El guardapolvo y el pupitre fueron dos elementos fundantes de la escuela argentina. El primero, es uno de los grandes inventos de este país, junto al dulce de leche, la birome o el colectivo. Algunos creen que el impulsor del delantal fue Sarmiento, otros dicen que fue Pizzurno; pero, fue recién en 1913 cuando el Consejo Nacional de Educación propuso el uso de trajes sencillos para asistir a la institución educativa. Aunque recién se concretó cuando una maestra, Matilde Figueiras de Díaz, promovió el uso de los guardapolvos blancos. Este color fue elegido porque era el más económico y, además, por la visión higienista de la época; es decir la escuela funcionaba como un espacio de prevención de las enfermedades. Sin embargo, fue en 1942 cuando se convirtió en obligatorio para docentes y estudiantes y en el baluarte de una condición igualitaria que ocultaba las diferencias sociales.
Por otro lado, el pupitre también se convirtió en un emblema de la escuela del siglo pasado. Este mueble de madera rígido, con tapa y lugar para un tintero, fue el asiento que durante décadas usaron los estudiantes. Unos con otros “enganchados” formando una sola fila sin poder acercar o alejar según el gusto, la conveniencia o el tamaño del estudiante.
El banco de clase funcionó como disciplinamiento del cuerpo; cada niño, uno delante del otro, mirando la nuca del compañero, permanecía pasivo como un mero espectador, mientras la maestra narraba y disertaba su clase y ocupaba el lugar único del saber en una relación unilateral y verticalista con sus alumnos.
La escuela, como otras instituciones -la cárcel, el hospital o el cuartel- según Foucault, ejercían el poder sobre los cuerpos. Formar la fila, tomar distancia, sentarse derecho, cumplir con rutinas fijas y normas predeterminadas entendían a la institución escolar como ese espacio para ser productivos para el sistema. El buen alumno era quien tenía un cuerpo disciplinado, aceptaba imposiciones y cumplía las reglas; quien fuera indisciplinado, se consideraría el desviado y debía ser descartado del sistema educativo.
En un escrito, el filósofo Walter Benjamin remarca que convirtió su pupitre en un campo de acción para plasmar allí sus ocupaciones, tales como poner calcomanías, por ejemplo. Lo describe como una celda, comparable únicamente con los clérigos de los cuadros medievales sentados también en su reclinatorio, al igual que dentro de un caparazón. Finaliza el texto señalando que no había nada más confortante que estar encerrado de esta manera con todos los instrumentos de su tormento -cuadernos, compas, diccionarios, vocablos-.
El pupitre en nuestros recuerdos… ¿quién no rememora haber escrito un pupitre con el nombre de su enamorado o enamorada con un compás para eternizar el amor?, ¿quién no plasmó un dibujo mientras el profesor narraba la segunda guerra mundial?,¿quién no lo garabateó mientras el docente demostraba un teorema?
Hoy por hoy, ya no hay bancos rígidos como los de antaño, son movibles e invitan a trabajar colectivamente; sin embargo, en la mayoría de las clases el docente expone su clase magistral con la ilusión que los estudiantes entienden lo que dice y se vuelve a su casa creyendo que como explicó bien, el alumno aprendió. Pero lamentablemente, no siempre es así: puedo enseñar y el otro puede no aprender o el alumno puede haber estado allí todo el año y no haber alcanzado a comprender los contenidos mínimos. La cuestión será plantear otras estrategias, otros formatos para deconstruir la escuela, para romper esos discursos y esas prácticas hegemónicas que seguimos replicando a diario - a veces- inútilmente. Podremos comenzar a cambiar mirando los rostros y las singularidades de los estudiantes a fin de enseñar y aprender, como partes del círculo virtuoso de una escuela mejor.
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