Imagínense vivir en un país en el que por ley se haya prohibido la habilitación de nuevos centros especializados en oncología, y que los tratamientos clínicos deban siempre hacerse de forma ambulatoria, evitando recurrir a intervenciones restrictivas que atenten contra los derechos del paciente.
Imagínense ahora que son familiares de una persona enferma de cáncer, que requiere de una internación y de atención profesional especializada para superar su patología, a sabiendas del posible agravamiento del cuadro si no la recibe. Imagínense que ya agotaron todas las instancias previas de tratamiento sin registrar mayores avances, que ya recorrieron toda la red de efectores del sistema público-hospitalario, que golpearon cientos de puertas escuchando negativas, que agotaron sus ahorros, sus fuerzas, sus esperanzas, y que a medida que transcurren las semanas saben que si no logran internar a este familiar es muy probable que muera.
Ejerciten la imaginación, intenten proyectarse en ese escenario de extrema impotencia, incomprensión e injusticia en el que existe una demanda de salud no atendida. ¿Dejarían de intentar ese último recurso terapéutico que se les presenta frente a ustedes, aunque éste estuviera por fuera del marco de legalidad establecido por una norma que, bajo la promesa de restituir y garantizar derechos, termina vulnerándolos?
Sirva esta simplificación narrativa para graficar, de forma grotesca, lo que hoy sucede en materia de atención de las problemáticas adictivas en Argentina. Porque una manera de explicar el caso de la comunidad terapéutica “La Razón de Vivir”, sin detenernos en aspectos puntuales de la investigación judicial en curso ni emitir valoraciones sobre posibles conductas criminales, es remitirse a la ley de Salud Mental N°26657: “Queda prohibida por la presente ley la creación de nuevos manicomios, neuropsiquiátricos o instituciones de internación monovalentes, públicos o privados. En el caso de los ya existentes se deben adaptar a los objetivos y principios expuestos, hasta su sustitución definitiva por los dispositivos alternativos”.
En la nebulosa de utopías y de realismo mágico que sustentó a esta norma sancionada hace ya doce años, y que hasta el momento ha traído enormes perjuicios y muy pocos beneficios en el abordaje de las adicciones, se creyó que con la muerte del perro se acababa la rabia. Dicho de otro modo, que la prohibición de habilitar nuevas comunidades terapéuticas, la obligatoriedad de readecuar las existentes bajo parámetros diametralmente distintos a sus lineamientos de origen, la equiparación de estos centros especializados en adicciones con dispositivos monovalentes manicomiales, y la demonización del recurso de la internación, haría que el supuesto “furor curandis” que motorizaba todas las demandas de tratamiento se adecuaría naturalmente a los preceptos de la anti-psiquiatría. Nada más lejos de la realidad, como en Macondo.
No se dejen engañar por el oportunismo de quienes, desde una profunda aversión por el enfoque de trabajo de las comunidades terapéuticas, hacen propicia la información del allanamiento en “La Razón de Vivir”, y el alcance mediático de los sucesos, para pescar en río revuelto, meter todo en la misma bolsa, y sostener que el problema no es la ley sino su falta de implementación. Sepan que la proliferación de espacios no habilitados de tratamiento en adicciones con internación guarda estrecha relación con la prohibición que establece la ley de Salud Mental. Es consecuencia, no causa (aunque quieran hacernos creer lo contrario).
Sepan también que existe un lobby muy fuerte para impedir la necesaria modificación de la ley de Salud Mental 26657, iniciativa que hoy cuenta con dos proyectos en trámite parlamentario que difícilmente vean la luz más allá de sus loables objetivos, en especial en lo que refieren al tema de las internaciones. Porque desde la entrada en vigencia de esta norma, no sólo se ha tornado una verdadera epopeya sortear los obstáculos para poder internar, incluso de forma voluntaria, a una persona que reviste un riesgo cierto e inminente para sí o para terceros. Tampoco existe sobrada oferta de lugares, porque la mayoría cerró debido al torcimiento de las políticas públicas, la asfixia económica, el desfinanciamiento y la persecución ideológica por parte de un supuesto garantismo progresista. Desde la Federación de Organizaciones no gubernamentales de la Argentina para la Prevención y el Tratamiento del Abuso de Drogas (FONGA) contabilizan el cierre de unas treinta instituciones terapéuticas especializadas en el abordaje de los consumos problemáticos de sustancias psicoactivas y otras patologías de salud mental en los últimos cinco años.
A la par de este notorio deterioro en la red de atención de adicciones, floreció un universo paralelo de espacios no regulados, no registrados, que operan por fuera de la ley. Se estima que por cada tres comunidades terapéuticas, existen dos que no cuentan con la debida habilitación municipal o provincial. Pero de este dato de ningún modo puede inferirse que todos los centros legales funcionan bien, ni que los lugares que no cuentan con la habilitación operan esclavizando a los pacientes, torturando y vulnerando derechos.
Lo que sí podemos afirmar es que el relevamiento, el blanqueo y el registro en una red nacional de efectores posibilitaría una auditoría periódica para verificar el cumplimiento de estándares mínimos de calidad prestacional. Entonces, trabajemos mancomunadamente en normalizar y regular lo que fue naciendo por fuera del sistema para atender la creciente demanda de tratamiento por dependencia a las drogas, no en impedir abrir nuevos dispositivos ni en pretender clausurar los que ya existen.
Si el problema no es la ley sino su implementación, y si son el Estado y los funcionarios designados en los organismos de aplicación los responsables de su plena vigencia, entonces resuélvanlo desde la política, no desde lo teórico. Es la ley la que debe flexibilizarse ante la evidencia, y no a la inversa. ¿En serio prefieren al adicto en situación de consumo, tirado en la calle, deteriorándose? Porque así planteadas las cosas, la culpa recae sobre los pacientes y sus familiares por recurrir a espacios no habilitados para poder rehabilitarse, recuperarse. La demanda sería la responsable de la oferta, algo así como que el adicto fuera responsable del narcotráfico y del crimen organizado.
En tren de batallar contra molinos de viento, separemos la paja del trigo y no pongamos en la misma balanza a los que desean ayudar (a veces sin herramientas, capacitación ni recursos, a veces tomando decisiones equivocadas) con los que lucran con la desesperación (incluso incurriendo en conductas criminales que deben ser debidamente sancionadas). Pero del mismo modo, también empecemos a auditar las intervenciones de los equipos interdisciplinarios que niegan la certeza e inminencia del riesgo, y a denunciar por abandono de persona a tantos profesionales que se lavan las manos y aplican el criterio de mínima intervención posible.
Noticias como las de la comunidad terapéutica “La razón de vivir” son de suma utilidad para replicar ideologías mediante el uso de terminologías políticamente correctas. Y cuando un hecho discursivo y la realidad entran en colisión, siempre prevalece el discurso hegemónico (por más que la realidad se siga empeñando en demostrar lo contrario). Lo mismo sucede con la ley de Salud Mental.
SEGUIR LEYENDO: