La decadencia nos amenaza por negar las bases sobre las que se construyó nuestra cultura

Son los valores y no un plan económico lo que salvará a la Argentina. Cuando nos gane la desesperanza, recordemos que la historia nos muestra que, en momentos de fuertes crisis, el hombre reaccionó y las naciones, incluso la nuestra, dieron lugar a cambios importantes y a períodos de paz y prosperidad

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Juan Bautista Alberdi
Juan Bautista Alberdi

Como muchos argentinos, escucho a menudo dos frases que resumen una sensación cotidiana: “la Argentina es inviable, hay que irse” y “la grieta no nos deja avanzar”. Nos sentimos atrapados en una crisis que no parece tener solución. Nos gana la desesperanza porque “las cosas no se arreglan, o van para peor”; y nos agobia el enfrentamiento cotidiano, alimentado por nuestros principales gobernantes, en medios y redes sociales.

La buena noticia es que la historia nos muestra que, en momentos de fuertes crisis, el hombre también reaccionó y las naciones, incluso la nuestra, dieron lugar a cambios importantes que desembocaron en períodos de paz y prosperidad.

Vivimos un clima de polarización extrema que dificulta la discusión profunda, aun entre gente muy racional y preparada. En el 2021, previo a las elecciones, en ronda de amigos discutíamos la necesidad de apoyar dirigentes y nuevos candidatos que empezaban a poner el acento en las cuestiones de fondo sobre la base de los valores de nuestra Constitución, aun siendo partidos nuevos y muy chicos.

Hubo efectivamente candidatos que centraron su campaña no sólo en la importancia de mecanismos de control serios contra la corrupción política y el gasto público, sino también en las oportunidades, económicas y geopolíticas que tiene la Argentina en un nuevo escenario internacional, como lo hicimos hace 120 años, con una doble mirada: de competencia hacia afuera y de desarrollo y crecimiento hacia adentro. Y en este plano, una mirada crítica de la agenda 2030, y de la cuestión de la ideología de género, que se ha convertido en política de Estado con un abultado presupuesto, y consecuencias tremendas sobre el presente y futuro de la salud física y psíquica de muchos de nuestros jóvenes y niños.

En esas conversaciones, compartíamos el diagnóstico, pero no la solución. Algunos pensábamos que si al menos en elecciones “no presidenciables” votáramos estas propuestas, los partidos mayoritarios se contagiarían al observar que sus votantes cambiaban su voto poniendo el acento en las cuestiones de fondo. Es más, personalmente apoyé a uno de esos “partidos chicos” (frente NOS -Unión por el Futuro), como candidato a concejal en Tandil.

Sin embargo, la respuesta que recibía, aun de mis más cercanos amigos, era: “¿Sabés que pasa?, lo tuyo está muy bien, pero es testimonial. Lo importante es ganarles a ‘éstos’ o no dejar que ganen ‘los otros’”. Y ya sabemos que contra el marketing no se puede competir. Hubo candidatos de los partidos mayoritarios que, en un intento por captar el voto joven, hicieron del “goce” y del “porro” su lema de campaña y hoy son legisladores. Mi partido no pasó las PASO, valga la redundancia. Pero eso es anecdótico.

La campaña terminó y en 2022 la crisis se profundiza, la inflación crece y estamos más a la deriva que antes. Lo cual es lógico.

¿Por qué? ¿Cuál es nuestro talón de Aquiles? Nuestro principal problema reside en la “rebeldía” de haber decidido tirar por la ventana los valores fundacionales sobre los que se construyó la Nación Argentina. Y también las democracias de otros países hoy exitosos en el hemisferio norte.

Ya sé, ya sé… estarán pensando en la inmortal frase de Bill Clinton: “Es la Economía, estúpido”. Pero estaba equivocado, y no lo digo yo, sino la historia de su país.

¿Quién dice que los valores no son la base de los proyectos de acción política de un país? No nos referimos solamente a la honestidad en el desempeño de la función pública, sino también a la implementación de políticas que no contradigan los principios de nuestra constitución, como el derecho natural a la vida, el derecho de los padres a la educación de los hijos, la libre empresa, la libertad de culto, etc. Pero, particularmente hoy, hemos descuidado la responsabilidad, la idoneidad y la experiencia que se requieren para el ejercicio de cargos tanto públicos como privados, en especial cuando son “representativos”, delegados por los electores por medio del voto. Que es un voto de confianza, no lo olvidemos.

