Si una mujer no denuncia en el momento en que se siente abusada es mentira. Si una mujer no es considerada -por quien la descalifica- bella no pudo haber sido abusada. Si un hombre es considerado bello -por quienes lo defienden o por él- no pudo ser un abusador. La descalificación del abuso, el hostigamiento, el acoso, la incomodidad o la desubicación sexual porque la mujer que habla lo hace en el momento en que está preparada y que la sociedad puede escucharla ya había quedado perimida. La descalificación a las mujeres que relatan una incomodidad sexual por tarderas, feas, fracasadas y mal agradecidas suena agria. ¿No había cerrado ese antro de justificación del acoso? Parece que volvió a abrir.
El actor Gerardo Romano fue acusado, mediáticamente, por Paula di Chello, de darle un beso de forma inapropiada durante la grabación de Se dice amor, entre 2005 y 2006. “Tuvimos una escena en una novela en la que él me empujó contra una pared y me mordió la boca. Me salió sangre. No me avisó. Y eso no estaba en la escena”, declaró ella en un móvil con Intrusos. No todos los relatos mediáticos, virtuales o judiciales son reales solo porque los dice una mujer (como hoy se intenta ridiculizar) y no todas las situaciones que se relatan son punibles o tienen la misma gravedad aunque haya una gran variedad de acciones que puedan ser cuestionables y, por sobre todo, modificables.
Pero lo más grave no es solo la gravedad de lo que se dice, sino que se intente volver a descalificar los relatos de escenas inapropiadas diciendo qué es tarde para hablar, que contar públicamente una sensación de incomodidad sexual es una enfermedad, que las mujeres feas no son abusables, que los hombres lindos no son abusadores y que la violencia es un termómetro de atracción y no de perversión. La respuesta vuelve a permitir descalificar a las mujeres con argumentos que deberían ya estar superados.
“Me pesa decirlo, fui un tipo muy seductor, con mucha prensa, decían que era un sex symbol, cosas por el estilo. Yo no perseguí nunca a nadie por ningún pasillo, por personalidad y por cómo me iba. Me han perseguido, sí”, se defendió Gerardo Romano. Un hombre puede ser atractivo, seducido y deseado. Pero eso no lo excusa de poder generar situaciones de incomodidad para una mujer, hacer escenas que no están pautadas el guión o con una virulencia perturbadora para una actriz. Ser bello no es ser impoluto. Y tener levante no es una coartada para que un varón pruebe que no cometió actos abusivos.
El abuso no se comete por deseo sexual (porque el hombre tenga ganas acumuladas o no tenga nadie con quien darse un beso o tener sexo) sino por otra razón: no pensar en la mujer como una persona con deseos y derechos propios y querer imponerle el cuerpo más allá de las reglas (del guión en una serie y del consentimiento en la vida real). Y, en este caso, puede ser cierta la situación (o no) o haberse vivido con diferentes percepciones y límites sociales. Pero lo peligroso es que en vez de avanzar retrocedamos.
“Me gustan las mujeres que me gustan. En general coinciden con un canon de belleza que ella no posee”, delineó Gerardo Romano en un comentario innecesario. No importa si es, o era, linda o fea o a que canon de belleza pertenece o no pertenece. Los abusos no son un concurso de belleza, son una prepotencia de una persona sobre otra que no está justificada o injustificada por la pollerita corta, el color de los ojos o la medida de las piernas.
La frutilla del postre del actor fue el cuestionamiento por el momento elegido para relatar esa escena: “Además, ¿15 años después? ¿Qué síndrome es ese?”, cuestionó Gerardo Romano que quiso escudarse en su ideología política para mostrarse como víctima (y eso tampoco es válido porque el machismo traspasa todas las ideologías y marcos partidarios y políticos). Las leyes cambiaron porque los tiempos cambiaron y que el lema del #MeToo fue “El Tiempo es Ahora” porque, hace 15 años, había situaciones que eran naturalizadas y no existía una escucha receptiva que permita decirlas y, ahora, en cambio, se comprende que las actrices no pueden ser avasalladas en su cuerpo sin que esté en el guión y sin su expreso consentimiento.
