Los últimos quince años los encontraron enfrentados. Ella gobernó en los primeros ocho. Él la reemplazó en los cuatro siguientes. Y ella es parte fundamental de la gestión cero de Alberto Fernández durante los últimos tres. Cristina Kirchner y Mauricio Macri juegan un nuevo episodio de la batalla que se disputa sobre los restos de una Argentina en caída libre.
Ninguno de los dos descansó este fin de semana. Cristina siguió desde su ya célebre apartamento de Recoleta la elección de su amigo Ignacio Lula da Silva en Brasil. El circo estaba listo y con todos los detalles preparados a la perfección. La victoria holgada debía coronar al tornero de San Pablo y hacerlo presidente en primera vuelta. Ella le dedicaría unos tuits de venganza regional contra el lawfare, lo llamaría para felicitarlo personalmente y le pondría velocidad a una candidatura para el año próximo.
Mauricio Macri pasó un domingo un poco más relajado en Madrid. Venía de ser aplaudido en el Foro de la Toja, un evento liberal que se realiza en Galicia, de abrazarse con el rey Felipe VI y terminaba el domingo hablando con periodistas del diario español El Confidencial en un hotel cercano a la Plaza de Barceló. Siguió con atención los cómputos del duelo Lula-Bolsonaro, pero no descuidó la suerte de Boca Juniors, que vencía con angustia a Vélez Sarsfield y quedaba puntero del torneo argentino.
Subirse al barco exitoso de Lula es tal vez la única carta que le quedaba a Cristina. Sobre todo con el horizonte de una posible condena judicial en la causa Vialidad y con la indiferencia nacional que ha recogido el intento de aprovechamiento político del atentado que sufrió el 1º de septiembre. Lo había puesto a Axel Kicillof a hacerle un acto de homenaje a Lula en La Plata, con una banda de argentinos que tocaban samba. Y lo había enviado a Máximo Kirchner a elogiarlo en un discurso.
Hasta los periodistas amigos se habían vestido con las mejores galas para saludar al huracán Lula por la cintura cósmica del sur. Pero las noticias que llegaron desde San Pablo no fueron las esperadas. Jair Bolsonaro arrancó adelante en el escrutinio y se mantuvo sorpresivamente al frente hasta contadas el 50% de las mesas. El resultado se invirtió, pero no hubo paliza ni nada parecido. Habrá segunda vuelta el 30 de octubre y el escenario es impredecible en las elecciones presidenciales más polarizadas que vive Brasil desde su recuperación democrática en 1985.
El resultado produjo un shock en el Instituto Patria. “Ya no se puede confiar en los encuestadores; Lula va a tener que pelearla mucho para ganar el ballotage”, se sinceraba un dirigente del kirchnerismo al final de la noche. Varios consultores brasileños habían pronosticado un triunfo del líder del Partido de los Trabajadores en la primera vuelta y las estadísticas habían vuelto a fallar. Aquel polinomio del deseo K que formaban Boric en Chile, Petro en Colombia, Lula en Brasil y Cristina en Argentina va a tener que esperar al menos un mes. Era más fácil cuando solo se trataba de cantar aquella estrofa de “todas las manos todas”.
Perón y Robin Hood en el Gobierno
A Macri, en cambio, lo trataba mejor el clima amable del otoño europeo. Le tocó participar de un debate sobre el “Nuevo orden en Iberoamérica” con un par de analistas internacionales en el Foro de la Toja. Se trata de un encuentro de celebridades españolas en el que reivindican la democracia liberal y echan pestes contra la amenaza del populismo. Allí pisan fuerte los dirigentes del Partido Popular y, sobre todo, el ascendente presidente de los populares, el gallego y anfitrión Alberto Núñez Feijóo, a quien todas las encuestas (si no vuelven a equivocarse, claro) proyectan como el próximo presidente de España.
“¿Qué le pasa a la Argentina?, ¿vamos a volver a tener una relación normal alguna vez?”, fue la pregunta que más le hicieron a Macri durante el fin de semana. Llegó puntual a las reuniones y habló de pie (como exige el protocolo) los diez que minutos que le asignaron los organizadores. “Cuando Cristina venía a España, llegaba una hora tarde, hablaba sentada porque no quería ponerse de pie y después nos criticaba durante todo su discurso”, recordaba una ex funcionaria de gobierno. Macri se encogía de hombros y sonreía. A algunos les contó en privado que a él ni siquiera le había entregado el bastón de mando.
El viernes, en el panel siguiente al de Macri, debatieron los ex presidentes de España, el socialista Felipe González (allí la izquierda acepta discutir con la derecha aún en los foros liberales) y el conservador Mariano Rajoy. El tema de moda entre los españoles es quien de ellos rebaja más los impuestos. Y, en medio de los temores europeos por la guerra en Ucrania y la inflación del 10% apareció, previsiblemente, la Argentina.
