Feminista en falta: las amigas de la infancia, nuestras brújulas internas

El último éxito de Netflix, la miniserie española Las de la última fila, refleja el recorrido de la amistad femenina con toda su intensidad: de la empatía total a la crítica más dura y despiadada, de la pertenencia a la necesidad de diferenciarnos

Sara, Alma, Carol, Leo y Olga. las amigas de Las de la última fila (Netflix)

Mi amiga Patricia me dijo el lunes que tenía que verla, que me iba a gustar. “Además de que hay cosas con las que es difícil no identificarse, está llena de canciones de Rigoberta Bandini”, resumió para que picara. Pat me conoce bien, nos elegimos hace mucho para las buenas y las malas y hoy tenemos esa confianza total de las que no tienen que explicarse nada; una mirada o un emoji y sabemos qué nos pasa. A Rigoberta la descubrimos hace un año y la hicimos parte de nuestro soundtrack habitual como si fuera una más, así que no tuvo que decir mucho para convencerme.

Esa misma noche puse Las de la última fila, la miniserie española que arrasa en Netflix, un road trip sobre la amistad femenina contada en la historia de cinco treintañeras que están juntas desde el colegio y ahora enfrentan en banda la enfermedad de una de ellas rapándose todas la cabeza. Así, de entrada. Al contrario de lo que me causó la soporífera Blonde –otra Marilyn tonta y confundida, que ríe y llora todo el tiempo con la boquita entreabierta, incomprendida de nuevo sesenta años más tarde–, me subí al viaje sin pretensiones y casi no duermo: vi cuatro capítulos seguidos, uno atrás de otro.

Como se hicieron íntimas durante un tour escolar, las protagonistas –Sara, Alma, Carol, Leo y Olga– organizan todos los años una escapada juntas, pero la de esta vez es distinta. A una de ellas le diagnosticaron cáncer y, por eso, además de raparse en solidaridad, cada una escribe un deseo o una cuenta pendiente en un papelito que guardan en una caja. Se obligan a hacer propios los deseos de las demás –igual que la salud y la enfermedad– y cumplirlos uno por uno en esos días, como si fueran un reto. Se trata de animarse a lo que nunca hicieron, pero también de ser absolutamente honestas. Con sus amigas más queridas y con ellas mismas.

Cualquier mujer que tenga amigas de toda la vida sabe que no hay mucha diferencia entre una cosa y la otra: en las amigas de la infancia está nuestra esencia. Nuestro mundo interior está hecho de ellas. La forma en la que construimos los personajes que somos tiene que ver con ellas, porque es una construcción que hicimos juntas, sobre nuestras vulnerabilidades y nuestras fortalezas. Como conocen nuestras ilusiones y nuestros caprichos más primarios y nuestras fragilidades de origen –esas que nos llevó una vida enmascarar–, saben exactamente cuándo y dónde nos alejamos de nosotras mismas y por eso su juicio es mucho más poderoso.

Las de la última fila es una serie española que se ubica en el top ten de Netflix

No es fácil sostener amistades de toda la vida, porque como dice una de las protagonistas, “en el fondo, las cuentas pendientes son con una”, y con ellas no podemos hacernos las tontas. Sobre todo porque cuando lo hacemos se nos nota. Todo lo que hicimos y no hicimos con lo que éramos queda expuesto cada vez que volvemos a vernos. Y las amigas de siempre son compasivas y empáticas precisamente porque saben de dónde venimos, pero a veces nosotras no. Ni siquiera hace falta que hablen para escucharlas señalandonos sin piedad con las mismas dinámicas de competencia y liderazgo que aprendimos de chicas. Y las chicas (las infancias, en general) no suelen ser piadosas, pero diluyen lo malo (de esas dinámicas y del mundo, en general) con juegos.

Elena Ferrante marca en La amiga estupenda el momento justo en que una niña descubre que lo que siente por su mejor amiga es indisoluble: “Había algo insostenible en las cosas, en las personas, en los edificios, en las calles, que se volvía aceptable únicamente si se reinventaba como en un juego. Era esencial saber jugar, y ella y yo, sólo ella y yo, sabíamos hacerlo”. Las amigas de la infancia nos devuelven al juego.

