Consumo de drogas en contextos de encierro: el difuso límite en el derecho interno y el deber del Estado

El fallo de la Corte Suprema de la Nación ha logrado que esta vieja contradicción tome una centralidad pocas veces vista en la temática de la seguridad pública

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El valor de cualquier droga
El valor de cualquier droga escala siete veces lo que cuesta en la vida libre

Sin bien esta contradicción no es nueva, tras el fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en términos de que el consumo personal de drogas en la cárcel es inconstitucional; ha logrado una centralidad pocas veces vista en la temática de la seguridad pública.

Por supuesto, este es un complejo tema que excede el mero marco de la seguridad pues, como hemos alertado desde esta columna muchas veces, la inacción de resortes específicos del estado genera un entorno proclive al desarrollo del consumo de drogas; las adicciones son un flagelo del que gran parte de la sociedad no logra escapar.

El corolario de este drama suele verse en establecimientos carcelarios, donde la cruda realidad demuestra que muchas veces, por acción u omisión estatal, un vulnerable ha sido transformado en criminal. Entonces, la sensación es que se ha llegado tarde.

Derecho a la intimidad

En el imaginario colectivo de gran parte de la sociedad, una persona que resulta detenida en función de un hecho reprochable a nivel judicial es alguien que, además de haber perdido transitoriamente la libertad ambulatoria, ha perdido también el resto de sus derechos como ciudadano.

Pocas veces como con el fallo de la Corte la sociedad se ha cuestionado qué significa que una persona esté alojada en una cárcel, hasta dónde esa persona sigue siendo un ciudadano sujeto de derechos y, en consecuencia, qué puede y qué no puede hacer.

La legislación nacional y los diferentes tratados internacionales sobre personas en contextos de encierro son claros al respecto, determinando que aquellos que se encuentren privados de su libertad serán tratados con el respeto debido a la dignidad, inherente al ser humano” (Ver Art.5.1. de la Convención Americana sobre Derechos humanos y Art. 10.1 del Pacto Internacional de derechos civiles y políticos). En este contexto, la Corte ha considerado como inherente a la dignidad de la persona humana el derecho a la intimidad, aun para aquellos que discurren sus días en cumplimiento de una pena privativa de la libertad.

El derecho a la intimidad es una de aquellas partes que aun en la cárcel debe ser respetada y es, en este contexto, que la mera tenencia de droga para consumo personal que no haya puesto en tensión los bienes jurídicos que la norma apunta a preservar, sea en la forma de la salud pública, la seguridad pública o el combate al narcotráfico, no será punible.

La Corte Suprema de Justicia de la Nación ha basado su fundamento en varios fallos anteriores que trataban la problemática descripta, pero todos ellos en escenarios disímiles al de un establecimiento penitenciario.

Los fallos Arriola y Bazterrica en los que se han referenciado, si bien trataban de secuestros de drogas para consumo personal, ninguno de ellos tuvo como escenario una prisión, sino un domicilio particular, en un caso, y el tránsito de un grupo de amigos por las calles de la ciudad, en otro.

En ambos casos estaba claro que, además de la exigua cantidad de droga incautada, la misma no estaba destinada a la comercialización sino al consumo personal y en ambos casos, además, a criterio de los magistrados, no colisionaban con los bienes jurídicos tutelados por la norma.

Sin ánimo de contradecir al supremo tribunal, pero sí con la firme intención de arrojar claridad sobre un tema ciertamente vedado a la población en general (hablo del mundo cárcel), convendría profundizar si estos derechos tutelados por la Constitución Nacional, en este caso el de reserva (Art.19), no encuentra límites en un escenario tan particular como lo es el de los establecimientos Penitenciarios.

Para muchos la cárcel es una mera continuación de la vida social de un individuo, con la limitación ambulatoria basada en orden judicial fundada. Pero no siempre es así, a pesar de las nuevas doctrinas en materia penitenciaria, que basan su despliegue actuarial bajo la premisa del principio de normalidad. Primer mundo, tan cerca y lejos a la vez de nuestra realidad.

Infraestructura del Siglo XIX

El fallo de la Corte hace expresa referencia al derecho que le asiste a los internos en cuanto a que el Estado “los deje solos”, y coincidimos en que es fundamental que aun, estando preso, reserve para sus actos personalísimos la potestad de quedar exento a la injerencia estatal.

Surge un problema: la infraestructura penitenciaria no ha sido adecuada a los tiempos actuales y algunos de los establecimientos con que cuenta el Sistema Penitenciario Nacional (omnicomprensivo del Servicio Penitenciario Federal y de los Servicios Penitenciarios Provinciales) datan de las postrimerías del Siglo XIX, y la gran mayoría de la segunda mitad del siglo XX.

No es un dato menor que un centro de detención, como la ex cárcel de Devoto, hoy denominada como Complejo Penitenciario de la CABA, no cuente con pabellones de alojamiento dotados con celdas individuales. En sus seis plantas o módulos residenciales, tiene aproximadamente 20 pabellones de alojamiento, donde a diario conviven de mínima (en los más pequeños) 20 personas; y de máxima (en los más grandes y espaciados) 100, sin ningún tipo de intimidad más que la que el propio sujeto pueda generarse.