A esta altura, alguno me dirá: “Lo suyo es muy interesante, pero no lo veo posible, este país es inviable”. Esta es la frase del momento, la frase del derrotado, diría yo. Por eso quiero demostrarles que no estamos en un país inviable, ni en un callejón sin salida. Que además ya lo hemos resuelto antes, en el comienzo de nuestra historia. Tampoco seamos ingenuos; las cosas no se resolverán solas. Porque aunque tenemos abundantes recursos, no somos “un país rico” (es el trabajo lo que genera la riqueza), ni estamos “condenados al éxito”, otras dos frases de nuestro imaginario colectivo, inconsistentes con nuestra realidad.

Recordemos que una nación es un conjunto de hombres que viven en un mismo territorio, bajo un mismo gobierno nacional y que comparten una historia y un ideario que, en el caso de las naciones modernas, está plasmado en una Constitución. Las grietas que surgen dentro de una nación, por ideologías o caudillismos, dificultan no solamente la paz, sino también el crecimiento económico y el desarrollo. En muchos momentos de la historia estas grietas han llevado a guerras civiles tremendas (unitarios contra federales, guerra civil española, guerra de secesión en los EEUU, y una infinita lista) e incluso a guerras mundiales.

¿Y cuál es la cura para este mal? Sin duda la pacificación. Y para esto es necesario poner por delante los valores que garanticen la unidad y la paz, tales como el respeto, la solidaridad y la misericordia.

Veamos un ejemplo. En 1945, Europa estaba literalmente destruida por una guerra sin precedentes. Sin embargo, en pocas décadas, volvía a liderar el mundo en economía, ciencia y arte. ¿Cómo lo hicieron? Su reconstrucción se basó en el trabajo de cuatro hombres, los “padres de la Unión Europea”. El alemán Konrad Adenauer, el italiano Alcide De Gasperi y los franceses Robert Schuman y Jean Monnet. Estos hombres fueron voceros de una generación que comprendía que Europa no podía repetir el horror de otra guerra y que su futuro debía basarse en un trabajo conjunto entre los países, en un camino de solidaridad y reconciliación. Como subraya el español Manuel Sáez Álvarez, las ideas primigenias de la formación de una Europa unida nacieron de una visión cristiana, sobre todo por parte de Schuman y De Gasperi (ambos en proceso de beatificación). Adenauer, líder del milagro económico alemán de la posguerra, fundó la Democracia Cristiana, para unir a protestantes y católicos en un proyecto común, con base en sólidos valores. Lo mismo hizo De Gasperi en Italia. Recomiendo la lectura de la obra de estos hombres y del contexto en el que la hicieron. No hubo mayor grieta que la segunda guerra mundial, ni mayor sensación de falta de futuro en quienes veían en ruinas un sinnúmero de ciudades de Europa. Sin embargo, fueron los valores de la reconciliación y la misericordia los que se priorizaron para un futuro de paz y desarrollo. Comenzaron creando la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), entre Alemania, Francia e Italia, a la que se sumaron Holanda, Bélgica y Luxemburgo, para controlar en forma conjunta la materia prima principal para la fabricación de armas que pudieran dar lugar a otra guerra, pero además impulsar la generación de energía y maquinaria para la economía de esos países. Mucho después, en 1963, nació la Comunidad Económica Europea y más tarde la UE.

De izq a der: Alcide
De izq a der: Alcide de Gasperi, Konrad Adenauer y Robert Schuman, padres de la Unión Europea

¿Es posible esto en Argentina? Estos cambios fabulosos de Europa fueron impulsados por auténticos hombres de Estado, que construyeron poder institucional y no “personalismo”.

Escuchamos muchas veces, “acá hace falta un líder”, y es cierto. Un líder que encarne la voluntad de una generación, como en la Europa de posguerra. Pero cuidado con los personalismos. En los países que han tenido democracias fuertes, existen partidos con candidatos, y no candidatos que con su nombre se apropian de un partido. En Argentina, los partidos dejaron de ser tanques de pensamiento, o equipos de trabajo hace décadas, y han ido degenerando en trampolines para acceder al poder, de cualquier modo. Se han transformado en “apellidismos” (kirchnerismo o macrismo), una forma de caudillismos. Y el caudillismo es la antítesis de la institucionalidad. Prioriza “las mesas chicas” de un grupo cercano al caudillo que no tardan en convertirse en privilegiados, una vez ungidos por su líder.

