En estos momentos nuevamente se manifiesta con toda su crudeza la sovietización en manos de Vladimir Putin que se traduce en un clima que ha ido en aumento desde el derrumbe del Muro de la Vergüenza. En una oportunidad cercana nos hemos referido a personalidades rusas pero en esta ocasión es pertinente recordar otras, ahora una triada muy especial de escritores de esa procedencia cuyos alaridos en defensa de la libertad resuenan cada vez con más fuerza en nuestros días.
En primer lugar a Vladimir Nabokov, exiliado a Estados Unidos donde enseñó en las universidades de Cornell y Stanford. Su Curso de literatura rusa abre con una lección introductoria donde se escribe sobre los “tentáculos obedientes guiados por el abotagado pulpo del Estado, han conseguido reducir cosa tan fiera, tan caprichosa y libre como es la literatura. Aún más, yo he aprendido a atesorar mi repugnancia porque sé que reaccionando tan vivamente conservo lo que puedo del espíritu de la literatura rusa. Después del derecho a crear, es el derecho a criticar el don más valioso que la libertad de pensamiento y de expresión puede ofrecer”, se refiere a lo que vivió en la URSS “la literatura no tiene otra función que la de ilustrar los anuncios de una empresa de tráfico de esclavos”, pero es similar a lo que se viene padeciendo bajo Putin y sus secuaces.
Y en su primera lección titulada “Escritores, censores y lectores rusos” concluye al evidenciar que “No rendir cuentas a nadie, ser vasallo y señor de sí mismo, y solo a mí mismo complacer, no doblegar ni la testuz ni el proyecto interior, ni la conciencia a cambio de lo que parece poder y no es sino librea de lacayo, seguir tranquilo la propia senda, admirando las bellezas divinas de la naturaleza y sentir cómo el alma se derrite al calor del designio inspirado por el hombre ¡esa es la bendición, ésos son los derechos!”.
En segundo lugar Leon Tolstoy. No nos vamos a concentrar aquí en sus llamaradas deístas, ni en ningún aspecto de la religiosidad iconoclasta de Tolstoy, ni a su propuesta anti-humana de renunciar a todo (paradójicamente, también al arte), ni tampoco dirigiremos nuestra atención a sus monumentos literarios de la majestuosidad, por ejemplo, de Ana Karenina el que, según el gran Stefan Zweig, constituye uno de los casos en el que se revela el ojo del autor como un espejo de sorprendente calidad. Más bien nosotros dirigimos la atención a los escritos en los que Tolstoy mira del otro lado del espejo, mira los aspectos morales específicamente referidos a su aversión por el poder como el uso de la fuerza contra otros. Dice en The Law of Love and the Law of Violence que “La esencia del error de todas las doctrinas políticas, desde las más conservadoras hasta las más avanzadas que ha conducido a la gente a la desafortunada situación en la que se encuentra, reside en el hecho de que mucha gente consideraba, y aún considera, que resulta posible unificar a todos a través de la violencia y la sumisión a una misma estructura de vida de conducta guiada”. En el magnífico Segundo Epílogo de La guerra y la paz Tolstoy explica, a lo Hayek, la presunción del conocimiento que implica el dirigir y planear la vida de otros, al tiempo que se burla del poder que detentan figuras consideradas “importantes” por no pocos historiadores. En una reciente reedición aparecida por la Universidad de Nebraska, en las extensas partes no-religiosas dedicadas a estudiar el significado de los impuestos y el servicio militar obligatorio, Tolstoy dice (en The Kingdom of God is Within You) que " El uso de la violencia es menos evidente cuando la llevan a cabo los gobiernos respecto de la situación en que un miembro de la sociedad recurre a ella directamente contra otro miembro, debido a que el primer caso está conectado con la sumisión y no a la lucha abierta, pero la violencia existe en ambos casos y, frecuentemente, en una mayor dosis en el primero”.
Ríos de tinta han dedicado autores como Tolstoy a explicar los fundamentos del respeto recíproco y no se trata de una butade sino que emana de convicciones profundas que este tipo de pensadores exhiben constantemente. Es posible que, en el caso de Tolstoy, parte de su fundamentación contraria a la propiedad la haya tomado de sus visitas a Proudhon y a Marx en Bruselas, sin embargo nada tiene de revolucionario en cuanto a la justificación del uso de la fuerza. Muy por el contrario, a diferencia de otros pensadores no marxistas que adhieren a la libertad pero rechazan la propiedad, Tolstoy era un pacifista radical. Igual que otros, sostenía que la propiedad es un instrumento de explotación. Una conjetura que nos parece válida es que los Tolstoy y compañía extrapolaban lo que sucedía con los señores feudales, los zares y los cortesanos: la propiedad era fruto de la rapiña aplicada contra los siervos y campesinos. En esa época aún no existía la bibliografía que hoy está disponible mostrando el significado y la importancia de aquella institución.