En la serie –que está escrita y dirigida por un varón, pero cumple con el Test de Bechdel al revés: no hay varones en la trama que hablen entre sí o tengan sentido si no es en función de las actrices protagónicas– hay una escena puntual en la que las cinco vuelven a buscar a una vieja compañera que decidió apartarse del grupo. No saben bien si es porque la extrañan, porque quieren recuperarla o entender por qué se fue. Cuando finalmente la encuentran, la hermana perdida lo explica con simpleza: “Hay esta cosa de que las amigas de la infancia se convierten en tu núcleo. Una sensación de casa, de pertenencia. De lo compartido, de que te conozcan. Un vínculo muy fuerte que no se rompe por mucho que cambies. Pues a mí eso siempre me ha parecido una tontería, ¿por qué tenés que seguir conectada a personas con las que cada vez tenés menos en común?”

Bueno, insisten ellas con cierta condescendencia: “Es un lugar donde podés ser vos misma, no hay que fingir”. La hermana perdida responde sin vueltas. Perdió el interés, se cansó de estar con ellas. “Incluso cuando no estábamos juntas, me cansaba –dice–. Estaba harta de tenerlas todo el rato en la cabeza. Cada vez que hacía algo las podía escuchar opinando, sentenciando. Me generaba un runrún interno agotador. No me dejaba respirar”.

Las de la última fila trata sobre la amistad femenina en una situación límite (Netflix)

Y es que la amistad femenina, para bien y para mal, tiene una intensidad irreproducible en otras relaciones. Quizá porque durante siglos se tejió en secreto entre claustros y grupos de costura mientras los varones contaban la historia, o porque los mandatos patriarcales no les permitían tanta emotividad a los varones, la amistad femenina es mucho más íntima. La intimidad habita lo doméstico, y nos vuelve más cómplices y más compañeras, pero también hace más frágiles los vínculos: no se puede romper lo que no es verdadero, no nos duele tanto que se rompa lo que no nos constituye realmente. “El hilo se rompe por lo más delgado y el fino hilado es un trabajo cotidiano y constreñido, tan constreñido como el de los bordados que se inscriben entre los límites perfectos de un bastidor que restira la tela y permite el pausado ir y venir que traza corazones, flores y palomas amorosas”, escribe Margo Glantz en La modernidad empieza con la aguja. El mismo hilo que nos libera, nos limita, y viceversa.

Se supone que las mujeres no somos capaces de la lealtad de los varones –que históricamente tuvieron que ponerla a prueba en la guerra– porque la competencia “natural” entre nosotras siempre se instala por encima de lo que nos une. Me molesta decirlo, pero ese lugar común tiene algo de cierto, más por cultura que por naturaleza: en un mundo todavía machista, las adultas de este tiempo crecimos compitiendo con más o menos sutileza por la atención de los varones que dominaban el juego, nuestro derecho a ser queridas o incluidas por belleza, actitud o inteligencia (el “vive de complacer a los hombres” de Malena Pichot a Mónica Farro no puede invalidarnos, porque en parte tiene sentido para todas, ¿quién está libre de pecado? ¿podemos juzgarnos por cómo sorteamos las desigualdades y el patriarcado?). Yo pienso que somos capaces de lealtades mucho más profundas, las que superan también esa predisposición cultural a la competencia entre nosotras.

Cualquiera que tenga amigas de toda la vida seguro también las apoyó y se sintió apoyada en un camino donde las violencias más grandes y las más imperceptibles y cotidianas están a la vuelta de la esquina: parejas tóxicas, sexualidades y maternidades impuestas, múltiples limitaciones a lo que cada una entienda como libertad. Lo que hoy llamamos sororidad se basa fundamentalmente en que esa libertad la conseguimos juntas. Y las amigas de siempre son las sororas primigenias, las primeras que nos ayudaron a ser más libres, aunque en el camino hayamos cambiado y cambie también lo que nos libera.

Al final, las amistades que perduran en el tiempo están hechas de un amor que acepta. Por más que escuchemos sus voces como un coro interno que a veces nos agobia, en ese runrún colectivo también está la aceptación propia. Como le responde una de Las últimas de la fila a su amiga perdida: “Las tengo todo el día en la cabeza generando debate, opinión, incluso antes de contarles cualquier cosa. Eso me hace sentir segura, acompañada: tener mi propio consejo de sabias, mis brújulas”. Eso son las voces de nuestras amigas de la infancia, un GPS que podemos apagar un rato cuando estamos en terreno conocido o cuando preferimos navegar sin instrumentos, justo porque nos marca el paso interno.

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