La “mesa chica” termina, tarde o temprano, en un “diario de Yrigoyen”. El líder escucha lo que quiere escuchar, en lugar de lo que debe oír y analizar. Un país en el siglo XXI es demasiado complejo para que lo cambie una sola persona. Es tarea de muchos y demanda tiempo. Y en este punto la institucionalidad es la clave.

En las instituciones, públicas o privadas, la vocación de servicio de los hombres que las integran son el motor que las impulsan, pero los valores sobre las que se fundan son el combustible que le dan energía y continuidad.

Las instituciones que han perdurado fueron sin duda fundadas por un líder, pero su organización posterior les permitió continuar renovando sus filas detrás de una visión y misión, realizando una labor fecunda. Porque su base no es el carisma de una persona, sino la vocación al servicio de una misión que cumplir, un aporte a la sociedad presente y futura.

Hay innumerables casos, incluso en Argentina. Permítanme dar ejemplos del ámbito privado. El Movimiento CREA (Consorcio Regional de Experimentación Agrícola) con más de 60 años, fundado por Pablo Hary, tiene una estructura directiva rotativa, voluntaria y de decisiones por consenso y de alcance territorial, presente en 18 regiones, con una misma visión y misión. Otro ejemplo es ACDE (Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa) fundada por Enrique Shaw. Otro más actual es Conín, creada por Abel Albino, quien la sigue alentando, no como caudillo, sino como tutor en los distintos centros Conín del país, que crecen detrás de un ideario. No olvidemos la Fundación Favaloro.

Pongo estos ejemplos porque son de la Argentina actual y un aporte al desarrollo de nuestro país. Lo importante era sumar voluntades y perpetuar ideas y proyectos, y no perpetuarse ellos. Por eso existen AACREA, ACDE, Conin, Fundación Favaloro, y no el Harysmo, Shawismo, Albinismo o Favalorismo.

Para poder construir un futuro tenemos que estar dispuestos a poner nuestro trabajo al servicio de la nación y no de nuestros intereses particulares. El sentido de pertenencia a instituciones que se prestigian por la excelencia lograda a partir de haber perseguido las metas más altas es fundamental. Las instituciones (partidos políticos, universidades, organismos estatales, asociaciones civiles, etc) dan el marco y los medios para que hombres y mujeres se realicen en la construcción de algo superior, de metas que trascienden en el espacio y en el tiempo.

En un contexto egoísta, y hostil a lo eterno, no tiene sentido alguno trabajar para los demás o para los que vendrán. Si la vida termina en este mundo, y debo entonces ser feliz aquí y ahora, para qué sacrificar mi tiempo o mi trabajo para que otros sean felices. Tal vez no lo advertimos, pero año a año vamos siendo un poco más egoístas. Una sociedad que abraza el aborto y la eutanasia es una sociedad menos humana, que admite sacar del medio a otro ser humano por comodidad. Queremos menos hijos, menos enfermos que atender, menos ancianos que sostener y menos pobres que educar y acompañar en su desarrollo. Sin darnos cuenta, empujamos a nuestros hijos a que emigren a países que han conquistado con su esfuerzo estándares de vida mejores, en lugar de lograrlo aquí, con nuestro esfuerzo. Tal vez sin darnos cuenta nos vamos alejando de aquella Argentina que trabajaba para las generaciones futuras, y que lo hacía orgullosamente.

Hoy, mirándonos a nosotros mismos, estamos insatisfechos. Me animo a decir, en palabras de San Juan Pablo II, que el sentido de la vida, la felicidad plena, se explica por la “ley del don de sí mismo”. “Es un trágico error confundir la felicidad con el placer y la utilidad. ¿No es este trágico error la base de tanta desesperación y aburrimiento que a menudo podemos constatar en tantos espíritus juveniles?”, decía Juan Pablo II, un hombre que vivió una vida difícil en Polonia durante la guerra y luego bajo el comunismo.

Para Juan Pablo II, el
Para Juan Pablo II, el sentido de la vida, la felicidad plena, se explicaba por la “ley del don de sí mismo”. “Es un trágico error confundir la felicidad con el placer y la utilidad", decía

Las grandes naciones, las grandes instituciones, se construyen con un sinnúmero de hombres y mujeres excelentes que aportan con su trabajo a una meta común. Que no pueden hacerlo solos, sino en equipo, con conducta, responsabilidad e idoneidad. Con el orgullo de pertenecer a esos proyectos comunes, incluso con cierta “épica”. Hoy en día se busca ser “referente “, o a un referente. Los referentes sólidos son las instituciones, no personas aisladas. El egocentrismo, compatible con este momento egoísta de la historia, no entiende que dar lo mejor en equipo aporta más que la búsqueda personal de la fama, hoy más efímera que nunca, en redes donde se es “tendencia” por 24 horas o menos. Debemos recuperar la “épica” de construir la Argentina, para sumar a los jóvenes, nuestros hijos y nietos.