- Estamos caminando hacia un modelo fiscal Frankestein, eso es populismo, eso es casi ser como la Argentina, eso es como poner a Perón y a Robin Hood en el Gobierno, hemos cuadrado el círculo -, le disparó Mariano Rajoy a Felipe González, cuando el andaluz proponía nuevos pactos de La Moncloa que incluyeran un acuerdo sobre política fiscal.
El socialista y el dirigente popular cruzaron algunas bromas, se sacaron fotos juntos y se olvidaron rápido de la Argentina, cuyas peripecias políticas y económicas no terminan de comprender. El modelo fiscal Frankestein, la metáfora con la que descalificaron al gobierno de Alberto y Cristina, pinta en blanco sobre negro la idea que tienen sobre la dirección en la que marcha el país. Y cuadrar el círculo es una excusa matemática para definir a los problemas que no tienen solución. Así nos ven hasta los amigos.
Macri se fue pensando de La Toja en todos los laberintos que tiene por delante la Argentina. A todos los que le preguntaron si iba a ser candidato a presidente contra Cristina, les respondió que su idea era ayudar a que el próximo gobierno fuera de Juntos por el Cambio y corrigiera los errores que lo habían llevado a perder la reelección en 2019. La respuesta no respondía el fondo de la pregunta. Muy pocos le creyeron.
En una entrevista al diario ABC, Macri fue más allá y dijo que optaría en la disputa interna por Horacio Rodríguez Larreta o por Patricia Bullrich si alguno de los dos no representaba la idea del cambio. Una fórmula misteriosa para dilatar una definición sobre su destino político al que le pone una fecha límite: marzo.
Lo que Macri les ha dicho a sus dirigentes cercanos, y que constituye verdaderamente una novedad, es que va a impulsar una interna con los padrones partidarios del PRO y la UCR si Cristina y el kirchnerismo, tal como vienen amenazando, logran aprobar en el Congreso la suspensión de las PASO. “Si Horacio quiere ser presidente, tiene que ganarle una interna a Patricia. Y lo mismo corre para ella”, es la frase con la que ilustra su idea.
En el escenario electoral que imagina Macri si no llegara a haber PASO, Rodríguez Larreta, Bullrich y uno o dos candidatos radicales (el cree que va a terminar siendo Facundo Manes), deberían enfrentarse en una interna abierta para los afiliados de los dos partidos, más los de la Coalición Cívica y del Peronismo Republicano (donde además se anota el ex embajador Ramón Puerta), y sumando también a los votantes independientes que quieran votar por los candidatos de Juntos por el Cambio. Todo con sistema de boleta única y la ayuda de soportes digitales.
La idea desmorona un poco la hipótesis de aquellos que imaginan a Macri en el papel de “gran elector”, ordenando la interna y favoreciendo a Rodríguez Larreta, a Bullrich e incluso a María Eugenia Vidal para que se conviertan en candidatos presidenciales sin competir. “El hombre o la mujer que quiera ser candidato a presidente por Juntos por el Cambio tiene que competir, como competí yo en 2015 contra Sanz (Ernesto) y contra Lilita (Carrió), o como compitió Horacio contra Gabriela Michetti por la jefatura de la Ciudad”. Esa es la novedad.
Lejos de Galicia, y lejos de San Pablo, los argentinos están en este tiempo mucho más preocupados por la inflación que por las elecciones. La suba de los alimentos y de la ropa en septiembre vuelve a ubicar el índice de precios cerca del 7%, tal como ocurrió en agosto. Y los aumentos inerciales que empujan las cifras de octubre, han llevado a Sergio Massa y a la secretaría de Energía a demorar la suba de tarifas previstas para este mes a la lejanía del mes de noviembre. Alguien tendrá que decirle al FMI que esa parte del acuerdo no se va a cumplir tal como se prometió hace un par de semanas. Otra mancha más al tigre.
La inflación es también el fantasma que ronda la cabeza de Cristina. Apenas registró los números de pobreza del segundo semestre del año que informó el Indec, escribió un tuit para que lo vieran todos. No celebró que la pobreza bajara casi un punto (del 37,3 al 36,5%) porque sabe que la actual ya ha cruzado la barrera del (40%). Y advirtió sobre la suba de medio punto en la indigencia. Le echó la culpa a la inflación (la de Massa) y la ineficacia del control sobre las empresas que fabrican alimentos.
Si el punto débil de Martín Guzmán al que le apuntó Cristina en los primeros meses del año fue la supuesta condescendencia con el FMI, a Massa le empezó a achacar la responsabilidad sobre la inflación. El que le respondió a la Vicepresidenta, también por un tuit, fue el viceministro Gabriel Rubinstein. “Las empresas de alimentos no son las que provocan la inflación, señora”, era el meta mensaje escondido en las redes sociales del macro economista, el que más tardó en ingresar al equipo de Massa.
Hay que seguir esa sombra. Porque Cristina no se detiene cuando se obsesiona con un funcionario del Gobierno. Y por más que se meta en el medio un polemista hábil como Rubinstein, el objetivo final de ella es Massa. El ministro de Economía al que criticó por primera vez, al que necesita y al que también teme.
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