Discursos de odio y antidemocracia

A partir del intento de asesinato a Cristina Kirchner, los discuros de odio están en el centro del debate político. ¿Cómo debemos abordarlos? ¿Cuáles son sus causas? ¿Se ejercen de “ambos lados’'? Son algunos de los interrogantes que hasta el momento no encuentran respuestas consensuadas

“Basta con que un hombre odie a otro para que el odio vaya corriendo hasta la humanidad entera” (Jean Paul-Sartre, 1964)

Luego del atentado contra la Vicepresidenta se ha instalado una polémica en torno a cómo se debe enfrentar los discursos del odio. En ese sentido, ciertas posturas sostienen que los discursos de odio se ejercen de “ambos lados de la grieta” por lo tanto hay una equivalencia de responsabilidades. Más allá de las distintas interpretaciones que existen acerca de la grieta, partimos de la premisa de que las lógicas binarias no sirven para analizar situaciones sociales complejas y mucho menos para dar respuestas integrales.

Pero lo que no hay que perder de vista es que cuando hay relaciones de desigualdad, hay también relaciones de dominación por lo tanto de opresores y oprimidos. No hay equivalencia ni igualdad de responsabilidades entre quien ejerce la opresión y quien la sufre. Por ejemplo, en una sociedad profundamente racista, la violencia es distinta si la ejerce un blanco contra un afrodescendiente que si es a la inversa. Comprender las desigualdades no supone justificar las violencias, pero sí distinguirlas y darles el sentido político que corresponde a un determinado contexto histórico. De la misma forma que no hubo “dos demonios” tampoco hay “dos discursos de odio”.

A su vez tampoco es lo mismo una fuerza política que organiza su plataforma electoral y programa de gobierno en base al odio (por ejemplo, los partidos de extrema derecha en Europa como Vox y el partido neonazi AFD o en nuestra región Bolsonaro y Milei) sea al inmigrante, a los pobres, a las mujeres o cualquier otro adversario a una fuerza que no lo hace. Porque el problema en este punto radica en que al fomentar motivos para que sea correcto odiar, se promueve la idea de que para que el país crezca o tenga un futuro mejor se debe eliminar a ese sector de la población al que se le descarga el odio.

De la misma manera tampoco se puede construir una mirada ahistórica que no de cuenta de que en la Argentina el antiperonismo ha construido a través del odio diversas formas de justificar golpes de Estado, proscripciones y violaciones a los Derechos Humanos.

Pronto se cumplen 40 años del retorno de la democracia. Estamos en un momento clave de nuestra historia en el cual hay una oportunidad única para que el conjunto de la sociedad y de los sectores políticos tanto oficialistas como opositores puedan consensuar los nuevos Nunca Más. En este caso “Nunca Más” a los discursos de odio. Para este propósito se torna fundamental profundizar en los motivos, efectos y formas en que se desarrollan los discursos de odio en la actualidad. En este caso nos proponemos recuperar algunos pensadores clásicos para pensar algunas de sus características centrales.

Las características principales de los discursos de odio

Los discursos de odio crecen día a día en Argentina y a nivel internacional. Este fenómeno, cuyo origen está en discusión, se compone de expresiones clasistas, machistas y xenófobas, que generan un clima de inestabilidad, agresividad y violencia, a partir de la adquisición de una renovada legitimidad para circular por medios de comunicación, redes sociales y el espacio público en general.

Lo que damos por hecho en los términos de convivencia democrática en nuestro país, se organizó sobre una serie de acuerdos: el rechazo al autoritarismo y el terrorismo de Estado, la vigencia plena de los derechos humanos, y la democracia representativa como forma de gobierno.

Sin embargo, de un tiempo a esta parte, hemos visto surgir discursos y prácticas políticas y sociales que vienen a cuestionar radicalmente los acuerdos y los márgenes que definen aquello posible a decir de manera legítima en democracia. La irrupción del odio, como afecto-político, como discurso social y como práctica política, establece una forma de intervención patológica (como todo lo que opera desde la pura afección sentimental y no desde la razón democrática) en el espacio público que, como señala Habermas, no sólo se propone la segregación de un grupo de personas por identidad, sino que pone en duda la posibilidad de la deliberación democrática (en su más amplio espectro) como forma de organización de la vida en común en nuestra sociedad. De este modo, los discursos de odio organizan explicaciones sencillas sobre los problemas y dificultades que atraviesan a una sociedad, responsabilizando por estas situaciones a determinadas personas o grupos sociales. Se construye una otredad negativa a lo largo del tiempo en el cual se coloca un “otro” que no es igual a nosotros. Para esto, se refuerzan los estereotipos que existen en el imaginario colectivo para construir un sujeto social negativo. Se busca representantes de esos otros.

Jair Bolsonaro realiza su ademán característico simbolizando un arma

Podríamos establecer que se componen de cinco características principales:

-Justifican distintas formas de agresión

Escraches, hostigamiento, violencia física o simbólica, burlas, bullying. Refuerzan prejuicios discriminatorios, estereotipos

- Son explicaciones simplistas de corte ideológico

Son inmunes a los datos y a las investigaciones científicas. Rechazan que se los problematize. Buscan culpabilizar a un grupo de todos los males y por lo tanto debe ser castigado

-Se basan en el miedo al otro (construcción del enemigo interno o externo)

El temor es su combustible, pueden usar mitos, tradiciones y costumbres, para justificar como válidos esos temores.

-Su éxito ideológico radica en su fácil propagación

Buscan naturalizarse en la conversación pública y que sus víctimas también odien

- Operan sobre el inconsciente colectivo

El ideario de las masas y sus arquetipos compartidos, activando así fuerzas irracionales de las que los mismos individuos reproductores de dichos discursos pueden no ser conscientes.

El odio como bandera política y los dilemas de la democracia

La utilización política y tendenciosa del odio, la estigmatización, criminalización y patologización de grupos humanos y la ya conocida práctica de la construcción del enemigo interno son hechos preocupantes que se profundizaron en los últimos años no sólo en nuestra región, sino en el mundo todo, invitándonos este diagnóstico a pensar dicha cuestión como un fenómeno de época y síntoma global generalizado.

Tanto las prácticas de violencia intestina como los discursos de odio que les corresponden, se han ido reconfigurando de manera cada vez más eficaz y encontrando sus espacios de calado y subjetivación (diríamos con Foucault) en no pocos sectores de la sociedad muy bien diferenciados y distinguibles. Se torna fundamental entonces la elaboración y actualización de estrategias y prácticas de libertad para defender y robustecer la democracia. Una democracia vigorosa y vibrante es condición esencial para lograr el desarrollo nacional integral, sostenible y sustentable que el país requiere: el desafío consiste en profundizar nuestro régimen democrático acompañado por un Estado que se responsabilice por los problemas concretos, reales y materiales de su sociedad.

La democracia moderna, de tradición liberal y burguesa, en tanto orden político y social está siendo crecientemente cuestionada a nivel global, en especial cuando coexiste con modelos económicos que siembran o consolidan importantes desigualdades sociales. Incluso en ciertas regiones esas diferencias extremas pueden llegar a expresarse en el incremento del número de ciudadanos que sobreviven en condiciones inhumanas, con amplias necesidades básicas insatisfechas; en este sentido, no somos ingenuos: ningún proyecto de democracia, gobierno y Estado puede jactarse de haber triunfado si el conjunto de las personas no consigue satisfacer las necesidades mínimas garantizadas incluso de manera constitucional. Sobre todo, si tenemos en cuenta que el siglo XX ya nos ha mostrado que son precisamente las crisis económicas severas las que terminan por deslegitimar muchas veces las propuestas de gobiernos progresistas en pos de habilitar el ascenso de movimiento reaccionarios proto fascistas, reaccionarios y virulentos. Ocurrió con la caída de la República de Weimar hace cien años y está ocurriendo ahora. Como diría nuestro amigo Walter Benjamin: la historia se repite.

Lo peculiar de los discursos odio propios de dichos movimientos de reacción dura, es que suelen desentenderse de las condiciones de supervivencia de vastos sectores sociales históricamente vulnerados y marginados, promoviendo así el rechazo, la represión y la negación de derechos para muchos, suplantados éstos por un discurso ramplón y simple del “orden, la transparencia y la institucionalidad” como único principio organizador, el cual, generalmente, termina por apoyarse en vectores ideológicos ultraviolentos, y tan protofascistas como las personas que promueven estos discursos, como, por ejemplo, el de la ya conocida construcción del “enemigo interno”: divide y triunfarás. En este marco, nos encontramos con la transmisión masiva y viral de posicionamientos públicos basados en una alta intolerancia que conduce a la voluntad de eliminar al que se presenta como un Otro peligroso, al que se identifica como un enemigo que no tiene ningún derecho más que, como lo ha dicho un conocido diputado nacional, “el derecho a morir de hambre”. Esto, por supuesto, nos coloca frente a unos de los problemas capitales de la filosofía política contemporánea, el cual ha sido identificado por Karl Popper, a saber: ¿debe tolerarse cualquier tipo de discurso en nombre de la libertad de expresión democrática aun si resulta en sí mismo violento y, por tanto, antidemocrático? ¿Debe la democracia tolerar la intolerancia? ¿Cuál es el límite de la “libertad de expresión”? Lo que se debe tener en claro es que la democracia viene primero, la libre expresión de decir cualquier cosa después. Si esto no se mantiene, entonces viviríamos, como lo enseña Rousseau, no en una República ético-política sana sino en una falsa democracia contaminada por la facción, el conflicto y la disgregación.

¿Pero por qué decimos que estos discursos lindan con los límites de la democracia?

La libertad de informar es total. La libertad de opinión es absoluta. Las calumnias sobre personas y la falsificación de noticias con total impunidad son amenazas para las libertades democráticas elementales. El odio es lo contrario a la libertad de expresión.

Justamente porque la política es el ámbito de resolución de los conflictos y la democracia lleva implícita la noción de alternativas diversas con las cuales identificarse. Es decir, parte esencial de la vida democrática es la existencia de adversarios políticos y la resolución de las discrepancias dentro de los marcos del sistema democrático.

Los discursos violentos son de otro orden, no responden a esa lógica. Se basan en la concepción totalitaria y totalizante sobre una posible sutura del conflicto político y tienen como bandera la negación de la pluralidad en nombre de una unidad formada gracias a la eliminación del otro, un Otro que, tal y como lo han señalado Laclau y Zizek, se concibe de manera sintomática, como resto enfermo, sobra, residuo patológico o exceso social; como algo a “depurar”. Tienen como centro la búsqueda de la anulación, la retórica del terror y la reducción del otro visto como un enemigo, con el cual no se debate ni se dialoga, sino que se lo calla. Así, como lo ha mostrado Axel Honnet, lo que se busca es romper el reconocimiento del otro como adversario legítimo, o incluso como sector social igualmente demandante y pletórico de necesidades, resultando esto en la supresión de la democracia a partir de un discurso basado en la antipolítica cuyo paradójico valor político específico es el de fracturar los acuerdos democráticos institucionalizados.

Esta situación supone un riesgo y es que la democracia perdure en tanto sistema político institucional, pero crezcan las prácticas sociales autoritarias y violentas que habilitan discursos de odio. Para contrarrestarlo necesitamos defender y profundizar la democracia. Por eso, es momento de convocar a la mayor participación popular porque solo una comunidad protagonista en la deliberación de los asuntos comunes puede construir una democracia de alta intensidad.

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