En referencia a temas sociales y económicos, el cardenal Bergoglio, antes de ser Papa, ya daba alarmantes signos de comulgar con principios colectivistas. Su nombramiento como Sumo Pontífice en marzo de 2013, le ha dado una mayor propagación a su prédica debido a la relevancia que le otorga ser la máxima autoridad dentro de la Iglesia Católica.
Desde entonces, muchos fanáticos católicos, encandilados por las sotanas y encerrados en la falacia de la autoridad, buscan desesperadamente salidas a los cortocircuitos morales que el fanatismo les impide resolver. Quedan en ridículo exponiendo justificaciones o interpretaciones retorcidas a un discurso papal certero que no necesita exégesis alguna.
Muchos de los mensajes papales, ajenos a su prédica ex cathedra, resultaron y resultan sumamente destructivos, como en aquella misa en Santa Marta que el Papa Francisco I sostuvo que “el dinero es el estiércol del diablo”. Esto deja a muchos católicos perplejos y a muchos sacerdotes lanzando homilías condenatorias a la riqueza material y relacionando a los ricos con la injusticia y la deshonestidad. Claro que, llegado el momento de pasar la bolsita de las ofrendas y las limosnas, aquellos sacerdotes no parecen mayormente avergonzados por su incoherencia.
Pero esta tendencia, de no pocos representantes de la Iglesia, viene construyéndose desde hace mucho tiempo. Salvo algunos extractos de Encíclicas y formidables declaraciones de Juan Pablo II -debido a la influencia de Michael Novak y Friedrich von Hayek en la década de los ochenta- y algunas otras ejemplares manifestaciones escritas en Encíclicas y exposiciones de León XIII y Pío XI, la Doctrina Social de la Iglesia ha sido, en gran medida, una caja de resonancia de recetas equivocadas que, sin juzgar sus intenciones, contribuyen grandemente a la proliferación de la miseria y el impulso político de fascistas y dictadores.
Como católicos y difusores de la palabra de Dios, tenemos el deber moral de cuidar el mensaje de Cristo. Nos enseña la Biblia, en Gálatas 1:8, que “si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciara otro evangelio contrario al que os hemos anunciado, sea anatema”.
Al igual que debemos acudir en defensa de la democracia cuando tiranos pretenden valerse de ella para convertirla en una tiranía de mayorías, cuando se distorsiona el Evangelio con incorrectas interpretaciones de la pobreza de espíritu o se pregonan principios que atentan contra el mandamiento de “no robarás” y “no codiciarás los bienes ajenos”, tenemos el deber de rechazarlo con toda nuestra fuerza, aun cuando muchas veces se recurra a la investidura o autoridad papal para callar voces críticas. La falaz extorsión de “si se critica al Papa, se está contra el catolicismo”, son sofismas y recursos cazabobos que pretenden anular juicios sobre un liderazgo malsano.
El pasado 25 de septiembre, el Papa tuiteó: “Al rico no le queda ni el nombre, el pobre, en cambio, tiene nombre, Lázaro, que significa ‘Dios ayuda’. Incluso en su condición de marginación, mantiene intacta su dignidad porque vive en la relación con Dios, esperanza inquebrantable de su vida”.
Cuesta entender por qué el Papa le tiene desprecio a los ricos por el hecho de ser ricos. ¿Acaso José de Arimatea no era el amigo rico y cercano de Jesús, quien lo acompañó hasta sus últimos días? José de Arimatea, que es Santo, fue también el que se preocupó por rescatar el cuerpo de Jesús muerto y darle sepultura en su tumba. Salvando las distancias, ¿acaso el tan citado Enrique Shaw no era rico, así como tantos otros cientos de miles de empresarios y emprendedores que nos hacen menos angustiante nuestro paso por este valle de lágrimas? Los buenos y malos valores no tienen conexión alguna con la cantidad de ceros que tenga nuestra cuenta bancaria, ni la cantidad de zapatos que se posea en el ropero.
