Las nuevas formas de hablar, la grieta que faltaba

El lenguaje no se puede imponer, pero tampoco prohibir

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Como si cambiar el lenguaje no fuera lo suficientemente complejo, ahora le sumamos el juicio social, la mirada correctiva, la bajada de línea
Como si cambiar el lenguaje no fuera lo suficientemente complejo, ahora le sumamos el juicio social, la mirada correctiva, la bajada de línea

El lenguaje no se puede imponer, tampoco prohibir. El lenguaje, como la cultura, es algo que simplemente ocurre. Por supuesto que desde los espacios de poder -familiares, políticos y mediáticos- se pueden acompañar o intentar dilatar los cambios, pero no mucho más que eso.

Como amante de la escritura y del buen hablar (soy obse del correcto uso del lenguaje, lo que no quiere decir que lo use bien, solo que lo amo) las nuevas formas de comunicación me resultan tan atrapantes como complicadas. Meticulosa siempre, cuando hablo y escribo necesito un norte, un consenso, un saber dónde está la “corrección” para, eventualmente, ser tranquilamente incorrecta.

En mi trabajo, por ejemplo, me inquieta usar palabras, letras, expresiones que no tengan una definición realmente consensuada pues, tengo claro, cada término indefinido deja afuera a alguien o algo. Últimamente me esfuerzo muchísimo para hablar de manera inclusiva y, como resultado, siento que por nombrar a todos (y a todas, a todes y a todxs) no estoy nombrando a nadie.

Ante la duda siempre trato de usar la “a”, la “o” y la “e”, pero esto tampoco soluciona el problema. Por un lado, no siempre es posible (límites en cantidad de caracteres para publicar, concentración en el discurso, etc) y, por otro, quienes amamos leer y escribir sabemos que hay algo que tiene que ver con la poesía (yo le digo la “música” del texto) y esto tampoco es fácil de modificar de un día para el otro. Esa resonancia, esa emoción que nos generan las palabras y sus combinaciones, está directamente ligada a nuestro lenguaje de origen, es decir, a nuestra cultura presente, no a la que proyectamos para el futuro.

Y como si cambiar el lenguaje no fuera lo suficientemente complejo, ahora le sumamos el juicio social, la mirada correctiva, la bajada de línea, la grieta que faltaba. Manuales del uso de lenguaje circulan como pan caliente tanto en redes sociales como en organismos y empresas. La mirada ajena siempre alerta -a favor o en contra- del uso que cada uno hace de las palabras y los pronombres. Como si lo correcto ya estuviera estipulado, sea por la antigua RAE o por sus detractores, siempre hay alguien listo para juzgar, corregir o indignarse.

En este contexto yo quedé atrapada en el grupo “esquiadores novatos” que, según mi propia definición, somos esas personas que vamos aterradas esquivando potenciales errores, sobre la marcha, como podemos, intentando no ofender a nadie, dependiendo de la pista y el clima en el que nos toque comunicar. Y obvio, siempre, pero siempre, nos damos algún palo.

Aunque le pongamos humor, expresarse con miedo no está bueno. Me ha pasado que en diferentes ámbitos me manden a “tomar capacitaciones en género” por no incorporar la “e” al expresarme espontáneamente o por no usar la “x” cuando escribo en grupos de WhatsApp (¡sí, en grupos de WA!). Yo solía responder haciéndome la graciosa, diciendo que soy una señora mayor, que me tengan paciencia, pero esta respuesta ya no hace reír a nadie, así que ahora confieso la verdad: me falta convicción.

Todavía no tengo la claridad necesaria para hablar de una manera nueva con fluidez y creo que no soy la única. Siento que en este cambio, como en tantos otros, la pose políticamente correcta viene imponiéndose sobre la profundidad del tema. Hay mucho titular, mucha crítica, mucho blanco negro, mucha indignación que tanto nos gusta a los argentinos, pero poca apertura al debate. Esto se ve claramente con lo que genera la incorporación de la letra “e” por ejemplo. Están quienes la han incorporado y la promueven solemnemente, quienes se burlan de su uso y quienes la defenestran al punto de querer prohibirla… y todo esto pasa cuándo todavía no está consensuado si su uso refiere a la inclusión de todas las identidades o es exclusivo para aquellas no binarias. Por hacer este planteo, hace un tiempo, me trataron de transfóbica.

El lenguaje construye realidades (y viceversa). Que se está dando un cambio necesario para la construcción de una sociedad más justa, equitativa e inclusiva no está en discusión, pero todavía hay muchísimos conceptos sobre los cuales hace falta consensuar, antes de andar bajando línea sobre lo que está bien o mal.

Todo cambio genera incomodidad, sería infantil esperar lo contrario, pero para avanzar en la construcción de un nuevo lenguaje, perdurable en el tiempo, hace falta un debate profundo, extenso y honesto, que no he visto hasta el día de hoy.

Me parece fundamental abarcar temas ríspidos como la biología por ejemplo -que hoy es casi mala palabra entre muchos promotores del lenguaje inclusivo- y asumir que hay términos que se pretende reemplazar sin el menor consenso social. Empezando por las palabras mujer y madre, cuyo significado pareciera haberse reducido a los estereotipos impuestos por la antigua cultura patriarcal.

Somos muchísimas, pero muchísimas, las mujeres que no queremos que nos llamen “persona menstruante” o “persona gestante” y que no por eso aceptamos -de hecho rechazamos enfáticamente- que los significados de las palabras mujer y madre estén ligados a mandatos culturales como ser el aspecto físico, la vestimenta, los roles sociales o los gustos sexuales.

Sin embargo, en la actualidad, quienes planteamos esto muchas veces somos tratadas de retrógradas dentro del movimiento feminista. Paradójico que después de siglos de lucha y sometimiento, cuando el feminismo es TT en el mundo, la palabra “mujer” tienda a eliminarse o su significado sea reducido a un estereotipo impuesto por la misma cultura que queremos erradicar.

No digo que sea fácil resignificar una palabra, ni siquiera sé si es posible a esta de las circunstancias, pero lo que seguro es inadmisible es que en nombre la inclusión y la diversidad intenten acallar este planteo o cualquier otro.

Como promotora de los derechos y la salud sexual y reproductiva en el contexto del parto y el nacimiento, no puedo evitar inquietarme al notar cierta tendencia a menospreciar la biología (desde el lenguaje) como factor determinante en algunos aspectos de nuestra vida. Sin perjuicio del rol que deseemos ocupar en la sociedad, nuestra forma de vestir, de lucir y nuestros deseos y elecciones sexuales; no veo posible una sociedad inclusiva, equitativa y libre de violencias, que no reconozca y honre la biología humana.

Que en nombre de la biología se haya sometido y oprimido a las mujeres, a las personas menstruantes, a las madres, a las personas gestantes, a las diversidades y a las disidencias, no es culpa de la biología, es culpa de una sociedad y una cultura que todas, todos, todes y todxs hemos sostenido, por acción u omisión, a lo largo de la historia.

Asumir que hoy por hoy hay un lenguaje inclusivo “legítimo”, desde mi punto de vista, es un error. Seguir buscando el defecto en el otro, otra, otre y otrx, nunca conduce a nada positivo y esto aplica tanto para quienes buscamos un cambio como para quienes se aferran a culturas en blanco y negro, donde la sola idea de incorporar la “e” genera urticarias.

Sin un debate genuino y profundo que nos incluya verdaderamente a todas las personas que conformamos esta sociedad, seguiremos en el camino de la indignación tan propio de nuestra cultura, tan poco constructivo y, sobre todo, tan poco inclusivo.

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