La historia de la humanidad puede relatarse, sin solución de continuidad, como una permanente lucha entre los ideales y los intereses. No hay esquema de análisis, de cualquier enfoque que se haga, que pueda eludir ese ejercicio de suma cero: sube uno, baja el otro.
Para cualquier país que se analice, el conjunto de sus ideales siempre es absolutamente más moralmente valioso que el de sus intereses. Es por eso que las ideologías suelen utilizarse como cínicas vestuaristas de cualquier acción basada en el más bajo de los intereses.
Washington puede condenar a Beijing por los uigures pero le molesta cualquier alusión sobre Guantánamo. Y China puede escandalizarse por la condena uigur pero promueve censuras por aberraciones como Guantánamo. El Reino Unido invoca virtuosamente el derecho a la autodeterminación en Malvinas pero tiró por la ventana a la autodeterminación y expulsó físicamente (¡en el siglo veinte!) a los habitantes mismos de Chagos, a las personas, para convertir a esas islas en una base militar norteamericana, que subsiste hasta hoy. Videla votaba en contra de inspecciones de la ONU a la Cuba de Fidel y los Castro votaban en contra de inspecciones al gobierno de Videla. Brasil registra algunas votaciones impecables pero que a nadie se le ocurra hablar de las quemas en la Amazonia, y tienen razón. Bolsonaro condenó políticamente la invasión rusa a Ucrania pero se abstuvo de sumarse a las restricciones económicas, obviamente debido a la importancia de su comercio con Moscú. Más cerca nuestro, amados vecinos cercanísimos apoyan nuestro reclamo de soberanía pero sirven con egoísmo a sus intereses nacionales permitiendo que aviones militares británicos se abastezcan en sus aeropuertos y construyen facilidades portuarias que favorecen exclusivamente a los pesqueros chinos, españoles y coreanos que nos roban nuestra riqueza ictícola en los mares del sur. Y como bien sabe el lector, esta lista podría continuar como un metro más de texto.
Con todo, un vistazo retrospectivo permite lugar al optimismo: en los últimos, digamos, cincuenta años, el contenido ético de las votaciones internacionales crece en detrimento de los crudos costados miserables.
En efecto, ¿cuándo hubo en el mundo tanto reclamo generalizado por los derechos humanos, el medio ambiente, la trata de personas o los derechos de las minorías? ¿Hablando francamente, quién sabía entre nosotros, hasta hoy, qué era un sufrido uigur?
Ahora lo aprendimos. Eso es debido a un progreso: al menos en Occidente, el poder todavía transita cansinamente por el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, pero ya funciona a todo vapor un cuarto Poder: la opinión pública, por ahora expresada a través del periodismo.
Es ese cuarto poder el que moviliza y jaquea a los otros tres cuando se produce alguna grosera violación a los principios. Repasemos rápidamente: hasta fines del siglo veinte no podía hablarse de violaciones a los derechos humanos (el medio ambiente, o el narcotráfico) porque las bellas conciencias progresistas oponían el sacrosanto principio de no injerencia en los asuntos internos de otro país. ¿Recuerdan el apartheid en Sudáfrica o los crímenes del estalinismo? Ahora, en cambio, injerimos en China por los maltratados uigures y nos escandalizamos si no termina en una condena. Y lo propio en cualquier parte del mundo. Eso es progreso.
El poder de la prensa salta a la vista apenas encendemos la televisión. Tres o cuatro periodistas hablan mucho más que el único invitado, pronuncian tonantes editoriales y después giran la cabeza al invitado para que diga, muy brevemente, si está o no de acuerdo con el tema que ellos eligieron tratar. Y vamos a un corte.
Impresiona como un desequilibrio del periodismo, pero los primeros pasos de todo fenómeno lo son. Y a la opinión pública le debemos la creciente elevación internacional de los ideales por sobre los intereses. Nada mal.
En ese marco, el asombroso tercer gobierno de Cristina Kirchner, titerizado por Alberto Fernández, acaba de “salvar” a China y Venezuela de la votación en Ginebra, donde Michelle Bachelet, entonces Alta Comisionada para Derechos Humanos de la ONU, dejó acumuladas numerosas pruebas, irrefutables, de reiteradas violaciones a los derechos humanos.
Es verdad que, en el caso uigur, Argentina no tiene en riesgo ningún interés nacional directo y, en cambio, es cierto que arriesga represalias comerciales y económicas de Beijín, pero cualquiera que escuchase la pobrísima argumentación del opaco representante diplomático nacional, seguramente sintió bastante incomodidad por traslucir más terror ante China que algún grado de respeto por los derechos humanos. A fin de cuentas, si aquí no respetamos a los quoms, a qué meternos con los lejanos uigures?
Pero el caso de Venezuela luce distinto. Es un escándalo moral inaceptable que en nombre de un país que debiera ser de todos, un gobierno en declive vote la protección política a un dictador de opereta como Nicolás Maduro, cuyas únicas virtudes reposan en el arcano de Pandora de un kirchnerismo cada día menos apoyado, incluso por sus votantes. El desconcepto gobernante es tal, que respecto de la sangrienta zarzuela de Maduro, en cuestión de semanas le hemos votado a favor y en contra y, en una ocasión, casi el mismo día en un sentido en la OEA y el opuesto en la ONU.
Aquí no caben consideraciones de que los intereses pueden pesar tanto como en el caso de los uigures. Venezuela es casi un vecino, la relación histórica, cultural, de todo tipo, con el pueblo venezolano es infinitamente más importante para lo que le quede de ética a la sociedad argentina. Para la hipocresía mundial reinante, respecto de los uigures parece aceptable aplicarse una mirada, en passant, de lavarse las manos. Para un país de nuestra región, terminantemente no.
Tal conducta se explica con facilidad: este gobierno no decide entre intereses e ideales. Define entre complicidades ideológicas con dictadores como Maduro y el terror que siente por sanciones de las grandes potencias. Han perjudicado tanto a nuestra soberanía, que votan un día temiendo a una sanción de los swaps de China y al otro para no irritar a Washington en el Fondo Monetario. No los mueve el honor sino el espanto. En el escenario internacional, hoy somos sobrevivientes, no protagonistas.
Sin embargo, a pesar de lo que sucedió anteayer en Ginebra, la importancia que se otorga a los ideales está creciendo en el mundo, lenta, pero en la buena dirección. Claro que no entre nosotros: con el kirchnerismo hemos perdido tanta capacidad de maniobra que, en la actual Argentina, no hay más lugar para los principios. Los uigures ya no nos quedan tan distantes.
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