Desconozco la vida espiritual de Jeff Bezos y su equilibrio con las cosas materiales, cuestión que queda reservada a su fuero íntimo. Pero Bezos, como también otros innumerables empresarios, ha auxiliado a millones de personas y familias enteras de clientes en todo el mundo, a colaboradores, y a la gigantesca cadena de valor que directa o tangencialmente se benefició de su proyecto. Sus inversiones permitieron mejorar salarios reales de gente que ni siquiera conoce a Bezos, gente que nunca ha comprado algo a través de Amazon e incluso gente que no tiene internet.
En este contexto, vale traer a colación que, la Teoría del Derrame con la que equivocadamente se describe al liberalismo y sobre la que el Papa Francisco I insiste, denota una incomprensión supina de los procesos de mercado, la cooperación social y la división del trabajo. Bezos no hubiera podido siquiera iniciar un garaje sale sin lograr el beneficio de sus colaboradores y socios desde un primer momento. Pobre de nuestro futuro si dependiéramos de la caridad para subsistir o de la colectivización de los bienes, tal como pregona el Papa con el asunto del destino universal de los bienes.
Por eso, si de combatir la pobreza material se trata, flaco favor se les hace a los pobres si autoridades eclesiásticas se suman al embate feroz que ya existe contra la generación de riqueza mediante las consignas del igualitarismo para reemplazar la igualdad ante la ley y la malintencionada resignificación de la solidaridad y la justicia para perpetrar el robo y la corrupción de la ley
Algunos ciegos defensores de lo indefendible hablan de que el Papa condena los bienes suntuarios. Lo que se debe comprender, en primera instancia, es que la pobreza es siempre una referencia relativa. Mi caso, como el de casi todos los lectores, es una situación miserable respecto del nivel de bienestar de Rockefeller. ¿Qué se considera suntuario? ¿Los zapatos del sacerdote cuando hay niños que nunca vistieron sus pies, o la vestimenta limpia de los cardenales en relación con gente que no se puede dar el lujo de tener un cambio de ropa? ¿Cuántas bocas alimentarían las riquezas del Vaticano?
Entonces, sin ánimo de fomentar la expoliación del Vaticano, muy por el contrario, pretendemos poner de relieve lo corrosivo que resulta para la civilización y el mensaje de Cristo, que representantes de la Iglesia promuevan el redistribucionismo y la demonización del exitoso porque, no solamente se oponen al séptimo y décimo mandamiento de la Ley de Dios, sino que destrozan los incentivos que permiten crear riqueza y mejorar la condición de todos.
La Biblia es clara respecto de la pobreza. Su referencia, tal como lo explica también San Agustín, es a la pobreza de espíritu, es decir, ser humildes, reconocer nuestra imperfección y la necesidad de poner foco en la trascendencia y el fin último de la vida. Si el Evangelio condenara a los titulares de posesiones materiales y la riqueza, considerando el nivel de vida que lleva el Sumo Pontífice respecto de la mayoría de los mortales, debería darle por lo menos intranquilidad.
Mateo 6:24 dice: “Nadie puede servir a dos señores, pues menospreciará a uno y amará a otro, o querrá mucho a uno y despreciará a otro. No se puede servir a la vez a Dios y a las riquezas”. Esto no quiere decir que debamos desprendernos de todos los bienes materiales y subir desnudos a una palmera para bajar cocos con las muelas. Nuestra vida sería tan miserable que, incluso, nuestros naturales instintos, prevalecerían sobre cualquier posibilidad de vida espiritual. Menudo encuentro tendríamos al final de nuestros días con el Creador si desperdiciamos los distintos talentos, inteligencia y habilidades con las que nos bendijo.
Cabe agregar que esas gracias de Dios, tal como consigna León XIII, han sido concedidas de forma desigual: “Afánense, en verdad, los socialistas; pero vano es este afán, y contra la naturaleza misma de las cosas. Porque ha puesto en los hombres la naturaleza misma, grandísimas y muchísimas desigualdades. No son iguales los talentos de todos, ni igual el ingenio, ni la salud, ni la fuerza; y a la necesaria desigualdad de estas cosas le sigue espontáneamente la desigualdad en la fortuna, lo cual es por cierto conveniente a la utilidad, así de los particulares como de la comunidad” y también agregaba que, el camino hacia la prosperidad y la condición para aliviar a los pueblos, era la inviolabilidad de la propiedad privada.
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