Indec, discursos de odio y aporofobia

Peligrosamente se fue instalando la inspección acerca de una modalidad, propia de la modernidad líquida, respecto a cómo la sociedad de consumo considera descartables o sobrante a ciertos sectores

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Según el Indec, la pobreza alcanzó el 36,5% y la indigencia al 8,8% de la población (Franco Fafasuli)
Según el Indec, la pobreza alcanzó el 36,5% y la indigencia al 8,8% de la población (Franco Fafasuli)

Mucho se ha debatido en relación a los discursos de odio. Es por demás sabido que nuestra Carta Federal no consagra ese derecho; tampoco prohíbe odiar. Las pasiones, los sentimientos o las emociones se encuentran anidadas en el fuero interno del sujeto.

En ese tramo, la cuestión se encarrilla en las previsiones del artículo 19 de aquella en cuanto cobija que las acciones privadas de hombres –que no perjudiquen a terceros– están exentas del juzgamiento terrenal.

Si bien no existe procedimiento técnico que impida la formación de determinada pulsión, no lo es menos que el ordenamiento normativo puede restringir o limitar manifestaciones discursivas.

Con erudición Romero Villanueva y Abou Assali, en su reciente texto “Represión de Actos Discriminatorios”, exponen que existe consenso que las conductas de odio adquieren particularmente latitud luego de la Segunda Guerra Mundial, adunando que constituyen “respuestas adecuadas frente al fascismo, el nazismo, el antisemitismo o el comunismo”.

Si bien es prolífica la forma de articularse los discursos de odio, en la actualidad, puede resumirse en alocuciones procaces tales como la homofobia, la transfobia, la discriminación sexista o de género, la xenofobia gestada de los movimientos migratorios propios de la aldea global, la intolerancia religiosa, la romafobia o la mesofobia.

Los discursos de odio y, en mayor medida, los crímenes de odio, nos sumergen en el candelero de la luz fatua que propala el huevo de la serpiente cuando recrea lo peor que tiene la historia de los seres humanos: la lucha por la vanguardia étnica. Esta enarbola un discurso claramente legitimante de la discriminación masiva de personas que no encajan en el molde de una raza o etnia dominante.

Los vociferaciones encendidas por parte de los miembros Ku Klux Klan; las proclamas nazis; las negaciones de los diversos holocaustos verificados desde el arco del tiempo; las manifestaciones insolentes, despectivas e inaceptables no pueden tener cabida en la aldea global.

Ahora bien, con un espesor cada vez mayor e inquietante, merece recalar en una nueva forma de discriminación mediante la soflama de odio: la aporofobia. Se fue instalando la inspección acerca de una modalidad, propia de la modernidad líquida, respecto a cómo la sociedad de consumo considera descartables o sobrante a ciertos sectores.

Resulta clarificadora la opinión de Adela Cortina en cuanto a que en las comunidades organizadas sobre la idea del contrato, las personas que no tienen nada interesante que ofrecer, ni nada que pactar, no son solo excluidas del intercambio social, sino también destinatarias del desprecio.

En la visión de Locke, la incorporación al pacto para ingresar a una sociedad civil implica una cesión. Como el indigente no tiene nada que ceder, incumple dicho pacto, ponencia que genera altivez.

Esta nueva forma de discriminación mereció atención papal. En “Evangelium Gaudium” se ha buceado en relación a una modalidad de tiranía invisible, sostenida por un estridente coro de exegetas, que defienden las teorías del “derrame”(erróneamente equiparada con el liberalismo, como filosofía política), la cual anida que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado logra provocar, por sí mismo, mayor equidad e inclusión.

Maguer de aquello, se observa un resultado que se define por oposición a esa premisa o al " capitalismo racional " acuñado por Max Weber en su ensayo “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, pues el derrame nunca operó. Se generaron horizontes artificiales que se asemejaron no solo a una calesita tramposa - en la que no solo la sortija siempre la sacan los mismos-, sino que, también, el banquete cada vez convoca a menos comensales.

Las afirmaciones efectuadas en los párrafos que anteceden, adquieren relevancia en esta tierra ante la reciente publicación de los índices oficiales. El Indec informó que la pobreza alcanzó el 36,5% y la indigencia al 8,8% de la población. Las cifras son escalofriantes: la Argentina anida 17.300.000 personas pobres y de 4.130.000 de indigentes.

Si bien en algún momento se ha de elaborar un plan económico integral, particularmente con miras a detener este cáncer repetitivo que es la inflación, se debe entender que este es un costado del problema: el escollo de fondo es la pobreza. Esta genera déficit que se costea con asistencia estatal, la cual, al no ser compactada ni con impuestos ni asistencia crediticia, se financia con emisión monetaria.

