El tiempo que se avecina en la Argentina

Lo que viene por delante reclama coraje y disposición férrea para llevar adelante la tarea de traducir el gran impulso ciudadano en un plan de gobierno sostenible

Los argentinos y argentinas de ahora son más valientes que los de 2015 (REUTERS/Cristina Sille)

Con casi un tercio de su mandato cumplido y con una serie de escándalos políticos que abarcan a todas sus figuras principales, el agotamiento del proyecto político del gobierno de Alberto Fernández parece más que evidente. Estamos entrando en una etapa de cierre, que no por eso será más tranquila que las anteriores, pero que muestra a quienes sepan observar indicios del tiempo que se avecina en la Argentina.

Para entender lo que viene tenemos que observar primero lo que vamos a dejar atrás. Nos equivocamos en 2015, tal vez ilusionados por el cambio, en creer que el kirchnerismo se había terminado. Dificultades de distinta naturaleza que impidieron desterrarlo de manera definitiva de la cultura política se impusieron en el programa de gobierno de Cambiemos, que con el tiempo y la distancia muestra sus virtudes en materia económica y social (al punto tal que el Frente de Todos, desesperado por salvaguardar algún capital político, imita impúdicamente). Pero si nosotros erramos el diagnóstico de su defunción, el kirchnerismo erró aún más con el de su regreso.

La sociedad que encontró el kirchnerismo en este cuarto mandato no era la misma que vio a Cristina dejar la Casa Rosada. En ese entonces, apenas un sector incipiente –aunque importante– de la ciudadanía empezaba a movilizarse en las calles reclamando transparencia institucional, respeto a la división de poderes, mayores oportunidades de empleo, desarrollo y seguridad. Para cuando volvieron al poder, cuatro años más tarde, esa cultura de movilización ciudadana que no estaba canalizada por los viejos aparatos políticos, sino que emanaba de un sentido genuino y espontáneo de participación, se había acrecentado. Cuando el gobierno de Alberto Fernández quiso aprovechar la pandemia de COVID-19 para neutralizar esta energía ciudadana de cambio con una cuarentena eterna, la paralización de la economía y el cierre de las escuelas, esta ciudadanía no se lo permitió. Tomó las calles, alzó la voz y se hizo escuchar asumiendo todos los riesgos de ir contra un gobierno que daba muestras claras de un creciente autoritarismo. Los argentinos y argentinas de ahora son más valientes que los que dejaron en 2015.

El afán de cambio está presente y se hace sentir en todos los niveles de la sociedad, en todas sus clases sociales: desde los productores agrícolas que quieren recibir de manera acorde al valor que aportan al país, hasta los sectores más humildes que empiezan a vislumbrar las posibilidades de vida que existen más allá de la informalidad laboral y habitacional que naturalizaron por tantos años. Ni hablar de las clases medias, los pequeños y medianos empresarios, los emprendedores y comerciantes que no se resignan a una Argentina del estancamiento, que sueñan todavía con un país que les permita progresar por sus propios medios, con su imparable voluntad de trabajo.

Cada vez son más los argentinos y argentinas que ven las inmensas posibilidades de crecimiento que ofrece una república transparente, democrática, con división de poderes y garantías institucionales, que permitan a cada quien desplegar su potencial y hacer su aporte productivo al conjunto de la sociedad. Esa comprensión se traduce en una demanda más fuerte a la clase dirigente, a quienes se les pide ahora la misma valentía y compromiso con el que los ciudadanos se movilizan hoy para defender sus derechos de los patoteros del poder que se aferran con uñas y dientes a las viejas estructuras políticas del Estado populista.

Porque esto último hay que tenerlo bien claro: los especuladores, los que manipulan y hacen trampa en las instituciones, los que nos trajeron hasta este estado de deterioro no se van a ir así como así. Ni aunque dejen de ser gobierno, porque muy posiblemente casi nadie los vote en 2023, van a abandonar sus nichos de poder, sus terminales en la sociedad y el Estado, donde seguirán buscando moldear la Argentina según la forma de sus intereses.

Por eso es que decimos que para gobernar a la Argentina no va alcanzar con ponerse el traje de funcionario, como esperan algunos. Hay que ir contra los intereses que anidan detrás de este esquema de poder que expresa el Estado populista. Esto requiere tener un plan que sea ejecutable desde el primer día, saber bien todo lo que hay que hacer y estar preparado para bancarse las consecuencias inmediatas, que no van a ser fáciles de afrontar.

El próximo gobierno va a tener un tiempo de transición, que podrá ser más largo o más corto, pero que, dure lo que dure, requerirá de un equipo que tenga lo hay que tener: huevos y ovarios. La prédica del consenso que atrae a tantos dirigentes y comunicadores no puede pasar por alto los asuntos que no son ni deberían ser negociables en la Argentina: cárcel para los corruptos y para los delincuentes, justicia para las víctimas e igualdad de oportunidades para todos los que quieren progresar y aportar valor productivo al país. No puede haber consenso con nadie que no sostenga esos valores. Y donde no puede haber consenso lo que tiene que haber es una determinación inquebrantable.

El tiempo que se avecina en la Argentina reclama coraje y disposición férrea para llevar adelante la tarea nada menor de traducir ese gran impulso ciudadano en un plan de gobierno sostenible. Será el momento de la República y hay que estar preparados porque es inminente. Va a llegar muy pronto. Se trata de la oportunidad histórica de desterrar todo lo que nos retiene como sociedad y encarar airosos el proyecto de un país serio, potente y capaz de albergar los sueños de progreso de sus 47 millones de habitantes.

Hoy, cada vez más, es la ciudadanía la que marca el rumbo de la política y no la política la que hace con los ciudadanos lo que le conviene. Si algo bueno ha dejado este último mandato del kirchnerismo es la certeza de que la sociedad argentina ya lo ha superado y ahora exige mucho más. Este es el nuevo desafío para la clase dirigente, y en los próximos meses se va a empezar a ver con creciente claridad quiénes están a la altura y quiénes no. Es una cuestión de convicciones y de carácter. Requiere saber observar, entre los políticos que se mueven de acá para allá, como jugando el juego de las sillas a ver a dónde se sientan, quiénes se mantienen de pie, inamovibles junto a una ciudadanía que ya hace rato aprendió a decir basta.

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