Las mujeres no votábamos, ni podíamos ser votadas. Peleamos para poder votar y para poder ser votadas. Peleamos para elegir y ser elegidas. Peleamos para que las elecciones no nos acorralen, sino que nos abran caminos. No peleamos para pasarla peor, sino para ayudar a que más mujeres la pasen mejor.
Todavía cuesta mucho que las mujeres lleguen al poder. Son pocas y en pocos lugares. Pero lo peor no es lo que falta, sino lo que se está retrocediendo. Y que el costo de llegar al poder sea tan alto que hoy desalienta a que otras aspiren a sobrevolar el techo de chapa, de cristal o de acero. Por eso, ya son muchas las que en vez de entrar al ascensor (para que sean muchas las que lleguen) toman la escalera de emergencia para bajarse de los costos de pretender levantar la cabeza.
Si antes se decía “has recorrido un largo camino muchacha”, ahora el clima de época brega “estas retrocediendo a grandes pasos, muchacha”. Los pasos son para atrás y no se trata de un pase de baile. O sí, si se destrata a las que bailan, se trata, justamente, de no poder bailar.
“Si no puedo bailar no es mi revolución”, dijo Emma Goldman y nos enamoró. En Argentina la frase la difundió la locutora y pionera feminista Liliana Daunes en su programa “La rosa brindada”. Emma era militante del movimiento libertario (el original) de origen lituano. Era una anarquista rusa que nació del 7 de junio de 1869. Dos siglos después las mujeres siguen cuestionadas por pensar y bailar como si no se pudiesen hacer las dos cosas: pensar para bailar y bailar para pensar.
A Emma le dijeron que una militante reconocida por los derechos sociales, políticos no podía bailar. Y ella lo contó indignada: “En los bailes yo era una de las incansables y de las más alegres. Una noche un primo de Sasha, un jovencito, me hizo a un lado y murmuró que no era apropiado que una agitadora como yo bailara. Era indigno especialmente de alguien que estaba camino a convertirse en una poderosa fuerza dentro del movimiento anarquista”, escribió Goldman. Ella tampoco podía ser revolucionaria y bailaora y se rebeló a ese mandato. De ahí surge la síntesis de la frase “Si no puedo bailar no es mi revolución”. Hoy algunas revoluciones quedan lejos y los cambios son más moderados o accesibles. Pero si los cambios no son para poder bailar, ¿para qué son? ¿Si no podemos bailar para que queremos ser presidentas?
La primera ministra de Finlandia Sanna Marin tuvo que pedir perdón por bailar con sus amigos, por sonreír y por jugar un rato en su tiempo de descanso. El medio sensacionalista Iltalehti publicó sus videos bailando y empezó el escándalo. “Confío en que la gente entienda que el tiempo de ocio y el tiempo de trabajo se pueden separar”, aseguró en una conferencia de prensa en donde dijo que no le gusta que se hayan filtrado esos videos porque, por supuesto, pertenecen a su intimidad. En Finlandia y en Dinamarca las mujeres iniciaron una campaña de apoyo con videítos en donde se las ve bailando.
Ojalá Sanna nos escuchara desde el sur y le gritáramos que acá tiene al feminismo del goce o le digamos “e pur si muove”, como hizo Galileo (o como creemos que hizo) cuando un tribunal de la Inquisición lo forzó a disculparse por afirmar que la tierra se movía alrededor del sol y que no era el centro del universo. E pur si muove Sanna. Movete que las mujeres nos movemos con vos. Porque bailar es político y moverse también. A eso vamos: a movernos. No a quedarnos quietas en un mudo irrespirable que no quiere que se muevan las piezas. Y mucho menos las mujeres si no demuestran que son estatuas vivientes en el poder.
La extrema derecha del Partido de los Finlandeses exigió que se sometiese a una prueba de narcóticos, sin ninguna razón más que sus prejuicios y sin ninguna ley que los respalde, ni orden judicial. Sanna igual se lo hizo. No había tomado drogas. Tomó alcohol. ¿O alguien le preguntó a Gabriel Boric, el presidente chileno y a Justin Trudeau, el premier canadiense, si estaban en su derecho de irse a tomar una cerveza juntos después de sus gestiones ejecutivas?
¿O alguien puede comparar las lamadas fiestas Bunga – Bunga, del ex primer ministro italiano Silvio Berlusconi, investigadas por trata, explotación sexual y corrupción de menores marroquíes (por el caso de Ruby) en donde no se danzaba por danzar sino para doblegar en edad y multiplicar en dinero a las chicas con las que se jugaba? Berlusconi fue condenado por abuso de autoridad y por pagar para tener sexo con una menor. No eran fiestas, era abuso. No era la fiesta lo que estaba mal, sino el aprovechamiento de su lugar de poder para divertirse a costa de las chicas que decidía consumir.