Por otra parte, la palabra “síndrome” busca patologizar (como si se tratara de una enfermedad) el proceso personal y social de tener que esperar un largo tiempo hasta poder hablar. Y lo peligroso no es lo que pasa en esta situación, sino que se vuelva atrás en un camino en el que está claro que las mujeres pueden necesitar que pasen años hasta estar preparadas para contar un abuso. Además la actual coyuntura es más oportuna para poder comprender que comportamientos que antes eran impunes ahora ya no son legitimados.
La idea que la violación se produce porque una mujer es atractiva es tan nociva como una viola-cosificación. La atracción depende de quién la mire y solo suele ser un argumento defensivo para descalificar a quienes hablan. Y, además, da por sentada, la idea que la violencia sexual es halagadora porque la víctima es tan sexy que no puede dejar de ser besada, tocada o penetrada a la fuerza.
Mientras que considerar que un hombre atractivo no necesita abusar también es una percepción (cuando es una autopercepción ya es un colmo de narcisismo) que solo sirve de escudo, pero no de argumento válido, porque el abuso no es una necesidad, sino una pulsión de poder. El abuso no es sinónimo de besos ni de sexo. Y no es una reacción por necesidad, sino por dominación.
Todos esos argumentos no son solo parte de los programas de la farándula. En las series y las películas hay un auge de cuestionamientos o malos presagios para quienes denuncian y de compasión y justificación para quienes son denunciados. El #MeToo ya fue. Las plataformas ahora muestran que ellas son las que, con sus palabras, gatillan las balas que las harán pasar de víctimas de violación a culpables de homicidio y de valientes a suicidadas.
Dos veranos es una serie belga que se puede ver en Netflix. El spoiler alert es una trampa porque la tensión que provoca el cambio de época y la diferencia entre las juventudes pasadas de drogas y de violaciones solapadas en amistades rebeldes es posible y potente de contar. Y el efecto en un grupo de amigos maduros es una comparación que sería interesante si no tuviera una linealidad tan reaccionaria.
La serie muestra a jóvenes que en 1992 convalidan una violación y a adultos invitadas a una mansión en la playa que se cuestionan y preocupan por las consecuencias de sus actos. No es posible cuestionar sin spoilear, pero sí es posible afirmar que hoy Netflix hace marketing con el relato de violaciones que han conmovido al mundo (como la manada en España que generó el “Yo te creo, hermana”) pero que, a la vez, crucifica a las que hablan y salvan a los que son acusados con el anti MeToo serial.
No hay un solo guión, una sola historia, una sola mirada posible. No se trata de delinear cada letra que se escriba y cada escena que se filme. El relato de los abusos sexuales genera tensiones, dolores, divergencias, errores y temblores. Y se puede mostrar desde muchos puntos de vista, también hay quienes se aprovechan de una herramienta feminista y quienes lo usan para destronar a otras mujeres a las que se les exige que respondan por todos los varones o que se conviertan en sacerdotisas de luchas en las que no son acompañadas. El problema no es la multiplicidad de miradas, sino que la mirada quiere ver solo el espejo retrovisor y dar marcha atrás en el pacto anti abuso sexual que se generó a partir del 2018.
En la película de (supuesto amor) En las buenas y en las malas, versión mexicana, que se define como “comedia dramática”, estrenada en 2019, pero a mano en Netflix, el personaje de Pamela (interpretado por Macarena Achaga) dice literalmente a Sebastián (Alberto Guerra) que está por casarse con Valeria (Zuria Vega) y al que ella persigue hasta que logra tener sexo (primero oral) con él y al que, después, acosa: “Voy a decir que me violaste y vamos a ver a quién le creen”. Ups.
