Siempre vuelve a fascinar y a estremecer, a darnos miedo y admiración, Edgar Allan Poe. Hay varios daguerrotipos, fotos primitivas aunque muy fieles y definidas, que nos cuentan con claridad y de manera minuciosa el mapa de la cara de Poe. Ojos bien abiertos, pelo oscuro y revuelto, pómulos salientes, bigotes.
Si se clasifica su arte en períodos, ha de acomodarse en el romanticismo, opuesto a la Ilustración y al neoclasicismo: subjetividad y nocturnidad, ultratumba, prioridad a los sentimientos, iniciado en el siglo XlX en Alemania para extenderse a toda Europa y a los Estados Unidos. Nada que ver con la idea acerca del romanticismo al uso de este tiempo, las novelas con amor, celos, finales con probabilidad de felicidad. Con los gestos de cortejo, actitudes, historias que se emplean -empleamos, tal vez- como una manera de ser, actuar, consumir en cine, series y aún ediciones como género. Si Edgar Allan fuera un modo musical, nunca sería un bolero, permítanme ustedes.
Vino a nacer en 1809, en Boston, Massachusetts, y murió en Baltimore, en 1849, por causa no conocida, pero el alcohol, su trashumancia en busca de trabajo, alguna droga: la noche de su muerte fue encontrado sin rumbo, con ropas de otro, sífilis, señales de delirium tremens. Se abstuvo todo lo que pudo, pero volvió a beber con furor a la muerte de su mujer, a quien volveríamos a encontrarnos.
Se inició como poeta y se volcó a la prosa, tanto en el periodismo como en relatos de terror y suspenso, cortos, que se cultivaban poco en esos días. Los impulsó y renovó.
Sus padres murieron jóvenes y fue recibido, aunque nunca adoptado, por una familia muy rica, los Allan, de trazos aristocráticos y maneras distantes. La relación con el señor Allan fue complicada hasta que resolvió irse o fue echado y desheredado, y encaminó hacia su camino. Iba a influir y a admirar a muchos escritores: Guy de Maupassant, Ambrose Bierce, el tenebrismo de Lovecraft, los simbolistas franceses con Baudelaire a la cabeza -quítenle el bigote y pongan un rostro de Baudelaire: igualitos, es muy curioso-, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé (le dedicó poemas), Verne, Stevenson (“El extraño caso del doctor Jeckyll y el señor Hyde), Rubén Darío (”Los raros”), quizás Conan Doyle, para su Sherlock Holmes y el detective de Poe, Auguste Dupin (iniciador de la novela policial, en “Los crímenes de la rue Morge”). Muchos, en serio. Borges, claro. Y Horacio Quiroga, no lo olvidemos, en regiones de la escritura y de su vida terrible. A la triunfante Mariana Enríquez, ni siquiera es necesario preguntarlo. Cortázar tradujo toda su obra.
El autor de ”El cuervo”, “El corazón delator”, “El gato negro” – espeluznante-, “La caída de la casa Usher”, “Las campanas”, ”Annabel Lee “ (un hombre junto al sepulcro de la amada, tema recurrente), “El barril de amontillada”,” El escarabajo de oro”, una obra de gran producción, escribió con poco descanso y una manera de afrontar la vida errática, atormentada y con pesadillas permanentes a partir de la muerte de la madre. Uno puede ver que al mismo tiempo que labraba sus tramas góticas, mantenía un porte elegante, como el señorito culto y educado en colegios de excelencia que recorrió en sus años verdes, no sin pasar y abandonar -la academia militar de West Point-.
Se casó en Baltimore –hay datos para suponerle tendencias, se diría, donjuanescas-, a los veintisiete. No un matrimonio corriente, sino con su prima, Virgina Clemm, de trece años.
La esposa niña de Edgar Allan Poe fue objeto de un amor idealizado y no sería errado llamar morboso. Se descuenta que el matrimonio no incluyó el sexo -un amor fraternal o una manera de amor conyugal que surgió de un pacto o de un vínculo establecido-, y que Poe sufrió un quebranto general cuando Virginia murió a de tuberculosis, apenas alcanzados los veinticuatro.
Con algún escándalo, se descubrieron varias infidelidades que le produjeron a la señora Poe, virgen, una pena oscura y expresada con el nombre de una amante, Elizabeth Ellet. “Elizabeth me asesinó”, se asegura que dijo, ya en su lecho de final, la mujer. Edgar intensificó el alcoholismo hasta límites de desvío y formas psicóticas. El recurso a la herida de la amada ausente, nutren “El cuervo”, “Annabelle Lee”, poemas por los que recibió fama y reconocimiento, pero sin encontrar la forma de sustentarse, errante de trabajo en trabajo afines a las letras, algunos tramos de personalidad sin buscarlo realmente de manera ardiente y sostenida, sino con pausas y atajos hasta el nuevo intento.
Entre nosotros, y fuera de duda, el gran talento y la disposición profesional como narrador, como poeta, editor y aún ensayista –por ejemplo, en “The Philosophy of furniture”, acerca de ¡la decoración de interiores!-, es lo que nos atrae y llama de Edgar Allan Poe, su tormentosa vida, una literatura de sombra y espanto, diría por mi cuenta, con un secreto humor donde el chiste fúnebre es el acto de vivir en el mundo. Algo grande tuvo al prolongarse tanto y tatuar a tantos hasta nuestros días, maldito coleccionista de sepulcros.
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