Tilda Swinton: símbolo andrógino, actriz de culto y ejemplar único

Se trata de alguien por quien, aun cuando alguien asome desde una perspectiva, pongamos, clásica a contarla, es imposible no sentirse atraído. Ella es ella. A mí me gusta

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Al los 61, no es lo que se llama una estrella, sino algo con más dinamita y misterio (AP/Daniel Cole)
Al los 61, no es lo que se llama una estrella, sino algo con más dinamita y misterio (AP/Daniel Cole)

Resulta que Tilda Swinton es un bicho con mucho talento y una personalidad que en muchos casos se juzga “rara”, aunque no se esfuerza por mostrarse fuera del canon de contar historias para ser vista en todas las teclas de la emoción humana o la seducción que emana: es.

Animal de cine -probó en la juventud el teatro y dijo no-, que puede ponerse de la belleza o del desconcierto, aunque nunca de una falta de encanto: tiene un atractivo invencible. De todos modos, en ese orden la subjetividad, fuera de los viejos almanaques de garaje con sus estupendas y macizas chicas tipo Playboy, es decisiva.

Es que Tilda Swinton resulta difícil de pescar: su talento es camaleónico. Puede ser una ancianita, una vampiresa hipster con colmillos y todo, una madre coraje cuyo hijo puede ser el demonio (“Tenemos que hablar de Kevin”, Lynne Ramsay, exaltada hasta el delirio por críticos y fans de la actriz, premios BAFTS y Globo de Oro), la dama ricachona de “El gran hotel Budapest” (Wes Anderson), la mujer que se enamora de un amigo del hijo, con unos matices sociales y sexuales -a tope- para “Yo soy el amor” (Lucca Guadagnino), un corto filmado y dirigido por Almodóvar sobre ella. Todo le cae bien y brilla.

Tilda mide un metro ochenta. Calza cuarenta y tres. Tiene una cabeza con gran presencia para una cara pequeña con huesos muy enfáticos. Un corte de pelo punk, rapado al costado y en cepillo hacia arriba, excepto cuando filma y el personaje manda.

Al los 61, no es lo que se llama una estrella, sino algo con más dinamita y misterio. Algo mayor: puede encarar cualquier personaje con una integración y compromiso de una intensidad que no se encuentra en cualquier lado. Sí, proyecta misterio, lo mismo en directores de firma que aceptan papeles para asiáticos, italianos, de Medio Oriente, independientes, como Jim Jarmusch, que en grandes tanques Marvel, como “Doctor Strange”: “El cine es plástico. Se pueden invertir muchos millones y hacer algo bueno con una camarita”. Puede ser una de superhéroes o “El curioso caso de Benjamin Button”, con Brad Pitt más Cate Blanchette, puede serlo con Tom Cruise y “Vanilla sky”. Puede compartir con Leonardo Di Caprio en “The beach”, un papel chico en “Las crónicas de Narnia”.

Orlando

Se acepta sin vueltas que su capolavoro es “Orlando”, puesta en cine de la sexta novela de Virginia Woolf -”Orlando: una biografía”-, admirada por Borges y García Márquez. Allí se desenvuelve la historia de cinco siglos por medio de alguien que es a veces mujer, a veces hombre, idea surgida y tal vez en alguna medida en colaboración -al menos durante la relación- de la amante de Virgina, Vita Sackville-West. Fue escrita hace 91 años, en el corazón de la era y moral victorianas: un joven noble que sirve a la Corona, luego de un trance de siete días, se despierta mujer. Intervienen entonces para evitar el cambio tres espíritus: Nuestra Señora de la Pureza, Nuestra Señora de la Modestia, y Nuestra Señora de la Castidad. Fracasan.

Y Tilda Swinton se hace un pícnic, una exposición de gracia, fuerza, sentido sutil del humor, metamorfosis física y de valores cambiantes. El libro fue un gran éxito de ventas en muchos países. En su momento fue Borges el encargado de traducirlo por encargo de Victoria Ocampo, que tenía entre sus lecturas preferidas la obra de Woolf. Borges cumplió con un trabajo que quizás haya omitido o modificado algo -no lo creo- frente a una obra que lo habrá incomodado con algunas ideas, episodios y sobre todo opciones y conceptos, pero prefirió la fantasía sobre otra cuestión.

La película, dirigida por Sally Potter, se hizo en 1992, con un inspirado -y logrado- festival estético, desde luego al servicio del feminismo y una sexualidad divergente como modelo opuesto al momento de Woolf: la biografía de quinientos años (Orlando es inmortal), tiene mucho de ironía y mucho de la novelista.

Algunas cosas personales

Swinton nació en Londres, en una familia aristocrática cuyo padre, lord y general, regía una familia escocesa cuyos antepasados se pierden en el pasado. “En la casa había retratos en las paredes, antiguos miembros cargados de orgullo y honor que se me parecían mucho”. Al pasar el umbral adolescente, abrió la puerta y se integró a los grupos under de Londres, en particular, la onda gay, agrupada y con un buen número de cineastas. No paró allí: se afilió al Partido Comunista Británico, luego al socialismo escocés y hasta hoy es convencida activista por la Independencia de Escocia.

Su primera película fue “Caravaggio”, un relato en clave de ficción acerca de la vida de Michelangelo Merisi da Caravaggio, el pintor renacentista que empleaba como modelos y marginales, y él mismo estaba inmerso en un mundo oscuro que no excluía el delito. Fue un punto de partida. Era alguien diferente.

Con dos hijos, Tilda declaró a Vogue UK que es homosexual de modo predominante. Llegó incluso a agitar la bandera multicolor en la Plaza Roja, como desafío del régimen ruso penalizado por uniones del mismo sexo.

Aquí tenemos parte de la vida y la enorme filmografía de Tilda Swindon, alguien por quien, aun cuando alguien asome desde una perspectiva, pongamos, clásica a contarla, es imposible no sentirse atraído. Ella es ella. A mí me gusta.

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