¿pasará en otros lugares- también se prendieron veinteañeros, treintañeros y más.

Mamá, papá, abuelos y abuelas, nenes y nenas juntos, comparando álbumes, anotando las que se consiguieron en aplicaciones creadas especialmente para eso, celebrando que justo el nene de más allá -o el grandote de acá nomás- tenía esa, la difícil, la que completaba Argentina.

Cosas que se aprenden pasión mediante.

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