Hoy en día pasa algo semejante. Muchos de los que se llaman “de izquierda” también extrapolan la idea de propiedad a la explotación dado que, en una proporción muy alta, en algunos lares, la riqueza no es bien habida sino fruto de esquilmar a otros a través de favores gubernamentales y equivalentes. También en muchos de estos casos se observan preocupaciones respecto de las libertades individuales pero cuando se llega a la definición de la propiedad se muestran sumamente reacios a aceptarla, por lo menos de un modo extendido.
Tanto en la época de Tolstoy como en ésta, las corrientes de pensamiento que estamos aludiendo no parecen comprender el vínculo entre la propiedad privada y la libertad. No puede existir una sin la otra, empezando por la propiedad del propio cuerpo y la mente y el uso y la disposición del fruto del propio trabajo y, en general, lo adquirido lícitamente. La libertad es ausencia de coacción por parte de otros hombres y, para que tenga sentido, debe respetarse los diversos cursos lícitos de acción, es decir, aquellos que no lesionen derechos de otros. La propiedad privada desempeña un rol esencial en la transmisión de información a través de los precios. El uso y disposición de lo propio no sólo pone de manifiesto una decisión independiente por parte del sujeto actuante, sino que muestra las preferencias y deseos de la gente a los efectos de asignar adecuadamente los siempre escasos recursos, lo cual, a su turno, permite elevar las tasas de capitalización que son la causa de aumentos en los ingresos y salarios en términos reales. Más aún, nadie construiría una casa si sabe que los vecinos se la pueden arrebatar. Nadie produciría si sabe que esa producción será asignada según el criterio de otro.
Antes y ahora (aunque hoy con menos razones que antaño, debido a la antes mencionada profusión bibliográfica) la comunicación sobre la relevancia de la propiedad y su vínculo inseparable con la libertad personal resultaría mucho más fluida y fértil si no fuera por aquellos personajes que la juegan de capitalistas cuando en verdad son meros negociadores de privilegios. Como bien ha dicho el premio Nobel en economía George Stigler, con la mayor ingenuidad “muchos de esos empresarios han solicitado aquellos favores gubernamentales pensando que sólo ellos serían los beneficiarios y no otras empresas y sectores " sin percibir que “el Estado no es una concubina, sino una ramera” (Placeres y dolores del capitalismo moderno ).
La propiedad está indisolublemente atada a la libertad en el contexto de marcos institucionales que protejan el derecho de todos, de lo contrario se convierte en instrumento para el saqueo, tal como lo han presentado quienes se dicen socialistas sin percibir que se está hablando desde el costado liberal.
Por último Fedor Dostoievski sobre quien hemos escrito antes y que transmite una fuerza tal que deja electrizado al receptor, y cuando pinta un incendio las llamaradas envuelven a quien se adentra en la lectura de tal manera que el calor se mantiene en su piel eternamente. Tal es el caso de Dostoievski en “El Gran Inquisidor”, el capítulo quinto del libro quinto de Los hermanos Karamazov.
En Sevilla, en uno solo de aquellos actos criminales que aún hoy dejan estupefacto y boquiabierto a cualquiera que tenga algo de humano, “el cardenal Gran Inquisidor había hecho quemar poco menos de un centenar de herejes ad majorem gloriam Dei” después de lo cual se enfrentó con el mismísimo Cristo a quien le dijo que lo sometiera a un proceso inquisitorial y, como resultado del cual, le espetó: “te condenaré y te haré quemar en la hoguera como al más vil de los herejes”. El inquisidor siguió hablando de esta manera: “¿acaso has olvidado que la tranquilidad y hasta la muerte son más caros al hombre que la libre elección en el conocimiento del bien y del mal?” y más adelante sostuvo enfáticamente que la misión de la Iglesia es “enseñar a los hombres que lo importante no es la libre elección de los corazones y el amor, sino el misterio, al que deben someterse ciegamente, incluso a pesar de su conciencia. Eso es lo que hemos hecho. Nosotros hemos rectificado tu obra y la hemos basado en el milagro, en el misterio y en la autoridad. Los hombres se han puesto muy contentos al verse conducidos como un rebaño y al darse cuenta de que por fin se les ha retirado de los corazones aquel espantoso don que tantos sufrimientos les había acarreado” ya que los hombres buscan “un ser ante que inclinarse, un ser al que confiar la conciencia y también la manera de que todos se unan, al fin, en un hormiguero indiscutible, común y ordenado”. Y termina afirmando que los “persuadimos de que únicamente serán felices cuando renuncien a su libertad en favor nuestro y se sometan a nosotros”.
