La virulencia discursiva derivada del desarrollo del interminable conflicto ucraniano parece vislumbrar la reaparición del espectro del peligro atómico, extremo que implica una gravísima amenaza para la paz y la seguridad internacional.
Como consecuencia de la capacidad de aniquilación masiva de las armas nucleares -cuyos mayores arsenales están en posesión de los Estados Unidos y de la Federación Rusa-, un conflicto de esas características importaría la muerte de millones de personas.
Acaso como coincidencia de una efeméride a la medida de la hora, los hechos tienen lugar al aproximarse el 60 aniversario de la Crisis de los Misiles. La que se desató en octubre de 1962 a partir del descubrimiento por parte de un avión de reconocimiento de los EEUU de emplazamientos para el lanzamiento de misiles soviéticos con cabezas nucleares a unas cincuenta millas de La Habana.
El Presidente John F. Kennedy advirtió que su país enfrentaba el mayor peligro de seguridad nacional de toda su historia. El descubrimiento implicaba una gravedad extraordinaria para una nación bendecida por la geografía. Separado de los conflictos en Europa y Asia por dos inmensos océanos, los EEUU se habían mantenido aislados del peligro de un ataque sobre su territorio continental. Pero ahora la Unión Soviética había construido una infraestructura con capacidad para lanzar misiles desde una isla estratégicamente ubicada, a menos de cien millas de Florida.
Comenzarían entonces los trece angustiosos días durante los cuales el mundo se acercó al punto de mayor riesgo para la supervivencia misma de la humanidad en toda la historia.
Kennedy ordenaría la conformación del “Ex Comm” (Executive Committee of the National Security Council o Comité Ejecutivo del Consejo de Seguridad Nacional, en español), el que sesionaría prácticamente en forma permanente y entre cuyos miembros se encontraban Dean Rusk (secretario de Estado), Robert McNamara (titular de Defensa), John McCone (jefe de la CIA), McGeorge Bundy (asesor de Seguridad Nacional), George Ball (subsecretario de Estado) y el híper influyente hermano presidencial Robert “Bobby” Kennedy, entonces secretario de Justicia.
Deliberadamente, JFK no participó de todas las reuniones para que los funcionarios se expresaran con libertad. “Frecuentemente, aún los hombres más fuertes tienden a hacer recomendaciones en función de lo que creen que son los deseos del Presidente”, recordó Bobby Kennedy en su obra “Thirteen Days. A Memoir of the Cuban Missile Crisis (Trece días. Una memoria de la Crisis de los Misiles en Cuba)” (1968).
Qué hacer frente a los hechos inauguró un encendido debate en torno de un dilema de hierro, porque si se decidía a actuar atacando las instalaciones, podía desencadenar un enfrentamiento nuclear. Al tiempo que si no hacía nada, se abandonaba en los hechos la defensa hemisférica. “La sensación general era que se requería alguna forma de acción”, recordó Bobby Kennedy.
Fue entonces cuando McNamara se convirtió en el mayor promotor de la idea de imponer una “cuarentena” sobre la isla. El secretario de Defensa explicó que era una acción de presión limitada y que la misma podría incrementarse si las circunstancias lo requerían.
McNamara informó que un ataque aéreo “quirúrgico” era impracticable de acuerdo al Joint Chiefs of Staff (Junta de Jefes de Estado Mayor). Desde el punto de vista militar, ello requeriría una invasión de la isla. Una alternativa que retrotraía los peores recuerdos del fiasco de Bahía de Cochinos.
Pero al mismo tiempo, los jefes militares sostenían que el bloqueo no sería suficiente y que una acción militar era ineludible. El antiguo secretario de Estado de Truman, Dean Acheson -considerado un referente de la política exterior del Partido Demócrata- argumentó en el mismo sentido. El secretario de Defensa, por el contrario, insistió en que debía intentarse la política de la cuarentena y reservar la hipótesis de un ataque. Bobby Kennedy se alineó con McNamara y dijo que un ataque era equivalente a “un Pearl Harbour al revés”.
JFK decidió adoptar esta política el día 21 y habló a la nación el día siguiente. Un rato antes, había enviado una extensa nota al premier soviético Nikita Kruschov recordando que los EEUU habían establecido que cualquier embarque de armas ofensivas a Cuba sería considerado un asunto de la mayor gravedad.
El jefe del Kremlin respondió que los norteamericanos insistían con su “degenerado colonialismo” y cínicamente acusó a Washington de empujar al mundo al abismo de la guerra nuclear. Una vez más, aseguró que el material militar en la isla tenía tan sólo un carácter “defensivo”.
