Un alegato que acusa a algunos y nos debiera interpelar a todos

Resulta imposible no inscribir el actual y despiadado cuestionamiento a la Justicia en su conjunto como un síntoma de un proceso de erosión más extendido y que afecta a las diferentes formas en que se plasma y ejerce la autoridad

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Más allá de la mayor o menor simpatía que el fiscal Diego Luciani pueda suscitar, resulta indudable su trayectoria en el mundo del derecho
Más allá de la mayor o menor simpatía que el fiscal Diego Luciani pueda suscitar, resulta indudable su trayectoria en el mundo del derecho

Ni propios ni extraños; ni seguidores ni detractores se atreven, a esta altura, a sembrar ninguna duda: el desesperado y espectacular –en el sentido literal- acting político-mediático llevado adelante por la vicepresidente y su seguidores, tuvo por objetivo expreso eclipsar el fuerte impacto que había producido, pocas horas antes, el alegato con el que el fiscal Diego Luciani cerró las nueve maratónicas jornadas previas con el fin de inculpar a Cristina de Kirchner en lo que fue catalogado como el más grande hecho de corrupción de la historia del país.

Resulta más que evidente que semejante acusación, expresada en la figura de la “asociación ilícita”, no podía sino exigir una acusación que implique un mínimo razonable de insumos y también de tiempos para exponerlos, y que todo ello en su conjunto fuera lo más directamente proporcional a la envergadura y gravedad del supuesto daño en el que el colectivo de las trece personas acusadas habrían incurrido. Menos de ese mínimo razonable, habría sido inaceptable, poco creíble y hasta inviable. Será, ahora, la Justicia –en manos y boca de los jueces- la encargada de decidir, finalmente -como lo fueron los fiscales a la hora de encarar la acusación-, si aún ese enorme conjunto de pruebas, todo ese tiempo invertido, ese conjunto de razonamientos y argumentaciones tejido y expuesto, necesariamente alcanza para probar la existencia del delito denunciado. Dejemos, entonces, que a este respecto la Justicia hable y también, por qué no, que la política -en las más variadas expresiones del pluralismo verdaderamente fecundo que la democracia garantiza, pero con los límites que la Constitución impone expresamente-, se exprese libremente.

Claves de una cultura política deteriorada

Ahora bien, si logramos alejarnos un poco del indispensable debate técnico-jurídico y mucho más del fárrago (por momentos cenagoso) de la discusión política, resulta tal vez interesante postular algunas reflexiones acerca de en qué medida este juicio, el alegato acusatorio y las reacciones posteriores, dan cuenta de otros aspectos que no son solo los jurídicos y políticos estrictamente, pero que resultan reveladores del estado general en el que se encuentra, desde hace un tiempo, la sociedad argentina. Hacemos referencia aquí a cuestiones relacionadas con la cultura política y, más particularmente, al entramado de valores y creencias que, cada vez más presente en una parte significativa de la sociedad, permite explicar el actual estado de cosas en torno a esta cuestión, mucho más cuando las situaciones de extrema gravedad económico-social siguen gravitando de modo implacable sobre vastos sectores de la población. Se hace referencia aquí a la necesidad imperiosa de interrogarse acerca de la relación que habría entre el intento de descalificación casi desenfrenada a la Fiscalía y el deterioro del lugar que durante décadas han ocupado algunos valores que moldearon nuestra sociedad.

El primero de ellos tiene que ver con el lugar mismo de la autoridad. Resulta imposible no inscribir el actual y despiadado cuestionamiento a la Justicia en su conjunto como un síntoma de un proceso de erosión más extendido y que afecta a las diferentes formas en que se plasma y ejerce la autoridad en los diferentes estratos de la sociedad: la familia, la docencia, las fuerzas de seguridad, los médicos, etc. El cuestionamiento de la Justicia desde el punto de vista de su dimensión de autoridad no afecta en este caso solo a los jueces, sino incluso a quienes deben cumplir con su responsabilidad, como es la de acusar en el caso de los fiscales. Mejor o peor, de modo más sólido o menos sólido, la autoridad –y la responsabilidad- de un fiscal se expresa en su obligación de acusar. En todo caso, Luciani no ha hecho más que eso, y no es bueno para la salud de la democracia impugnar eso.

Un segundo aspecto desde el cual puede ser leído lo ocurrido luego de la acusación, es el que tiene que ver con el valor de las formas y, más específicamente, de los procedimientos formales de los que toda práctica debe disponer para su funcionamiento y que, en el caso particular de la Justicia, hacen -nada más y nada menos-, que a la igualdad de condiciones de todos los individuos frente a la ley, otra de las esencias de la vida democrática. Así, si entre los aspectos procedimentales de todo juicio, están previstas y aceptadas por las partes involucradas, las reglas en cuestión, pues las mismas deben respetarse y no intentar desconocerlas cuando el resultado le es adverso a alguna de las partes. Tal lo que ocurrió luego de que el Tribunal sentenciara como extemporáneo el descargo que pretendía la ex presidente y que luego, sin poder contener su carácter compulsivo, hizo por una red social (un canal de comunicación mucho más afín con la intencionalidad, con lo que fueron los contenidos emitidos y también en función de los destinatarios preconcebidos).

Una tercera dimensión de esta cuestión, hace estrictamente referencia al esfuerzo y las exigencias que demanda todo trabajo responsablemente ejercido, sea intelectual o profesional -como en este caso-, o no. Es decir, estamos hablando de una tarea asumida de un modo comprometido y dedicado, en fin, profesional. Más allá de la mayor o menor simpatía que el fiscal pueda suscitar, resulta indudable que su trayectoria en el mundo del derecho fue el resultado de esas características y no es menor el hecho de que el acusador de Cristina pertenezca a una de las últimas camadas que ingresó al Poder Judicial bajo la figura del “meritorio”, con todo lo que implica esa palabra y con todo lo que de sacrificio, compromiso y dedicación fue portador durante décadas esa condición no remunerada. Pero también es de público conocimiento que esos valores fueron compartidos por todo el importante equipo de profesionales que acompañó en su trabajo al Fiscal quien, en todo caso y como en todo trabajo en conjunto, resultó ser la figura emergente y más visible de todo esta ciclópea labor.

Sea por lo que tiene de impugnación de la autoridad (con todas las implicancias disolventes que ello conlleva para la vida en común); sea por las consecuencias que la subestimación del valor o -lisa y llanamente- el desconocimiento de la importancia de las normas para el funcionamiento de las instituciones o, finalmente, sea por el desprecio hacia una ya ancestral ética del esfuerzo, de la dedicación y de los procederes encarnada en un grupo de profesionales que actuó con el convencimiento de estar haciendo su tarea de la mejor forma posible, resulta necesario preguntarse, más allá de lo jurídico y de lo estrictamente político, de qué da cuenta esta brutal impugnación y todo el conjunto posterior de reacciones. En todo caso, una posible respuesta pueda encontrarse en esa silenciosa y lamentable imposición, durante todos estos últimos tiempos -muchas veces no claramente perceptible-, de un patrón de comportamiento social que lejos está de aquellos que dieron forma a nuestra identidad.

Mucho de esto subyace, tal vez, en esa dramática exhortación con el que el fiscal cerró su acusación: “Es corrupción o Justicia”. ¿Será también en este aspecto tan fundamental que, acaso, nos encontremos ante una bisagra en nuestra historia?

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