Esta historia sucedió en la hermosa y mística ciudad de Praga. Mi gran amigo y maestro el Rabino Moishe Rojzman me la regaló en uno de nuestros mates. Es la del último año de vida de Franz Kafka, quien vivió en el corazón del barrio judío de la ciudad. Kafka enferma muy joven y pese a ser plenamente consciente de que tiene los días contados, todas las tardes sale a dar un paseo por el parque Steglitz, cercano a su casa.
Un día, en su caminata, se encuentra con una niña llorando. Kafka se acerca y descubre que la pequeña había perdido su muñeca. Él inventa una historia para explicarle lo que ha pasado. “Tu muñeca ha salido de viaje”, le dice. “¿Y cómo lo sabes?”, le pregunta la niña. “Porque me ha escrito una carta”, responde Kafka. La niña parece escéptica: “¿Tienes ahí la carta?”. “No, lo siento”, dice él, “la he dejado en mi casa sin darme cuenta, pero si quieres, mañana te la puedo traer.” Es tan persuasivo, que la niña ya no sabe qué pensar. ¿Es posible que ese hombre misterioso esté diciendo la verdad? Kafka entonces, cargado de una misión, vuelve a su casa para escribir la carta.
La situación requiere un verdadero trabajo de inspiración. Cada línea podría secar las lágrimas de la pequeña. Al día siguiente, Kafka vuelve apresuradamente al parque con la carta. La niña lo está esperando, y como todavía no sabe leer, él se la lee en voz alta: “La muñeca lo lamenta mucho, pero necesita salir y ver mundo, hacer nuevos amigos. No es que no te quiera, pero le hace falta un cambio de aire y por tanto deben separarse durante una temporada”.
La muñeca promete entonces a la niña que le escribirá todos los días y la mantendrá al corriente de todas sus actividades. Ahí es donde la historia empieza a llegar al alma. Impresiona que Kafka se tomara la molestia de escribir aquella primera carta, pero ahora se compromete a escribir otra cada día, exclusivamente para consolar a una niña desconocida, de parte de una muñeca imaginaria, en un parque cualquiera. En sus historias, la muñeca crece, va al colegio, conoce otra gente. Poco a poco, Kafka va preparando a la niña para el momento en que la muñeca desaparezca de su vida por siempre. Decide casar a la muñeca. Describe al joven del que se enamora, la boda en el campo, incluso la casa donde la muñeca vive ahora con su marido. Hasta que, en la última línea, la muñeca se despide de su antigua y querida amiga.
Para entonces, la niña ya no llora a la muñeca. Kafka le ha dado otra cosa a cambio. Le había regalado una inmensa enseñanza. Algo que quizá nos sirva a nosotros esta noche.
Tarde o temprano, nadie transcurre por esta vida sin haber perdido algo, o sea
Nadie tiene todo.
La niña recibió consuelo y apoyo de Kafka, pero nunca supo la verdad.
Nadie sabe todo.
La nena quiso recuperar esa muñeca, pero no pudo.
Nadie puede todo.
Veamos las tres verdades más de cerca: Nadie lo tiene todo, nadie, sin excepción. Desperdiciamos tiempo y desarrollamos creativamente nuevas fuentes de angustia gratuita, al imaginar que el resto del mundo, sí lo tiene todo. Nos comparamos con el afuera antes que con nosotros mismos. Entonces el jardín del vecino siempre está más verde. Pensamos que las fotos de sonrisas y tardes interminables de los demás en las redes sociales, demuestran una vida de completa satisfacción. Pero en las redes apenas muestran ese instante de tiempo que cada uno se permite compartir. Detrás de esa foto también hay alguien querido enfermo, un hijo lejos, alguien que partió y dejó una herida, o la tristeza que trae una desilusión. La vida es compleja para todos y nadie, nadie lo tiene todo. Lo único que sí tenemos todos son Tzures. Tzures son “problemas”, sólo que en idish suena más lindo. Cada uno con los suyos. Tenemos problemas, discusiones, dolores y distancias con quienes compartimos la vida, no con quienes viven enfrente. Por supuesto que creemos que los demás no los tienen, pero eso es sólo porque los espiamos por las redes. El Rabino Telushkin decía que su abuela siempre le recordaba que la única familia verdaderamente feliz que ella conocía, era una familia que no conocía muy bien. Nadie lo tiene todo.
La segunda lección es que nadie lo sabe todo. Están quienes creen tener todas las respuestas. Los que saben desde cómo estará el clima, por qué baja el Bitcoin, cuál es la mejor dieta, cómo llegar mejor que el Waze y hasta cómo actuar ante un fracaso.
En el Talmud hay una Brajá, para cuando se conoce a un hombre sabio: “Baruj atá…, she jalak mejojmató livasar” “Bendito seas, que le diste un ‘jelek’, una porción de tu sabiduría a los seres humanos”. Un Jelek, sólo una parte. Nadie fue bendecido con toda la sabiduría.
A veces, los hijos creen saber mucho más que los padres. Son tantas las veces que nos vemos obligados a permanecer en silencio, aun cuando vemos que están en medio de un error. En el otro extremo están los padres que quieren dirigir la vida completa de sus hijos, sólo porque creen también saberlo todo. A veces, la tiranía del que lo sabe todo está en la pareja, dejando al otro en un silencio que anula. Otras son en el trabajo o en la empresa, donde damos las mismas respuestas a nuevos paradigmas. La historia está llena de emprendimientos o de familias, que quebraron por personas que pensaban que lo sabían todo, y que, por lo tanto, no sabían de consejos ni de advertencias. Escuchar el “Jelek” del otro completa el propio. Nadie lo sabe todo.
La tercera es que nadie puede todo. O al menos, no solo. En la vida unas veces se gana y otras se pierde; unas veces se disfruta y otras se sufre; a veces lo logramos y tantas otras, tenemos que asumir que “no va a suceder”. No se puede tener todo en la vida porque la vida es una sucesión ininterrumpida de opciones: apenas elijo algo tengo que entender que no podré tener otros cientos de cosas. El paso del tiempo hace que haya cosas que no vamos a poder recuperar, que no vamos a poder tener o alcanzar.
Nadie lo tiene todo. Nadie lo sabe todo y nadie puede hacerlo todo. Trazamos el mapa de una vida que esperábamos, y que después no resultó justo como estaba planeado. Pero nadie dijo que los planes siempre salen como uno los proyecta. Es apenas una ilusión. Una ilusión a la que, si tomamos como la única posible, seguramente salgamos lastimados.
Oscar Wilde decía que el ser humano tiene dos tragedias: una es no tener lo que quiere y la otra es, tenerlo. Sépanlo, nunca va a ser suficiente. Sin embargo, si bien es cierto que no tenemos todo, tenemos lo suficiente. Tenemos un montón. Es cierto que No lo sabemos todo. Pero la vida nos trajo desafíos varios. Crecimos en cada caída y en cada decisión. Acumulamos experiencia, muchas veces en pruebas que no hubiésemos elegido nunca. Es cierto que No lo podemos todo. Pero la palabra “todo” sólo está en el diccionario. Lo que seguro podemos, es que podemos más. Que podemos mejor esta vez.
El largo día del Perdón está diseñado para invitarnos a transformarnos en personas más alertas a nuestras propias limitaciones. Para entonces emprender el desafío de ser almas con más poder sobre nosotros mismos. Con más saber espiritual. Y con la sensación de finalmente haber entendido, qué era tenerlo todo.
Te dejo este ejercicio: Todos tenemos prioridades. Esas que dan sentido a nuestra vida: ¡Identificá las tuyas! ¿Los hijos? ¿Los nietos? ¿Los viejos? ¿el amor? ¿El estudio? ¿Crecer espiritualmente? ¿Intelectualmente? ¿La salud del cuerpo? ¿La del alma? ¿Un compromiso social? ¿Cambiar el mundo? ¿Cuáles son?
Luego, abrí el calendario (hebreo) del año que acaba de terminar y fíjate si viviste de acuerdo con ellas. Día por día. Tomate el tiempo. No hay ninguna otra cosa por la que correr. Si identificas por un lado dónde invertir mejor, y por el otro en qué cosas dejar de ocupar el tiempo, entonces estás empezando a volver.
El ejercicio incluye escribir una carta estos días. Escribíle al niño que llora a solas dentro tuyo. Escribí lo que te propones dejar, dejar de buscar, de pretender, de pensar, eso que querés dejar atrás. Y escribí lo que pensás amar mejor, a qué o quienes le vas a dedicar más tiempo. Escribí esas prioridades por las que vas a vivir. Esas que te hacen saber que lo tenés todo y que vas a poder con todo.
Esa carta guardála. Guardala y volvé a abrirla el próximo Iom Kipur. Leéla el año que viene. Será como si Kafka desde la hermosa Praga, te estuviese dándo esa carta para hacerte crecer otra vez. Para hacerte creer otra vez. Porque Kipur es un paseo por un parque, a la espera de una carta que nos de una nueva vida.
Volver a creer. Volver a apostar, a reprogramar, a evaluar, a decidir mejor. Volver a entender que quizá no lo sepa todo, pero que eso me hace un buscador. Que quizá no lo tenga todo, pero que eso me hace más orgulloso de lo que logré. Que quizá no pueda todo, pero que tengo el poder de hacer este año, un gran año. Un año donde vivir según mis prioridades. Y entonces ser más sabio.
Amigos queridos, amigos todos.
¿Por qué no tenemos todo lo que queremos? Porque no queremos todo lo que tenemos. Pero si queremos todo lo que tenemos entonces, tenemos todo lo que queremos.
Que este año sea un tiempo en donde sepamos amar nuestro “Jelek”, nuestra parte.
Quizá eso sea de alguna manera, haberlo alcanzado, todo.
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