El día 23, la Organización de Estados Americanos (OEA) votó unánimemente un respaldo al gobierno norteamericano. En simultáneo, la Casa Blanca obtuvo el firme endoso del Primer Ministro británico Harold Macmillan, del canciller de la República Federal Alemana Konrad Adenauer e incluso del Presidente de Francia Charles de Gaulle, un hombre normalmente reacio a otorgar adhesiones sin condiciones a Washington.
La cuarentena entró en vigor esa misma tarde.
La reacción del gobierno argentino no se demoró. En sus Memorias, el entonces embajador en Washington Roberto Alemann recordó que el presidente provisional José María Guido -quien había reemplazado al depuesto Arturo Frondizi- convocó de urgencia al gabinete donde se decidió enviar dos barcos de guerra en apoyo de la cuarentena.
A su vez, Bobby Kennedy estableció un canal de diálogo con el embajador Anatoly Dobrynin, el legendario representante soviético ante la Casa Blanca (lo sería durante 24 años) quien debió escuchar que el Presidente había sido engañado y que ello tenía implicancias “devastadoras” que comprometían la seguridad de los EEUU y la paz del mundo.
En tanto, un momento crucial tuvo lugar ante la vista del mundo entero durante el debate en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, cuando en medio de un áspero intercambio, el embajador Adlai Stevenson le preguntó a su par soviético, V. A. Zorin, si reconocía las fotografías que mostraban las instalaciones en Cuba: “Don´t wait for the translation, Yes or No? (No espere al traductor, ¿sí o no?)”.
Dobryinin recordó en su libro “In Confidence. Moscow´s Ambassador to America´s Six Cold War Presidents (Confidencialmente. Embajador de Moscú ante los seis presidentes de la Guerra Fría de Estados Unidos)” (1995) que para entonces el balance de armas estratégicas favorecía a los EEUU al punto que mientras la Unión Soviética tenía trescientas cabezas nucleares, los norteamericanos contaban con tres mil. Y reconoció que Kruschov tenía la esperanza de compensar aquella desventaja mediante la reinstalación de misiles de alcance intermedio en un punto desde el que pudieran atacar a los EEUU.
Dobrynin admitió que el líder soviético había cometido un error de cálculo fatal al suponer que su aventurera estocada no sería descubierta. Al tiempo que había confundido groseramente la psicología de sus adversarios al no prever la reacción que despertaría. Mientras que quien sí había previsto la situación había sido Castro, quien tiempo antes había sugerido al Kremlin suscribir un acuerdo formal y público para instalar una base de misiles en Cuba sobre la base de un entendimiento legal, tal como los norteamericanos habían hecho con sus aliados en suelo europeo.
La crisis quedó resuelta el domingo 28, cuando tras varias jornadas de mensajes cruzados y el ultimátum final de Robert Kennedy al embajador Dobrynin, los buques soviéticos cambiaron de rumbo y Kruschov aceptó desmantelar las plataformas de lanzamiento. A cambio, la Administración aceptó remover misiles “Júpiter” -ya obsoletos- de Turquía, una medida que se mantendría en reserva a los efectos de salvar las formas. Al tiempo que la Casa Blanca y el Kremlin quedarían enlazadas por un “teléfono rojo” y los EEUU se mantendrían fiel a su política de no intervención en Cuba
Los años que siguieron mostraron un apaciguamiento en la confrontación bipolar y el peligro de una guerra nuclear pareció alejarse en la década siguiente, durante los años dorados de la “Detente”. Acaso como consecuencia del común reconocimiento de que las armas nucleares poseían la paradójica capacidad de generar una “mutua destrucción asegurada” (MAD, por sus siglas en inglés).
Por su parte, el periodista y Premio Pulitzer Walter Lippman escribiría tiempo después en The Atlantic que JFK había demostrado dotes de estadista al actuar con prudencia diplomática en ejercicio de una auto-moderación ejemplar. Lippman explicó que invadir y ocupar Cuba implicaba “un riesgo incalculable” y aplaudió la estrategia de adoptar objetivos limitados mediante el empleo de instrumentos limitados.
Los EEUU tenían a su alcance la capacidad para reducir a ruinas a la sociedad soviética pero el balance de poder y el mantenimiento del statu quo eran elementos cruciales en la era nuclear. Explicó que la crisis había dejado una enseñanza sobre la naturaleza de la diplomacia. Al reconocer que la decisión racional de dejar un margen de acción a Kruschov buscó evitar cometer la equivocación catastrófica de rodear al adversario sin dejarle un camino para retroceder.
La historia, por su parte, ofrecería designios inesperados para los protagonistas de este episodio. Poco después, Kennedy fue asesinado y Kruschov fue derrocado en un incruento golpe de palacio. Castro resultaría el único beneficiario de la Crisis de los Misiles, logrando extender por seis décadas su interminable tiranía, la que aún se cierne sobre Cuba.
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