Los varones -de derecha y de izquierda- siempre pudieron desear. Y nunca se reprimieron. No es lo mismo desear, que abusar, e igualmente lo hicieron. El caso de Jeffrey Epstein, retratado en la serie “Asquerosamente rico”, que se suicidó en una cárcel norteamericana imputado por trata de personas, y sus lazos con ex príncipes y ex presidentes lo demuestra. Sanna es una lideresa demócrata. En 2019 se convirtió en primera ministra a los 34 años. Actualmente es la tercera mandataria más joven del mundo. En su mandato tuvo que gestionar la pandemia y la guerra con Ucrania. Parecería que tenía derecho a un respiro. ¿Y si las mujeres no pueden respirar por qué querrían llegar a un poder que las asfixia? ¿Para que se quiere mejorar la vida si no se puede disfrutarla? ¿Qué es el poder femenino si no es quitar el velo de la opresión, el sacrificio, demostrar todo el doble y hacer el triple para llegar a lugares más bajos?
El gran poder del Siglo XXI es la democratización de la posibilidad de gozar que siempre le estuvo vedada a las mujeres. ¿Quién quiere ser presidenta si viene con un carnet sellado de infelicidad? No queremos ser, ni elegir, presidentas para recrear el poder masculino, para armar las mismas guerras, para medirse por la edad de las esposas, para ver quién es más fuerte o insensible, para repartir la tijera y apostar a quién le toca más recortar derechos y propiciar una austeridad sin futuro y poner la cara para justificar el humo de la destrucción ambiental.
No todas las mujeres proponen otras soluciones y la última gran estrategia del machismo -muy en boga por estos lares- es que lo que ya los hombres no tienen carnet para hacer (ser machistas, autoritarios, racistas, despectivos y conservadores de doble moral) lo hagan las mujeres puestas a titiritear los discursos reaccionarios, con los piolines del poder tradicional masculino y cortando los hilos que las mujeres y las disidencias sexuales forjaron para conseguir, en los últimos 22 años, más derechos que nunca en la historia.
Hay mucho por hacer e, incluso, mucho que ya no se puede hacer con la destrucción irreversible del planeta. Pero la gran ganancia del feminismo mundial, empujado desde el sur, es construir un universo de deseos posibles para las mujeres, lesbianas, no binaries, trans y gays. Y vamos a decir que el desparpajo del orgullo se construyó más bailando que con una solemnidad etiquetada. Bueno, es cierto, el mundo no se arregla bailando, no se preocupen, que no somos danzarinas de una cajita de música a la que le ponen la tapa y no entendemos más nada. Adoramos a la Rosalía que grita su tema “Despechada” como si todas fuéramos ella contra el mundo que nos calló y que saltamos cuando llega para gritar “Fora Bolsonaro” en Brasil y atarse el pañuelo verde en Argentina. Igualmente, con el sudor en la frente, sabemos que después de saltar con su hit de motomami hay que pegar otros saltos.
Pero ese baile que hace saltar a las mujeres de todos los cuerpos es el que despierta, da fiesta, fervor, ganas, deseo y quita el dolor que produce la crisis global (pandemia, guerra, inflación, polarización, incendios, calentamiento global, por si hace falta un breve repaso del apocalipsis now) y por eso bailar es lo contrario a estar distraídas, es descansar, para volver a tener energías. Es salir de la anestesia para sentir en carne viva la felicidad y la angustia. Y solo sin decepción o depresión podemos buscar salidas.
No es echadas, sino levantadas, no es como gendarmes de una diplomacia perdida, ni como burócratas de lapiceras que ya no escriben la historia, sino como acróbatas de un mundo en la cuerda floja en medio del circo en el que se define si se puede llegar al final de la soga. Y para eso no es importante la compostura, sino la audacia.
Los cuestionamientos a la mandataria de Finlandia parecen un mal guión de una serie en donde es obvio el machismo redoblado si se trata de una mujer joven o la inequidad con la que los varones pueden jugar al futbol y al tenis con el torso desnudos -y decidir cargos, fallos y negocios en el vestuario de la política- pero si dos mujeres se levantan la remera y acercan sus bocas por diversión son un flagelo para la moralina de cartón.
