En los últimos días, las comunidades indígenas volvieron a estar en el foco de la agenda pública a partir del desalojo en la Lof Winkul Mapu de Bariloche. La sucesiva postergación de las políticas públicas que buscan garantizar los derechos constitucionales de los pueblos originarios, el deterioro de sus condiciones materiales de vida, la puja de intereses territoriales con sectores concentrados del poder económico y el desarrollo de discursos racistas, son algunas de las claves para entender la problemática de fondo que cada tanto emerge en forma de conflicto territorial.
La Constitución de 1853 ubicaba a los indios en las fronteras, y recomendaba mantener un trato pacífico y procurar su conversión al catolicismo. En el programa nacional que la animaba, “los indios” representaban un problema de seguridad, al ocupar espacios destinados a anexar al territorio nacional. Con fuerte sentido reparatorio, la Constitución de 1994 les prometió derechos colectivos, pero estos derechos, enumerados en el art. 75 inc. 17, tardan en llegar o en efectivizarse.
Una de las normativas que reglamentan estos derechos es la ley 26.160, sancionada en 2006, que declara la emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas originarias del país con personería jurídica inscripta en el Registro Nacional de Comunidades Indígenas, en organismo provincial competente o las preexistentes. El problema es que desde el momento de su sanción hasta la fecha, el Ejecutivo Nacional a través del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) no completó los relevamientos territoriales y por ese motivo la ley tuvo que prorrogarse tres veces. El año pasado, el Congreso directamente miró para otro lado, la prórroga tuvo media sanción en senadores pero no se trató en Diputados y el gobierno nacional tuvo que prorrogarla a través de un decreto de necesidad y urgencia, para evitar que se ejecuten desalojos suspendidos en todo el país.
Los pueblos originarios, con sus prácticas tradicionales y su especial relación con la tierra, cumplen una función vital para todos los habitantes de nuestra patria: evitar que el fin de lucro y la insensatez de una producción deshumanizada, termine con nuestras riquezas y degrade nuestro ambiente por completo. Los pueblos indígenas en Argentina están sufriendo el constante ataque de distintas formas de relación con los espacios que habitan, completamente distintas de las que ellos profesan. El modelo agroexportador, con su constante expansión sojera, la minería a cielo abierto y el petróleo, los proyectos de desarrollo inmobiliario, maderero, turístico, etc. amenazan todos los días y en todos los confines de nuestro país a los más de cuarenta pueblos que aún sobreviven en lo que hoy es Argentina.
Estas agresiones, que muchas veces tienen la complicidad de las fuerzas provinciales, son las que han obligado a incontables miembros de estos pueblos a abandonar sus campos, montes, mesetas, selvas y llanuras, para apiñarse en algunas de las ciudades de nuestro país, esperando mejor suerte. Se trata de un sistema de despojo que genera enfermedades, padecimientos y muertes y por ello no puede extrañarnos que los espacios rurales donde aún habitan estos pueblos sufren los peores índices en materia de indigencia y desnutrición.
Si están clausuradas, o sumamente dificultadas, las vías de derecho para acceder a los derechos colectivos como la propiedad comunitaria de la tierra, el respeto a su identidad cultural, la educación bilingüe e intercultural, la consulta y otros derechos, no es difícil comprender que discursos más radicales que promuevan acciones directas, tengan mayor pregnancia. Lo que cada tanto vemos emerger en la patagonia, en la selva misionera o en el chaco Salteño, son nada más que manifestaciones de esta lucha en la que los pueblos, con distintos estilos y mecanismos, reclaman el respeto a sus derechos colectivos y defienden su supervivencia.
A la luz del compromiso constitucional y la revisión de nuestro pasado en Argentina corresponde a los gobiernos aceptar la necesidad de coordinar acciones con las instituciones representativas de estos pueblos, repensar formas de diálogo, reformar instituciones, revisar prácticas. Debemos hacer funcionar las herramientas normativas y de política pública con las que cuenta el Estado Nacional.
El desarrollo de discursos racistas, de hostilidad hacia todas las manifestaciones de estos pueblos, la caracterización como terroristas y delincuentes, llegando incluso a la negación de su existencia, tiene nefastos reflejos en las instituciones. Una muestra de ello es evidente en la actuación de la Justicia en estas últimas horas en Bariloche, donde se niega a mujeres detenidas la garantía más básica de acceder a defensa legal, se las aleja de sus territorios, trasladándolas a más de 1500 kilómetros de distancia, y se invierte el principio de inocencia, entre otras atrocidades.
Si se elige negar los derechos indígenas, como proponen algunas y algunos dirigentes de nuestro país, no sólo estaremos yendo contra nuestra Constitución y varios Tratados Internacionales, también condenaremos a decenas de pueblos y a todos los habitantes de nuestro país a una constante e interminable contienda con daños de imposible mensura. Solo un diálogo basado en el cumplimiento de los derechos de los pueblos indígenas puede permitir disminuir la espiral de violencia que irresponsablemente algunos sectores azuzan.
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