Es la historia de un jardín y un fruto.
El jardín era un sueño, de verdes y azules perfectos y de amaneceres eternos. Un hombre, una mujer, y la belleza de la creación frente a ellos. Todo sería para siempre. Los árboles más fantásticos y los frutos y fragancias más variadas embellecían ese huerto mágico. “De todo árbol del jardín podrán comer” (Gen 2:16), les había sido dicho. Pero había dos árboles en el centro del jardín que eran diferentes: El Árbol de la Vida y el Árbol del Conocimiento del bien y del mal. A esos dos árboles debían tenerles respeto. El primero, el de la Vida embellecía ese prado central del huerto. Y del segundo Árbol a su lado, la Voz celestial había pedido que no coman de él. Sin embargo, si la Voz había dicho al comienzo que de “todo” árbol podrían comer, sin dudas también estos dos eran parte de ese “todo”. Quizá sólo era cuestión de saber esperar, crecer y madurar. Como los frutos. El tiempo traería la comprensión para poder alcanzarlos.
Pero la paciencia, la pausa y el tiempo, no siempre son buenos amigos de la sed de alcanzarlo “todo”. Ese momento en que creemos que merecemos tenerlo todo, y ahora. Menos aún de la trampa a la que llevan los ojos. Entonces nace el deseo, la codicia, la falta, esa sensación de falsa urgencia y la estupidez. En ese momento la necesidad y la necedad de quererlo “todo”, entra por los ojos: “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella.” (Gen 3:6)
El pecado de ambos fue dejarse llevar por lo que ven los ojos. Y la torpeza (o la soberbia, quien sabe, a veces son tan parecidas) de haber tomado del fruto del Árbol del Conocimiento, dejando de lado el Árbol de la Vida. Dejaron a un costado la Vida, a cambio del deseo de sus ojos. Es por eso que cuando comen, tal como les había anticipado la Voz, mueren. Y al morir, les sucedió lo que sucede al morir. Pasaron a otro mundo. A este mundo. Sólo que ahora cargaban con una misión: la de reparar el error de la historia del jardín y su fruto.
Ya en esta tierra, deberían aprender a elegir primero el Árbol de la Vida. Ellos y nosotros, sus herederos. ¿Dónde se encuentra ese Árbol? Para la tradición judía el Libro Sagrado de la Torá es ese Árbol de Vida. “Etz Jaim Hi”, “Ella es el Árbol de la Vida”, describe el Libro de los Proverbios (3:18) a la Torá.
Elegir ese Árbol incluye abrevar de las raíces de la historia. Sentir cómo fluye por dentro la savia que nos hace, un alma buena. La que nos hace extender los brazos al mundo con ramas frondosas que den reparo en la sombra. La que nos transforma en seres agradecidos al ver crecer el fruto de nuestras manos. Comer del Árbol de la Vida es saberse parte de la plantación de un jardín. Un huerto que haga brotar de esta tierra una sociedad atravesada por la dimensión de la ética, la justicia, la equidad, el respeto a la diferencia, la igualdad de oportunidades y la paz.
La hoja de ruta para reparar la historia del jardín y el fruto. Después del episodio del Becerro de oro, Moisés vuelve a subir al Monte Sinaí para buscar las segundas Tablas de la Ley. El famoso momento en que baja con la Torá en sus manos es el Día del Perdón, Iom Kipur. El primer Día del Perdón de la historia. Donde el perdón repara para poder comenzar otra vez. El que ayuda a dejar partir, para tener el alma más liviana. El que nos habilita a recibir y tomar el fruto del Árbol de la Vida.
Es por eso, que apenas terminado el Día del Perdón llega la Fiesta de Sucot (Cabañas). Sucot se celebra dentro de cabañas construidas con plantas, ramas, frutos y aromas de eucalipto fresco. Sucot nos encuentra otra vez, en un Jardín. Rodeados de verdes hermosos, y de fragancias que nos devuelven a un tiempo guardado en rincones de la memoria. Ahora que comimos del Árbol de la Vida en el Día del Perdón, estamos listos para volver al Jardín en busca del fruto del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal.
Dentro de la Sucá encontramos ese fruto. Es uno de los símbolos más bellos de la Fiesta. Es el “Etrog”. Un fruto característico de la Tierra de Israel. Según el texto de la Torá que nos prescribe celebrar la Fiesta de Sucot, el Etrog debe tener una sola característica: debe ser un fruto hermoso (Pri etz hadar). Todo nos devuelve al comienzo, al origen, al Jardín. Volvemos al Jardín dentro de la Sucá y nos vuelven a poner un fruto que debemos ver “hermoso”. Otra vez los ojos. Otra vez la misma historia.
Solo que esta vez seremos más sabios. Ahora sabemos que hay otra manera de mirar el mundo. Ahora conocemos el bien y el mal porque nos caímos, nos volvimos a levantar y elegimos primero el fruto de la Vida nueva. Esta vez sabremos mirar con ojos de sabiduría el Jardín que teníamos en casa. Con ojos de alma. Ahora sabemos que podemos lograr otra altura espiritual para descubrir y redefinir qué era al fin, la verdadera belleza.
Amigos queridos. Amigos todos.
Que esta hermosa fiesta de Sucot nos haga agradecer los buenos frutos. La buena cosecha. Que sea tiempo en donde pedir por lluvias de abundancia para todas las tierras. Y que nos haga ver con ojos de alma la inmensa responsabilidad que tienen nuestras manos. Para volver a hacer de esta tierra, ese Jardín hermoso que espera su nueva siembra.
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