No es que las series modernas spoilearon el reto a Sanna, es que ese reto conservador atrasa tanto que es una película que ya vimos. En The first lady, la apasionante serie sobre la incidencia de las primeras damas en la historia norteamericana se devela el gusto por el baile -por su pasado de bailarina clásica- de Elizabeth Anne “Betty” Ford que fue una bailarina, modelo, activista y empresaria estadounidense, esposa del presidente Gerald Ford. A ella se la muestra que organizar un baile -como forma de agasajar a los presidentes de visita en el país anfitrión o en las cenas de beneficencia- es una clásica tarea femenina. Se puede preparar el baile para agasajar a los demás. Pero no se puede bailar por derecho propio sin ser serviles a las demandas externas.
En Borgen, el personaje de Birgitte Nyborg , en su rol de primera ministra o canciller, es demonizada si tiene un breve amorío o si cuida a su hija porque a las mujeres no se les puede permitir que se pasen de la raya, si no muestran que son frías, desalmadas y desarmadas frente al amor o el deseo. Y, en la última temporada, también se grafica como las periodistas y las ministras se ven tan colapsadas de presiones (y de ser corridas, muchas veces, por las propias mujeres que tampoco soportan ni sostienen la autoridad femenina) que terminan con burn out o alejándose de sus amores hasta perder o perderse.
En Intimidad una política española con las mayores chances de llegar a la alcaldía es grabada por encargo durante una relación sexual ocasional para viralizar el video y arruinar sus aspiraciones políticas. Los empresarios se llevan mejor con los varones con los que saben negociar sin artilugios. Ella dice que tiene pudor, pero no vergüenza. Porque tiene derecho a la intimidad y a su vida sexual. La serie muestra que los prejuicios que son fáciles de criticar son difíciles de deshacer, pero dan ganas de abrirle una boca de Netflix (eso que ahora sale más caro y en Argentina no estamos para derrochar tarifas) a los conservadores a ver si se avergüenzan un poco de tanto subirle el dedo a Sanna.
Habría que llevar pancartas del derecho a la intimidad a Finlandia, a donde sí las mujeres viralizaron videos bailando para demostrar el apoyo a Sanna y a poder disfrutar cuando se gobierna. En Casi imposible, una película tal vez más olvidada porque parece menos seria (pero iba justo al grano), la escena que hoy se cuestiona parece una precuela de los planteos de la derecha. La presidenta norteamericana (algo que paso solo en la ficción como una broma pero nunca en la realidad en Estados Unidos) sale a bailar y toma accidentalmente drogas. En Finlandia le cuestionan a la presidenta qué pasaba si tenía que decidir sobre una situación de emergencia y ella estaba tomando unos tragos con sus amigos. En la película hacen de esa pregunta un paso de comedia. En la pantalla las drogas producen la solución y en la realidad no hay drogas en sangre de Marin.
En El guardaespaldas se muestra como una gobernante dura, más cerca de la dama de hierro que de Sanna, en Reino Unido, cae en la tentación de tener sexo con su guardaespaldas. Cae porque la idea es que las mujeres no suben si son sexuadas, sino que se devalúan y los costos que les trae a las mujeres aflojarse entre las sábanas se pagan en las internas palaciegas en donde se las carpetea, escucha, infiltra o boicotea. Porque no vaya a ser que una mujer que jadea decida nada como si el sexo volviera perras a las fieras que para gobernar deben dejar de lado sus instintos.
En Palpito y Monarca, desde América Latina, se describe que una mujer lesbiana, es atacada por su deseo cuando aspira a llegar a la presidencia y que no son sus ideas, sino sus gustos y besos, los que le impiden el desembarco en el poder. Hoy se cuestiona que el machismo y la lesbofobia influyan en la política. Pero eso no hace que el machismo y la lesbofobia no influyan. Conclusión: Está mal, pero sucede. Y a veces ya no sabemos si vemos dramas o noticias o lugares comunes que brotan como si el calendario atrasara.
Pero Sanna no es la primera política sentada en el banquillo por bailar. A la gran esperanza latina, mujer, demócrata y socialista de Estados Unidos ya la habían juzgado por un video suyo bailando en una terraza. La joven congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez fue juzgada cuando se difundió un video de ella bailando en Nueva York (antes de la pandemia y sin ningún perjuicio a la función pública). Ella, a la que Donald Trump comparó con Evita, y ella respondió que la comparación era un orgullo, contesto bailando. Claro que sí, se filmo entrando en su despacho del Congreso con un bailecito.
Si no nos movemos el mundo no se mueve.
A bailar que se acaba el mundo.
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