¿Qué hacer con tanto odio?

Los niveles de violencia instalada en nuestra sociedad son el resultado de la distancia que generamos con todo lo que no está dentro de nuestra manera de ver el mundo

Movilización en apoyo a CFK en Plaza de Mayo

Son sus últimas horas de vida. Pero aún tiene muchas cosas para decir. Son los consejos finales de un hombre que lo vio y lo vivió todo. El poder y el exilio. La riqueza y la miseria. La tierra y el cielo. Ahora debe subir a su último monte, donde morirá sin llegar a la Tierra por la que tanto soñó. Sin embargo, después de una vida en el desierto no lleva consigo revanchas. Moisés sabía lo que era ser odiado. Siendo apenas un bebe, sobrevivió de milagro a la violencia irracional del poder egipcio cuando lo arrojaron al río en una canasta. Ahora sorprende y dice: “No odies al egipcio, porque también fuiste extranjero en su tierra” (Deut. 23:8).

¿No odiar al egipcio? ¿Cómo manejar ese sentimiento? ¿Cómo no odiar al que te odia? ¿Justo al egipcio? ¿Al que desde su poder político y su ceguera, destruyó ese hermoso país? ¿No odiar al que no piensa, ni siente, ni cree como yo?

Podemos entender uno de los versículos más repetidos de la Torá: “Amarás al extranjero, porque también fuiste extranjero en la tierra de Egipto” (Deut. 10:19). Sabemos que se siente ser el otro, el distinto, el outsider. Sabemos que se siente ser el excluido. Está en el ADN espiritual judío. Es justamente por eso que la tradición nos intima a no maltratar al diferente. Porque estuvimos en ese lugar. Porque sólo crecemos cuando reconocemos el pasado y en lugar de quedarnos instalados en él, rediseñamos el futuro.

Amar al extranjero y trabajar por ser inclusivos con el diferente, es un imperativo más que comprensible. Pero, ¿no odiar al egipcio? Además, el motivo es inentendible. ¿Por haber sido extranjeros en su tierra? Rash”i, el gran exegeta del Siglo X, nos explica que es debido a que también hubo tiempos buenos en Egipto. Allí los egipcios nos dieron refugio y comida en tiempos de sequía. En Egipto estuvimos siglos. El tiempo suficiente para aprender que también podíamos descubrir allí, mucho de su belleza.

Resulta ridículo pensar que todo lo bueno está exclusivamente en nuestra forma de entender el mundo. En nuestra manera de ver las cosas, de pensar la realidad, de describir el contexto o de amar a los nuestros.

Y sin embargo ese resulta el drama de este tiempo. Los niveles de violencia instalada en nuestra sociedad -verbal, física y simbólica-, son el resultado de la distancia que generamos con todo lo que no está dentro de nuestra manera de ver el mundo. Sucede dentro de casa, y fuera de casa. En la discusión de la arena política, no importa en qué vereda nos encontremos, todo lo que está bien es lo que dice u opina el que piensa como yo. Mientras pareciera que todo lo que está enfrente, tiene como único objetivo destruir al país. Nada en el medio.

No importa el tema de discusión, lo que no cambia es el modo de la discusión. Sólo los que estamos de este lado estamos en lo correcto. Y eso es humanamente imposible. Nadie puede estar siempre y solamente en lo correcto.

Sólo podremos crecer, y dejar de ver cómo nuestros hijos buscan otros horizontes o fronteras, cuando no tengamos que empezar siempre otra vez. Cuando cada sector de la política pueda mostrar sus mejores ideas y propuestas, y los demás sostengan las propias sin descalificaciones y con la mirada atenta en lo que seguramente también encuentren como positivo y superador desde la mirada del otro.

Sin embargo, los discursos que escuchamos vienen cargados de virulencia, destrato y volúmenes demasiado altisonantes. Pero lo que desnuda esa grandilocuencia es su inmensa fragilidad. Oculto tras la descalificación está el temor a dar una mínima concesión a la otra parte y correr entonces el riesgo de asistir al derrumbe de lo propio. Eso tiene un solo nombre: inseguridad. La imposibilidad de darle el derecho al otro a tener alguna parte de la verdad, exhibe la debilidad de una estructura que percibe que si le quitan un solo ladrillo, todo el andamiaje sostenido desde esa incoherencia interna, caerá.

Entonces, lo más fácil es odiar al egipcio. Y en ese odio colocarlo como el origen de todos los males. En la historia, hemos conocido fanatismos y totalitarismos políticos que sin dudas fueron la raíz del mal en el mundo: los fascismos tanto de izquierda como de ultra derecha. Hoy asistimos a la banalización continua de lo que ha sido el horror en la tierra. Se tilda de nazi a cualquier comentario u oponente y se compara al Holocausto que asesinó a millones con cualquier mediocridad. La utilización liviana del verdadero horror para destratar desde el odio al rival de turno, además de la falta de respeto lleva en su falla de origen el intento de defender una supuesta verdad, desde una mentira.

El Baal Shem Tov, el fundador del jasidismo en el Siglo XVIII, decía que cuando vemos una falla en el otro, debemos saber que es sólo un espejo de lo que vemos en nosotros. Si no conociéramos tan bien esa falla dentro nuestro, no la reconoceríamos tan fácilmente en los demás. El desafío de este tiempo es el autoexamen de las propias fallas y el aprender a perdonar en los otros aquellos errores que sí perdonamos o negamos en nosotros.

Amigos queridos. Amigos todos.

Gandhi decía: “No dejes que se muera el sol sin que hayan muerto tus rencores”.

Se cierra el año. Termina esta vuelta al sol. Si logramos dejar el odio en el pasado, quizá aún estemos a tiempo de construir un futuro.

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