En el año 2003 se estrenaba en las salas cinematográficas La sonrisa de la Mona Lisa. Para muchos era una versión para mujeres de La sociedad de los poetas muertos, el exitazo de 1989 protagonizado por Robin Williams. En La sonrisa, Katherine Watson una profesora de arte encarnada por Julia Roberts, llegaba a una escuela de señoritas y las incentivaba a pensar por sí mismas y cambiar ese destino de amas de casa o floreros de lujo para el que se las preparaba. Y lo lograba. Elizabeth “Betty” Warren, el personaje de Kirsten Dunst conseguía romper mandatos familiares y matrimonio arreglado. Como Giselle Levy, Maggie Gyllenhaal pasaba del rol de “escandalosa” a dueña de su vida. Entre esas jóvenes que buscaban su empoderamiento, Julia Stiles metida en la piel de Joan Brandwyn pasó más desapercibida.
Joan Brandwyn era una estudiante que mostraba una inteligencia singular tanto que le permitía ser aceptada en una de las universidades más prestigiosas. Cuando la docente quiere felicitarla por su logro, la alumna le dice que está buenísimo haber entrado a la facultad, pero que ella lo que quiere es casarse con su novio del que está genuina y libremente enamorada y formar una familia. La profesora la mira sin entender y ella no entiende que es lo que no entiende su profesora. Sin embargo respetan sus opciones y se funden en un abrazo.
Traigo esta película a cuento porque en los tiempos que corren hoy muchas veces las que como el personaje de Joan elegimos ser mamás, más que un abrazo recibimos miradas indulgentes e incluso reprobatorias y hasta alguna calificación de “machiconservadoras”.
Tengo 56 años y si pudiera volver a elegir cómo armar mi vida no volvería a vivir en el barrio que crecí, no estudiaría en la escuela a la que fui, diría “sí” a muchas cosas que dije “no” y “no” a muchas cosas que dije “sí”. Mirando atrás, no trabajaría en muchos sitios donde trabajé ni me acostaría con varios de los señores con los que me acosté. No creería determinadas historias ni votaría a determinados políticos, pero realizaría los mismos viajes, volvería a ver casi todas las películas que vi, leería la mayoría de los libros que leí y conservaría las amigas que tengo sin preocuparme por recuperar otras. Entre mis no, mis sí y mis tal vez, lo que elegiría y repetiría una y mil veces sería ser mamá.
Fui mamá a los 41 y gracias a la ayuda de la ciencia. Necesité tres tratamientos para quedar embarazada y llegó un embarazo doble. El día del parto -que no fue respetado- una de las obstetras al enterarse que sería mamá de mellizos me contó lo agotada que estaba con su maternidad, lo terrible que eran sus días… Recuerdo que sentada en la camilla y mientras me daban la peridural solo quería huir mientras pensaba “devuélvanme mi vida”.
Los primeros dos años fueron más agotadores que una condena a trabajos forzados en Siberia. Mi cuerpo jamás volvió a ser el mismo. El embarazo me dejó varios kilos demás que se “aquerenciaron” y mi cuerpo conserva la cicatriz de la cesárea.
De la maternidad -¿o de las condiciones en las que se materna?- odié llevar a los chicos al colegio, las reuniones de padres, los chats de mamis, la ropa manchada para siempre, dormir mal y peor, las invasiones familiares, las indiferencias familiares, la casa eternamente desordenada, los cumpleaños en peloteros, los juguetes con ruido, los piojos invencibles, no darme por años un baño de inmersión, que los chicos siempre necesitan jugar cuando necesito descansar, que se peleen, que griten, que demanden, inscribirlos en tres deportes y que no les guste ninguno, que digan “máááááááá” cada vez que no encuentran algo que tienen al lado, que me contesten “ya voyyyy” y nunca vengan, que se despierten cuando quiero dormir y duerman cuando los quiero despertar, que levanten fiebre justo cuando debo entregar una nota y mi marido viajó por trabajo y podría seguir enumerando “hasta el infinito y más allá”.
La maternidad me cansa, agota y hasta ¡me aburre! y sin embargo, soy feliz siendo mamá. Amo ver crecer a mis hijos, amo que me cuestionen, que me pregunten si no “puedo ser más normal”, ir con ellos al cine aunque antes eran las entrañables de Pixar y ahora las indescifrables de Marvel. Amo cuando estoy agotada del home office encontrar un cartelito desprolijo con un “te quiero”, adoro los abrazos pegoteados de cuando eran chicos y los reticentes de hoy que son adolescentes y también podría seguir enumerando “hasta el infinito y más allá”.
En mi experiencia personal e intransferible, la maternidad me despertó fortalezas que desconocía, redujo los ámbitos de melancolía y me expandió los de la alegría. Descubrí una paciencia que no creía tener pero sobre todo un amor tan visceral y único como jamás sentí. Volvería a ser mamá incluso si no me garantizaran que volvería a ser mamá de estos hijos a los que amo incondicional e infinitamente.
Me gusta ser mamá, soy feliz siendo mamá con todo y no a pesar de todo. Pero en los últimos tiempos parece que decirlo es políticamente incorrecto. Durante años, mejor expresado, siglos; las mujeres que pasaban determinada edad sin estar casadas eran miradas de mínima con lástima y de máxima, condenadas como parias, como si estuvieran “falladas”. Yo misma experimenté esa mirada cuando pasé los 35 sin pareja estable. Era una profesional, trabajaba en un medio exitoso, había viajado por varios lugares, accedido a mi departamento pero en las reuniones familiares la pregunta que se reiteraba era “¿Y, el novio para cuándo? Mirá que se te pasa el tiempo”. Era el siglo pasado.
Hoy algunas sentimos que nos fuimos al otro extremo. Si expresamos que nos gusta y disfrutamos de la maternidad en ocasiones no recibimos “sororidad” sino “acusaciones” de conservadoras. Casi a mediados del siglo XXI nos sentiremos igual de condenadas que las medievales. Eso sí, no nos pondrán la “I” de infieles sino la “M” de “Madres”.
Detesto y condeno cuando desde un medio de comunicación una mujer le aconseja a otras que “Empiecen por darse un baño, depilarse e ir a laburar”. Pero también detesto que cuando expreso que la maternidad para mí no es una condena, que no me arrepiento de ser mamá y que de todo lo que me gusta de mi vida lo que más me gusta es ser mamá, me miren con expresión de lástima o de superación y me manden a leer Simone de Beauvoir.
Sé que con esto que escribo me estoy exponiendo de un modo que quizá despierte broncas, cuestionamientos y hasta burlas. Quizá -o ni siquiera quizá- seguramente preciso una charla urgente de feminismo, pero me gusta pensar una sociedad donde la tolerancia se aplica. Donde se puede compartir una charla con el que piensa distinto y entender que distinto no siempre es sinónimo de equivocado.
Detesté cuando a los 35 años me condenaban por no ser madre y detesto que a los 56 me condenen por serlo. Porque ya sea madres o no, lo importante es “Que nada nos defina. Que nada nos sujete. Que sea la libertad nuestra propia sustancia”. Y no lo digo yo sino Simone de Beauvoir que ya la tenía clara cuando el mundo andaba mucho más a oscuras.
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