Realidad que se agrava aún más si recordamos que hace dos años, aproximadamente, no se categoriza a los internos en función de sus riesgos y necesidades, careciendo de la segmentación operativa que se encuadre en la estrategia de conducción. Un detalle es no juntar internos con poder adquisitivo con otros integrantes de organizaciones narco criminales o de estructuras delictivas complejas. Hoy la confluencia es inevitable.

Cabría preguntarse, en estos casos cuándo en el marco de una requisa se encuentra droga en alguna de las pertenencias de estos internos que conviven lejos de cualquier lógica relacionada a la intimidad, si el fallo de la Corte no colisiona con una realidad que quizá no se vio o no se tuvo en cuenta.

La realidad penitenciaria, lamentablemente, muchas veces solo es conocida por relatos parciales que no abarcan la problemática de una manera holística, integral y despojada de sesgos cognitivos que la tornen funcional a diversos intereses.

En un ámbito como el descripto, donde los internos conviven sin ninguna limitación más que el espacio que su propia cama le confiere, trae aparejado la posibilidad real de trascendencia del estupefaciente, con el consecuente peligro para otros internos. Lo que ya pondría en tensión al menos uno de los bienes jurídicos tutelados por la Ley 23737 (salud pública, seguridad pública o combate al narcotráfico).

Gestión de las cárceles y deber garante

Fuentes Penitenciarias consultadas han señalado que, si bien el fallo de la Corte puso en agenda la cuestión del consumo personal en las cárceles, para ellos este tema no es nuevo, ya que el fallo Arriola, y en menor medida el conocido como fallo Bazterrica, se han convertido en una especie de búmeran que les ha vuelto en contra distintos procedimientos efectuados en los que pequeñas cantidades de droga fueran encontradas en poder de los internos o en sus pertenencias.

Estos fallos no solo han cesado la persecución penal del hecho concreto (el hallazgo de la droga), sino que en un sinnúmero de oportunidades los juzgados a cargo de la ejecución de la pena de los internos que se vieron involucrados en los incidentes, han decidido suspender también los alcances de las sanciones disciplinarias aplicadas a estos internos.

A los agentes penitenciarios se les presenta un desafío en materia operativa y es qué hacer en casos donde se secuestra droga en pequeñas cantidades, pues saben que su esfuerzo no servirá más que para documentar el hallazgo de la droga sin ninguna otra consecuencia que engrosar las estadísticas.

Esta duda, si no es salvada a tiempo por las autoridades penitenciarias, podría generar no solo que el escaso recurso que los servicios penitenciarios colocan en función de seguridad vea menguar su moral operativa, sino que además alguien pudiera encontrar la forma de lucrar con ello.

No vamos a dar ideas desde esta columna, pero bien sabido es lo que sucede con los dispositivos de telefonía móvil: muchas veces son secuestrados “informalmente” y luego vuelven a ser reintroducidos en el circuito tumbero por algunos de aquellos agentes que los incautaron. La falta de un adecuado control podría ser un incentivo para funcionarios que juegan este doble rol.

Por otra parte, la confusión escala a niveles reglamentarios. El Estado, a través de sus efectores penitenciarios, no solo ejerce el control sobre la persona privada de la libertad, sino que también es garante y custodio de la vida y de la integridad psicofísica de las personas alojadas en establecimientos penitenciarios, siendo así que la propia norma rectora en la materia (Ley 24.660 de Ejecución de la pena privativa de libertad) prevé como sanción disciplinaria de carácter grave la tenencia de sustancias tóxicas o estupefacientes (Artículo 85°, inciso C).

Conviene resaltar en este punto que, a la luz del fallo del supremo tribunal, si la tenencia de drogas para consumo personal es considerada como una acción privada, ello no solamente excluiría que pudiera ser punible, sino que además no podría ser prohibida por los reglamentos carcelarios, ya que estos actos de la faz íntima de la persona quedarían solo reservadas a Dios y exenta de la autoridad de los magistrados, es decir, librada a la autonomía de la voluntad.

Y, bien sabemos que, en el escenario actual, la voluntad que se respeta en el ámbito carcelario es la que se impone; despojando esta realidad cualquier atisbo de autonomía y discrecionalidad en aquellas personas ajenas a las cadenas de gestión informales que se dan dentro de las cárceles.

Hoy, como se puede ver en una lista inagotable de casos, esas cadenas informales están siendo colonizadas por estructuras complejas del crimen organizado que centralizan su accionar en el negocio de la droga, del que por supuesto no excluyen a la cárcel.

Finalmente, la cárcel es un mercado cautivo y tentador para cualquier organización que logre penetrar sus muros. Investigaciones de la economía informal de las prisiones dan cuenta que, en algunos establecimientos, el valor de cualquier droga escala siete veces lo que cuesta en la vida libre. Pero este será un tema para otra ocasión.

La legislación es clara al respecto. La Ley de Ejecución de la pena privativa de la libertad 24.660 establece en el capítulo IV, dedicado a la disciplina, en el inciso “C” del artículo 85; que será considerada como infracción disciplinaria de carácter gravetener dinero u otros valores que lo reemplacen, poseer, ocultar, facilitar o traficar elementos electrónicos o medicamentos no autorizados, estupefacientes, alcohol, sustancias tóxicas o explosivos, armas o todo instrumento capaz de atentar contra la vida, la salud o la integridad propia o de terceros”.

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