Esta cuestión es de extrema urgencia en nuestro país, desde la formación de nuevos dirigentes y partidos políticos, hasta la educación en las aulas de nuestros niños y jóvenes, que podrán ser grandes jugadores en el equipo de la sociedad argentina, o bien referentes sueltos en un mundo con “followers”, pero sin metas.

Miremos también nuestra historia, de la que tenemos mucho que aprender. La Argentina fue exitosa en un momento de su pasado, pero no por azar. Conquistó su independencia con la sangre de hombres que murieron anónimamente, por un futuro en libertad para las siguientes generaciones. No postergaron su heroica tarea por su bienestar, al contrario. Sin personalismos, con una idea común, discutiendo opciones, pero priorizando lo que los unía, la libertad y la independencia, y no los detalles que los dividían. No había belgranismo, ni sanmartinismo. Pero, una vez libres, nos faltó institucionalidad y nos tomó 40 años llegar a entender, ya por el absurdo de la sangre fraterna derramada, que una constitución era necesaria.

Y realmente se escribió una constitución excelente, que es nuestro contrato social, y que invoca “la protección de Dios como fuente de toda razón y justicia”. Y sobre ese contrato se empezó a construir en 1853 una nación que se puso la meta más alta de ese tiempo. Aquellos hombres, de pie en un desierto de pastizales con una población de un millón y medio de habitantes y sólo 15% de alfabetismo, dijeron que querían que esto fuera una nación próspera como las de Europa, suma de la cultura y progreso de la civilización occidental y cristiana de aquel tiempo.

No se fueron a vivir a Europa. Se pusieron al servicio para que algún día esto fuera una nación desarrollada y culta. Pusieron su foco en la educación, el trabajo y la ocupación del territorio siempre bajo una misma bandera y a la luz de la Constitución. Abrieron las fronteras a millones de pobres que quisieran trabajar y educarse bajo nuestro cielo. Y los que bajaron de los barcos, junto a los que ya estaban aquí, cinco décadas más tarde pudieron ver una Argentina que era la quinta economía del mundo. Sin duda con muchas otras cuestiones por resolver en aquel momento, porque no todo es la economía.

Para esos hombres lo importante era trabajar para las siguientes generaciones. Esa Argentina tenía hijos para quienes la vida tenía el “sentido de tarea”, “de camino”. Hoy centramos nuestra vida en la búsqueda del descanso y del bienestar, como si no hubiera ninguna tarea por realizar. Transformar, revertir esta larga crisis que nos impide ver el horizonte, es una tarea de una o más generaciones. Así fue en nuestro país en el pasado y en otros países también.

Lamentablemente, esa prosperidad pasada nos hizo olvidar gradualmente los valores que la generaron y nuevamente estamos como Sarmiento, Avellaneda y tantos otros, parados en la barbarie, pero esta vez sin metas altas. Si queremos ser una nación desarrollada, próspera, justa, libre y soberana, que brinde igualdad de oportunidades para nuestros hijos y nietos, debemos ponernos al servicio de estas metas.

Podrá separarse el Credo del Estado, pero no podemos separar la moral de la política, y la moral no existe sin Dios, como fuente de toda razón y justicia, como versa nuestro preámbulo. Por esta razón, cuando juran, nuestros funcionarios dicen: “Si así no lo hiciere, Dios y la Patria me lo demanden”. No sólo Argentina puso sus bases en esto, también la Unión Europea lo hizo a partir de 1946. No hablamos de un estado religioso o de un régimen teocrático, sino de democracias que han puesto a la justicia como límite al poder político, y esa justicia, con base en valores absolutos, en Dios.

No es casualidad que la decadencia amenace a nuestro país y a la misma Europa occidental actual, por negar y minar las bases sobre las que se construyó una cultura occidental y cristiana. Volver a poner en primer término los valores fundacionales, no es una cuestión “testimonial”, es la cuestión central para resurgir como la Nación que nos propusimos ser.

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