Resulta imprescindible entender y comprender que el verdadero combate contra la pobreza se libra con mayor educación, inversión y generación de empleo genuino; mientras sigamos transitando por el sendero opuesto, estaremos inmersos en un mar de desigualdad.

La pobreza y el asistencialismo deben ser estados transitorios. Resulta impropio concebir a la primera como santa, abrazada por la deidad, como prenda de pureza moral o que los pobres son preciosos a los ojos de Dios.

Es necesario desterrar la condición de menesteroso como un negocio rentable. Esta se edifica, como he manifestado en más de una oportunidad, sobre la angustia que florece por la incertidumbre de no conseguir el alimento u otro empleo que no sea el estatal. Edifica una mediocridad que teme al digno y adora al lacayo; habilita un sistema clientelar que transforma al necesitado en un palafrenero, lo convierte en un vasallo del caudillo o puntero local, quien le fía la comida a cambio del sufragio como condición ineludible o como forma de supervivencia e inserción en el sistema.

Esta Arcadia pobrista -perfectamente calibrada por sus beneficiarios- recrea la peor de la apororfobia; genera una nueva grieta, una nueva división de la sociedad, entre los que acceden al mercado y los que permanecen afuera.

El excluido odia al incluido por entender que la generación de riquezas atenta contra el igualitarismo; el rico odia al pobre merced a una tendencia del primero a prestar atención a los bienes situados y la posible raíz biológica que atenazaría a la aporofobia.

Resulta indispensable establecer una posición ecléctica: no se debe demonizar el exitoso; tampoco debe en tonarse un canto de sirenas dirigido hacia un himno a la pobreza. Existen otras soluciones para integrar a quien se encuentra lacerado a la vera del camino que tienden a ahuyentar esa grieta que enmarca una oposición de las elites y resto: un sector lo componen los ricos y poderosos alcanzado por el egoísmo y la avidez; sus contrincantes son las mayorías unidas en la fraternidad quien sufre de privaciones.

La mesura impone regresar al pensamiento de Adela Cortina, en su libro”Aporofobia, el rechazo al pobre prohijo”, sobre que si se anhela eliminar la aporofobia económica se impone educar a las personas. Es imprescindible pues crear instituciones económicas y políticas empeñadas en acabar con la pobreza desde la construcción de la igualdad. Porque no solo la pobreza involuntaria es un mal, sino que “las relaciones asimétricas constituyen la base de la apoforofobia”.

Es imprescindible ensanchar la inversión educativa. Sarmiento recalcaba la relación simbiótica que existía entre el progreso de una República y la capacidad de sus habitantes.

El “Padre del Aula” propuso que la educación debía estar por encima de cualquier otra política de Estado. Los maestros serían los soldados en esta cruzada. Los caracteres de la escuela popular de Sarmiento -más allá de la verba inflamada en las discusiones que, sobre el particular, sostuvo con Alberdi- sentaron las bases para la creación de una arquitectura de aprendizaje que fue la sólida roca de su época e imitada por otras naciones las cuales, también, observaron en la educación una suerte de poder redentor.

Resulta inexplicable que no se completen, por diversas razones, los calendarios escolares o se acuda a cualquier feriado zopenco en aras impedir una concurrencia amplia y sostenida de los niños hacia los establecimientos educativos.

Sufrimos el dolor de ya no ser; la recuperación de esta nación - que demorará varias décadas, si es que se quiere imprimirle una cuota de racionalidad – exige no solo ponernos la educación al hombro sino, también, extender la generación de actividades privadas que permitan generar valores agregados a fin de no recalar en la relación de empleo público el cual (necesario en muchos tramos) concluye siendo deletéreo cuando pretende discernir de manera monopólica la contratación.-

En su emblemático texto “El segundo sexo”, Simone de Beauvoir apontocó –en relación al patriarcado que debemos exorcizar- que liberar a la mujer es negarse a encerrarla en las relaciones que la sostienen con el hombre, pero no negarlas; su verdadera liberación significa romper las cadenas de esta forma de esclavitud moderna que alcanza a la mitad de la humanidad y dirigirse sin equívocos hacia la fraternidad.

Esa senda trazada en el marco de las auspiciosas políticas de género, es necesaria amplificarlas para combatir la aporofobia sobre la base de cuatro fases: aumentar nuestra capacidad productiva; extender los recursos hacia la inversión educativa; controlar que algunos bandidos no desvíen, en su favor, los fondos públicos y conducir al sarcófago " el financiamiento clientelar de la pobreza” o su concepción como un poliedro que facilita alocuciones de tono emotivo, que aplican una retórica redentora, con el apelativo de concretar el Reino de los Cielos en la Tierra mediante el cual se eleva al pobre de “objeto” de “opción preferencial”.

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