Las mujeres son acosadoras. Las mujeres son mentirosas. Las mujeres usan la violación como amenaza. No solo mienten, sino que usan su mentira para decir que les deben creer y arruinar la vida de los hombres. Los guiones actuales son más nocivos que cuando no se hablaba de violación. No solo la niega, sino que dice: “No le creas a las mujeres porque solo están mintiendo a los hombres que de verdad aman a a sus mujeres”. Es mucho. Tanto que el conejo de “Atracción Fatal” podría salirse de la olla y decirle a los guionistas que se les nota la necesidad de venganza contra las mujeres que hablaron y que si quieren que los hombres se casen y sean fieles hagan pelis clásicas, pero no anti mujeres.
En La ira de dios, dirigida por Sebastián Schindel, el spoiler también es un freno para no decir más sin que se delate la trama. Pero la moraleja es que ellas arruinan la vida de ellos por acosos que son falsos o exagerados y que hacen mal y van a terminar mal. Mala eres. Y más mala si no solo te mereces la violencia sino que, además, quieres defenderte o denunciar lo que para vos es insignificante pero puede causar más mal del que te causaron a vos, según la mirada externa, masculina y condenatoria.
En Anatomía de un escándalo el suspenso se provoca por una infidelidad que deriva en una denuncia por violación y en una cascada que parece no detenerse. El arte no es literalidad y nadie pide que los personajes femeninos sean ángeles y los masculinos malvados. Siempre es esperable la variedad de miradas y posibilidades. Lo llamativo no es eso, sino que la mirada ahora sea casi única: ellas son más malas que ellos por denunciar y el daño que provocan es mayor al daño que le provocaron ellos.
Es lógico, esperable y -podría ser- bienvenido que después del auge de denuncias por violencia de género y abuso sexual -que se dio entre 2015 y 2018- se puedan mostrar diferentes efectos, voces, complejidades y relatos. En ese sentido la quinta temporada de Elite pone el foco en el debate sobre qué hacer con los estudiantes acusados de abuso sexual. Interviene una psicóloga que no sabe nada de educación sexual, que extrañamente toma tragos con las protagonistas, pero que podría ocupar un lugar interesante en pensar en las salidas no punitivas y reparatorias, muy especialmente, de adolescentes que podrían escuchar los señalamientos de las chicas como límite y aprendizaje.
La serie fue acusada de “banalizar” el abuso sexual. Pero el problema no es la frivolidad, ni la consolidación del victimario en héroe Philippe (Pol Granch) o del discurso de la chica anti denuncias de abuso sexual, justo el personaje que imita a una chica cheta argentina (Valentina Zenere como Isadora) que termina violada y queriendo ocultar-y ocultarse- lo que le sucedió mientras estaba inconsciente después de una fiesta en Ibiza.
El problema no es que haya problemas que no tengan una resolución con un guión correcto. Las preguntas, las tramas, las diferencias y las tensiones tienen que ser múltiples y abrir nuevos caminos. La cámara no puede mostrar solo lo que está bien y ocultar lo que está mal. Es cierto que post auge del #MeToo se debería avanzar en chequear las formas de las denuncias, la comunicación de los relatos, la gradualidad de las acciones que se cuestionan, las consecuencias de las transformaciones sociales, las pruebas para comprobar los relatos, las reparaciones a las víctimas y los caminos posibles para seguir avanzando.
El problema es que los guiones son complejos sino que van en un mismo y lineal sentido: demonizar a las víctimas y que el abuso sexual vuelva a ser silenciado. No es que necesitamos películas con moralejas anti abuso o vamos a prohibir con la biblia de la corrección política toda mirada artística o debate cultural. No se trata de cancelar, pero tampoco de cancelar a las que hablan. Al contrario, el problema es que la pantalla tiene moraleja y la pone en letras de molde: “No denuncien, chicas, que van a causar mal y terminar mal”. Lo entendimos. Y queremos decirles que está mal. La complejidad es bienvenida, volver al silencio no.
SEGUIR LEYENDO: