La voz de Magdalena

Despertó a varias generaciones desde el micrófono de la radio y su nombre devino símbolo del periodismo y la democracia

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Magdalena Ruiz Guiñazú había nacido en el año 1935. Además de todos los premios que recibió por su labor, era miembro de la Academia Nacional de Periodismo. (FOTO NA: GUSTAVO FIDANZA)
Magdalena Ruiz Guiñazú había nacido en el año 1935. Además de todos los premios que recibió por su labor, era miembro de la Academia Nacional de Periodismo. (FOTO NA: GUSTAVO FIDANZA)

Fue la voz de la mañana para varias generaciones y una de las grandes mujeres argentinas cuyo nombre devino símbolo del periodismo y de los derechos humanos. Murió Magdalena y la memoria es un remolino de hechos clave de la historia de las últimas décadas. Murió Magdalena y el presente nos encuentra más divididos que nunca y sin poder unirnos en el homenaje a una de las más importantes periodistas de este país.

“Al revés de la Magdalena de Proust cuyo sabor desmadejaba el tiempo perdido, esta Magdalena es puro presente, la voz de aura que da comienzo al día, la primera en decir lo último que acaba de suceder en el el ágora, el ruedo político, todos esos lugares comunes con que se alude al espacio imaginario en que se juega el destino colectivo en ese conjunto de ficciones llamada Argentina. Esa voz tiene un aspecto terrible: literalmente anuncia que el sueño ha terminado. Magdalena Ruiz Guiñazú ya no se acuerda en qué momento, como tantas mujeres en la historia argentina –desde Victoria Ocampo hasta Hebe de Bonafini pasando por Elisa Carrió–, perdió el apellido, obteniendo al menos la clemencia de que su nombre de pila no se haya tiernizado en un diminutivo”.

Así iniciaba María Moreno una entrevista con Magdalena Ruiz Guiñazú en Página 12 el 19 de abril de 2002 -todavía el nombre de Cristina Kirchner no era el más pronunciado en el país-, una conversación en la que la periodista que alguna vez se le plantó al General Harguindeguy para reclamar por la censura en los medios en plena dictadura, la misma que denunciaba desapariciones y soportaba presiones policiales y amenazas, la que luego integró la Conadep y puso en aprietos a Alfonsín y a Menem con sus preguntas, reconocía que soñaba con no morirse nunca. En rigor, para entonces una parte de ella ya había muerto junto con Edmundo, uno de los cinco hijos que tuvo, quien murió fulminado por un infarto a los 28 años.

“A mí me censuraron tanto los Montoneros como las Tres A. En la época de Cámpora me dijeron: ‘No hay nada contra vos, pero sos una imagen de Barrio Norte y no nos gusta’”, dijo también en esa charla con María, en la que daba muestras de que sabía muy bien que su perfil de pituca demócrata no era bien visto por un sector mayoritario de la política. No en vano, en tiempos del esplendor de 678 y el kirchnerismo de paladar negro, idearon la picardía de retocar su nombre ya no para eliminar su apellido sino para simplificarlo en la burla hacia un origen. La llamaron Magdalena Ruiz. Y es que el intento de humillar al otro a veces adquiere formas muy menores.

“¿Cómo es posible que gente que volvía después a su casa y tenía familia y llevaba una vida más o menos normal, con vecinos, saludándolos, entrando y saliendo, pudiera de pronto torturar, matar, secuestrar? Un episodio que a mí siempre me quedó grabado y que es ilustrativo es el de Heinrich Himmler, que fue uno los lugartenientes de Hitler, uno de los hombres que organizó grandes campos de concentración como Dachau y Buchenwald, era un hombre que tenía una familia y que a la noche, cuando volvía de sus ocupaciones se quitaba las botas en la cocina para no despertar al canario, que dormía cubierto en su jaula. Cuando uno lee eso, se da cuenta que la duplicidad, ya no hablemos de doble discurso, la sensación de la bestia que puede convivir con el hombre, esa sensación aterradora, nosotros la tuvimos”, se la escucha decir en uno de los episodios de Historia Argentina, el ciclo de Felipe Pigna. En esta forma de articular la historia, la filosofía y el sentido común de manera ilustrada, se destacaba como nadie.

Le gustaba estar en el ringside de la actualidad y lo ponía en práctica desde el micrófono de la radio, donde brilló como una de las más grandes por encima de los géneros, pero también en los estudios de TV, en documentales o, incluso en sus libros, en los cuales además practicó diversos géneros literarios. El micrófono fue su aliado casi hasta el final en Radio Mitre y cuentan quienes trabajaron con ella que su necesidad de informar no conocía de veleidades, al punto de que era capaz de bajarse de un auto para transmitir desde la calle.

“Una vez iba a la radio cerca de las 5 y vio un operativo de ambulancias, patrulleros y bomberos sobre Corrientes. Le dijo a su remisera que parara y pidió salir al aire en el programa de Marcelo Pinto, anterior al suyo. Imaginate al locutor, cuando le dijeron ‘tenés un móvil con Magdalena Ruiz Guiñazú’. Debía tener 75 entonces”, dice con nostalgia al otro lado del whatsapp Marcela Ojeda, la premiada cronista de Continental. Ese día, además, con su elegancia habitual, Magdalena les pidió disculpas al aire a los colegas que ya estaban en la calle haciendo su trabajo.

En la radio Magdalena brilló como una de las más grandes, por encima de los géneros.
En la radio Magdalena brilló como una de las más grandes, por encima de los géneros.

Magdalena Ruiz Guiñazú fue de las primeras periodistas que les dio aire en su programa a las Madres de Plaza de Mayo, puntualmente a Hebe de Bonafini, quien muchos años después eligió olvidar ese gesto y la acusó públicamente de haber trabajado en la oficina de prensa del ex ministro de Economía de la última dictadura, José Alfredo Martínez de Hoz. Muy dolida, Magdalena inició un juicio por injurias, Bonafini fue sobreseída. La Sala Séptima de la Cámara del Crimen, con las firmas de los jueces Mauro Divito y Juan Cicciaro, aplicó en 2010 la legislación sancionada a fines de 2009 que derogó los delitos de calumnias e injurias cuando se trata de cuestiones de interés público.

Magdalena llegó un día a la radio con una valijita de cuero marrón que adentro tenía varios cassettes. En uno de ellos, de 1984, Bonafini le agradecía a ella y a otros periodistas por su trabajo durante la dictadura. Lo había traído preparado para que el operador lo pusiera al aire. El dolor, la ofensa por la ingratitud, seguían allí.

Quienes no olvidaron su trabajo, la labor que llevó adelante en los años más oscuros y en los inmediatamente posteriores, aquella por la que habría que reconocerla por siempre y más allá de diferencias puntuales que puedan haber surgido años más tarde, fueron las Abuelas de Plaza de Mayo, que fuera de toda grieta, al conocerse la noticia de su muerte tuitearon: “Queremos expresar nuestra tristeza por el fallecimiento de Magdalena Ruiz Guiñazú. Además de su destacado rol como integrante de la Conadep, como periodista siempre acompañó la búsqueda y la lucha de Abuelas.”

En este país de sombras largas y memoria corta y cada vez más manipulada, sería hora de dejar de evaluar a las figuras públicas en términos de idolatría, fan club o religión. Muchos de los que eligieron acusar y denigrar a Magdalena Ruiz Guiñazú por ser opositora al kirchnerismo no tienen la edad para haber estado en sus zapatos. Otros tal vez estaban guardados en sus casas, ya por estar siendo perseguidos o por miedo a serlo. También están quienes en ese tiempo se mantenían por fuera del mundo de las ideas o miraban para otro lado pero, ya mayores, eligieron enarbolar banderas que no portaban cuando eran jóvenes.

Su muerte debería recordarnos a todos que la suya fue la voz que nos despertaba en las mañanas desde el micrófono y fue también la voz que despertó a muchos y a muchas a un concepto, derechos humanos, que hoy conforma el diccionario básico de la democracia que necesitamos preservar.

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