La Reina ha muerto y Buckingham vuelve a ser esa postal llena de flores que reconocemos de otros funerales reales. Son uno de esos rituales británicos que mantienen al Big Ben girando. Un gesto típico de la flema inglesa que Isabel II representó mejor que nadie: estoica, resiliente, serena ante los grandes desafíos de los que fue testigo y protagonista, capaz incluso de cierto humor para superarlos –¿o qué fue acaso su video hablando del contenido de su mítica cartera con el Osito Paddington para el Jubileo, cuando su salud ya estaba tan debilitada que apenas si pudo estar presente en los actos oficiales más breves y emblemáticos, como pasar revista a las tropas y saludar desde el balcón del Palacio?–.
Inquebrantable en sus setenta años de servicio, la Reina fue la representación viva de la estabilidad para un pueblo que la valora como pocos, pero también para el resto del mundo: una figura universal tan diminuta como poderosa presente en las vidas de nuestros abuelos, nuestros padres y nuestros hijos. Una figura femenina.
El viernes pasado vi por televisión a una mujer llorando mientras llevaba su ramo a la puerta del palacio desde donde Isabel II negoció con coraje ante los más encumbrados y diversos líderes del mundo en las últimas siete décadas. El genérico masculino tiene en este caso el peso de lo literal: la mayoría de esos líderes eran –y siguen siendo– varones. Algo así le dijo la mujer de las flores al cronista de la BBC: “Mi hija me dijo hoy que los suyos no la van a conocer, y no es sólo triste por lo valiosa que era; me dijo, ‘Mis hijos no van a conocer a una reina mujer a cargo, sino a un rey’. Esa es la otra pérdida”.
Setenta años de entrega absoluta a un privilegio pesado como una corona hablan también del absurdo del lugar común que dice que las mujeres somos más inestables emocionalmente y que es por eso que no accedemos a posiciones de poder. Setenta años como monarca y siendo mujer hablan de una personalidad extraordinaria: si hubiera sido la mitad de mediocre que cualquier soberano moderno (si hubiera tenido alguno de los olvidables gestos de su hijo Carlos esta semana, por ejemplo), la habrían obligado a abdicar mucho antes.
Sí, algunos de los que se creen más despiertos dirán que este es un tributo a una señora rica, blanca, millonaria, cis y heterosexual que pasaba los veranos en su paraíso privado de Balmoral rodeada de sus corgis, sus caballos y su prole disparmente avispada. Algunos, sólo algunos: el viernes también vi al borde de las lágrimas al primer ministro canadiense, Justin Trudeau, quizá quien mejor encarna en su discurso a la era woke. “Voy a extrañar nuestras charlas. Era compasiva, sabia, curiosa, solidaria, divertida y muchas otras cosas. En un mundo complicado, su gracia firme y su determinación nos daban fuerza y consuelo. Canadá está de duelo. Era una de mis personas favoritas en el mundo y la voy a extrañar muchísimo”, dijo conmovido.
Lo que tal vez no vean otros por más despiertos que estén es que en esta muerte también está el duelo de las abuelas de “la mersa” que hacían el trabajo no pago en su casa y de paso cosían o lavaban ropa en otras para ganarse su derecho a la independencia económica y al cuarto propio. El duelo de esas mujeres que leían las revistas y soñaban con poder darse también ellas una vida de reinas, no la vida que ahora le cuestionan hasta el cliché a los cuentos de hadas infantiles (la de los personajes femeninos cautivos que esperaban a un príncipe que las salvara), sino acaso con tener maridos como Felipe de Edimburgo, que entendieran finalmente –con esfuerzo y negociaciones– que podían caminar tres pasos detrás –o simplemente a la par– de su mujer sin perder la hombría ni parecer débiles. Acaso con que un marido no fuera necesario para validarlas.
Este es el duelo de un sueño que Isabel II hizo parecer posible, pero sigue en duda. Algunas cosas no cambiaron tanto en estos setenta años. Hace unos meses una amiga muy querida que tiene un cargo importante en una multinacional fue trasladada con su familia a otro país. ¿Adivinen si en su despedida alguien le preguntó al marido si iba de niñero o de consorte, como si acompañar a su mujer fuera una ofensa contra su masculinidad? La respuesta es tan obvia como frustrante. Y sin embargo, la reina hizo escuela, incluso para que hoy mi amiga pudiera acceder a ese puesto de expatriada que en un varón se festejaría sin condiciones ni señalamientos sociales.
La diputada laborista y feminista Harriet Harman, dijo con una anécdota algo de esto el viernes: “Cuando fue coronada, yo era una niña, y me acuerdo de que mi madre me advirtió que la gente pensaba que los hombres sabían más que las mujeres, que las visiones de ellos eran más valorables y que las de las mujeres no eran tomadas en cuenta. Pero la Reina se plantó en ese contexto como una mujer de 25 años, casada y con dos hijos, para tomar su lugar al frente de esta nación y tener un rol enorme en el escenario mundial. Cuánto coraje y determinación debe haber necesitado eso. La mayor parte de los primeros ministros con los que trabajó eran varones que la doblaban en edad”.
La primera ministra británica, Liz Truss –que en su juventud fue una encendida antimonárquica–, dijo en su discurso en la Cámara de los Comunes que la Reina había sido “una inspiración personal” para ella por su compromiso con el deber. La última actividad de Isabel II, sólo tres días antes de morir, fue reconocer a Truss como la quinceava ministra –y la tercera entre las mujeres– en su reinado.
“Ahora recordamos el juramento que hizo a los 21 años de dedicar su vida al servicio. Nunca una promesa se cumplió de forma tan completa”. Nunca. O sí, es el mismo compromiso (y el mismo sueño) de aquellas abuelas de “la mersa”. Los que tuvimos una, sabremos reconocerlo.
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