Desde hace semanas la agenda pública está tomada por el concepto “discurso de odio”. Aquí propongo pensarlo como la herramienta para atacar al rival político de turno, con absoluta independencia de la calidad de sus ideas o proyectos. O sea, el odio como estrategia política dominante porque repaga siempre, aunque el rival proponga ideas que, individualmente, sean buenas o constructivas. Si el rival sale a decir que sería bueno tener más días soleados que nublados, entonces la estrategia es salir a decir que los días nublados no tienen nada de malo, solo para despegarse del rival y, de paso, atacarlo.
La fórmula es eterna: si un peronista apoya la causa A, un antiperonista la repudiará con enorme pasión. Y viceversa. (No sea cosa que los confundan… y voten mal).
Es curioso: el peronismo, el antiperonismo y el Estado de Israel son casi compañeros de grado. Todos han nacido con 3 años de diferencia que, para la historia del mundo, son segundos. En momentos en los que todo un país está discutiendo hasta dónde pueden llegar los discursos de odio entre figuras políticas (y sus terribles consecuencias) me resulta inevitable reflexionar sobre un líder político cuya vida ha sido recientemente contada en un documental de Netflix: “Shimon Peres: el Nobel que no dejó de soñar”.
Peres, ganador del Premio Nobel de la Paz, fue el noveno presidente de Israel y tres veces primer ministro de ese país. Durante toda su vida activa, él mostró una incapacidad absoluta para odiar a sus rivales políticos. O absoluta capacidad para no odiarlos, según como se mire. Su norte siempre fue la defensa y desarrollo de su amado país. La ambición política personal nunca lo apartó un centímetro de esa prioridad. Por ejemplo, en el año 1969, Golda Meyer, la cuarta primera ministra de Israel (rival acérrima y crítica de Peres) decide no convocarlo como ministro de Defensa a pesar de que él había ejercido esa función previamente con brillantes resultados. Años antes, Shimon Peres, como viceministro de Defensa, ya había logrado hazañas importantísimas para su país, como construir los primeros aviones para su fuerza aérea y desarrollar un reactor nuclear para la generación de energía (y, de paso, enviar una señal disuasoria a los países que amenazaban la paz de Israel).
El flamante ministro de Defensa convocado por Golda Meyer, Moshé Dayan, se pone firme: dice que él no aceptará su cargo si Peres no es convocado al gabinete, porque cree que esto es absolutamente necesario para el país. Meyer, a regañadientes y contra su voluntad, se siente acorralada y toma una decisión de compromiso: lo nombra a Peres como parte del gabinete, pero no le da ningún ministerio. O sea, lo nombra “ministro” sin ministerio. Sin sello, sin presupuesto… sin poder. Shimon Peres acepta el (no) cargo y se sube al gabinete. Allí logra hazañas impresionantes: funda una universidad internacional, desarrolla miles de viviendas en Jerusalén, lanza el sistema de autopistas nacionales, moderniza el sistema ferroviario y desarrolla parques industriales en Gaza para dar trabajo a los palestinos.
La pregunta que cabe en este primer relato es la siguiente. Qué pudo más: ¿el odio hacia su rival político o la oportunidad de hacer algo para su país, a pesar de no contar con las comodidades y prestigio propios del cargo que no estaban dispuestos a darle? La humillación de sumarlo a un gobierno pidiéndole una entrega infinita, sin la contraprestación del poder, no fue suficiente para encender la llama del odio político en el corazón de Shimon Peres.
Más adelante, en 1977, Peres logra convertirse en el candidato del Partido Laborista para las elecciones. Una vez más en su carrera, sufre una humillación política: pierde inesperadamente las elecciones contra un candidato a quien las encuestas no le daban ninguna chance de ganarle a Peres, quien acababa de convertirse en héroe nacional por alcanzar otro hito para su país: diseñar, organizar e impulsar la “Operación Entebbe” que logró, contra todos los pronósticos, rescatar ilesos a más de cien judíos que habían sido secuestrados en un avión de Air France.
En las elecciones de 1984, durante una inflación galopante que azota a Israel (¿les suena?) los dos partidos principales, Laborista y Likud, están obligados a formar gobierno juntos porque ninguno saca suficientes votos para hacerlo solo (¿les suena?). Así fue como ambos candidatos a primer ministro, Peres y Shamir, debieron ocupar ese cargo juntos, en alternancia: Shimon Peres gobernaría durante los primeros 25 meses, y luego su rival político lo haría por un período idéntico.
Shimon Peres, como flamante Primer Ministro, ataca la peor pesadilla de la nación: una inflación anual que amenazaba con llegar al 1.000 por ciento. ¡Mil por ciento! Los comercios cambian los precios de sus productos diariamente. ¿Les suena? Peres convoca a una reunión de gabinete que dura 36 horas seguidas: en ese lapso, exige a todos sus ministros que recorten gastos. Esta audaz medida fue criticada por absolutamente todo el arco político de la época. Hasta sus propios ministros se volvieron sus enemigos.
Sin embargo, en 6 semanas la inflación comienza a bajar. A los pocos meses, la inflación pasó de 500% anual, a 16%. El público se enamora de Peres, y las encuestas arrojan un 70% de aprobación del Primer Ministro, el mayor porcentaje en la historia del país. En ese momento, los asesores y compañeros políticos de Peres le proponen que interrumpa la alternancia con su rival Shamir (quien debería sucederlo como Primer Ministro meses después) y que llame a elecciones. Le ruegan que convoque a elecciones. Claro, siendo nuevamente un héroe nacional, Peres ganaría esas elecciones de manera aplastante.
Shimon Peres dice que no. Su respuesta fue la siguiente: “Yo asumí el compromiso con Shamir de gobernar en alternancia. Aun pudiendo convocar legalmente a elecciones, no lo haré. No romperé mi palabra”.
Nuevamente, la pregunta fundamental. ¿Las sucesivas derrotas y humillaciones políticas de Peres, no han sido suficientes para cultivar el odio necesario en su corazón como para arrebatar el poder una vez que este queda absolutamente disponible? ¿Por qué él no es capaz de odiar lo suficiente a Shamir, como para vencerlo? ¿Por qué la palabra empeñada es más fuerte que la rivalidad con su competidor?
El gran legado de Shimon Peres es este: nunca fue “anti-nadie”. Siempre fue “pro-Israel”.
¿Qué ocurre en nuestro país? ¿Por qué somos especialistas en odiar hasta destruir(nos)? Cuál es el verdadero problema: ¿el peronismo… o el anti- peronismo? ¿Es un magnicidio lo más grave que nos puede ocurrir?
No hay peor atentado… que el ataque hacia el proyecto del rival.
Que es el propio proyecto también.
Un país-cidio.
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