Esto que parece tan inaudito y chocante a los oídos de una persona normal ha sido y es la inclinación de una concepción desviada, truculenta y bochornosa de ideas religiosas trasnochadas pero no por ello poco difundidas de ambos lados del mostrador. Por un lado, no pocos de los representantes de la Iglesia que llevan en el pecho una fuerte inclinación totalitaria, si se les diera suficiente poder volverían a las tropelías y otra vez se olería carne asada y se oirían alaridos en medio de cánticos en latín e incienso con la intención de cubrir el horror. Del otro lado, lamentablemente también hay quienes se sienten aliviados cuando otros deciden por ellos respecto de sus propias conciencias. Se sienten aliviados de abdicar como seres humanos. Sin llegar a la carne asada, en la práctica, los rectificadores de Cristo achicharran el espíritu cada vez que proponen recurrir a la fuerza para hacer a palos lo que a su juicio es el bien, sin contemplar que la idea del cristianismo es la propia salvación o condena según los actos libres de cada uno.
Toda la filosofía cristiana se basa en la libertad. La noción de moral, de responsabilidad individual y la idea de castigo y premio eternos carecerían por completo de sentido sin libertad. No hay más que leer algo de la Biblia aunque más no sea en diagonal y superficialmente para constatar esta idea. Dostoievski hace que el Gran Inquisidor centre todo el proceso en las tres tentaciones de Cristo antes de su ministerio público, para lo que sin duda debió inspirarse en relatos como el de Mateo (4, 1-11). El resumen de este proceso es como a continuación se describe y, si bien se encuentra en la imaginación de Dostoievski, en los hechos está presente en los corazones de sacerdotes que actúan de modo concordante con esta “rectificación de Cristo” y, por tanto, resulta inicuo y lacerante para la humanidad.
El Gran Inquisidor le reprocha a Jesús las tres reacciones que tuvo frente a sendas tentaciones. Así, en el desierto, en pleno ayuno, se le sugirió que convierta las piedras en pan lo que rechazó debido a que no debe vedarse la posibilidad de elegir el propio camino -la libertad- a cambio de pan ya que “no sólo de pan vive el hombre”. Después es conducido al alero del templo en ciudad santa y lo invitan a que se arroje desde allí para demostrar cómo los ángeles lo protegen, lo que tampoco fue aceptado alegando que no debe hacerse un mal uso de los milagros sino que los principios deben comprenderse por la razón y el libre albedrío. Finalmente lo llevaron a lo alto de un monte y le dijeron que todos los reinos le pertenecerán y consecuentemente dominará el mundo si se postra ante el diablo, lo que también fue rechazado ya que no se debe adorar al poder sino a Dios como perfección.
Esta pincelada manejada con un pulso y una visión tan certera en Los hermanos Karamazov, pinta un cuadro que debiera mantenerse fresco en la memoria de aquellos que se resisten y se revelan con todas sus fuerzas a vivir como si no fueran seres racionales. Las enseñanzas morales del cristianismo no provienen del capricho que lamentablemente ha prevalecido (y prevalece) aquí y allá en estos ámbitos sino de la naturaleza de las cosas. Pero tal vez lo más notable de Dostoievski son algunos pasajes de Crimen y castigo, por ejemplo respecto a las cuidadas elaboraciones de uno se sus personajes respecto al interés personal puesto que “Todo el mundo está fundado en el interés personal. Añade la economía política que cuantas más fortunas privadas surjan en una sociedad […] más sólida y felizmente está organizada la sociedad. Así pues, al trabajar únicamente para mí, trabajo para todo el mundo y resulta que en última instancia mi prójimo recibe más.” Estas y otras consideraciones surgen de la influencia que tuvieron sobre el autor dos personas que fueron becados a Glasgow a la cátedra de Adam Smith por Catalina la Grande (que dicho sea de paso a su regreso a su tierra natal los becados fueron expulsados de la Universidad de Moscú).
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