De la angustia por lo que nos espera a preguntarnos ¿qué nos pasa?

Amplios sectores, incluyendo más de la mitad de los niños, sobreviven bajo la línea de pobreza. La inflación destruye bolsillos, esperanzas y cualquier posibilidad de mínimas certezas, afectando más, por supuesto, a los que menos tienen

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El silencio de la política
El silencio de la política es atronador; los dirigentes partidarios siguen bailando (y, sobre todo, peleando) en la cubierta del enorme barco que, todos saben, se hunde, ajenos a las preocupaciones y profundas angustias concretas de la sociedad (REUTERS/Mariana Nedelcu)

Nuestro país afronta una nueva y dramática crisis. La inmensa mayoría de los argentinos vive angustiada por graves problemas que padecemos hace décadas y cree que la situación puede empeorar en el futuro inmediato. La sensación es que “lo que nos espera” será aún más complejo y doloroso.

Amplios sectores, incluyendo más de la mitad de los niños, sobreviven bajo la línea de pobreza. La inflación destruye bolsillos, esperanzas y cualquier posibilidad de mínimas certezas, afectando más, por supuesto, a los que menos tienen. El narcotráfico reina en diversas zonas del territorio nacional y sigue penetrando las deterioradas estructuras del Estado. La inseguridad está incorporada a la vida de la mayor parte de la población. La educación retrocede de modo sostenido y no es prioridad hace demasiado tiempo. La corrupción exhibe su carácter sistémico, las escasas causas que la investigan duran 14 años promedio y la impunidad de esos delitos suele ser la regla. Esta breve enumeración es apenas el comienzo de una lista tan larga como perturbadora.

En ese marco, el silencio de la política es atronador; los dirigentes partidarios siguen bailando (y, sobre todo, peleando) en la cubierta del enorme barco que, todos saben, se hunde, ajenos a las preocupaciones y profundas angustias concretas de la sociedad. Lejos de proponer alternativas para enfrentar la enésima crisis, la actividad política se concentra, casi exclusivamente, en las próximas elecciones –que aparecen muy distantes para todos, menos para quienes están inmersos en ese frenesí de lucha por el poder- y en la defensa a ultranza de sus intereses personales.

La actividad judicial reciente en
La actividad judicial reciente en la causa Vialidad y las reacciones que ha generado, demuestran la magnitud sistémica de la corrupción que, a lo largo de décadas, se apropia de inmensos recursos del Estado y corroe sus instituciones democráticas (REUTERS/Agustin Marcarian)

La actividad judicial reciente en la causa Vialidad y las reacciones que ha generado, demuestran la magnitud sistémica de la corrupción que, a lo largo de décadas, se apropia de inmensos recursos del Estado y corroe sus instituciones democráticas.

Sostuvimos en reiteradas ocasiones que la corrupción no tiene signo político, no es “de izquierda” o “de derecha”. Es un grave mal que atraviesa cualquier grieta y, en buena medida, define un país que vive al margen de la Ley, como con tanta claridad lo dijera Carlos Nino hace treinta años. Sus crímenes deben ser juzgados y condenados, con independencia de la supuesta ideología que aduzcan los autores y es preciso identificar a todos los partícipes y cómplices sin los cuales no sería posible. Obviamente los delitos contra la Administración Pública -que son delitos contra toda la sociedad, como bien lo resalta el artículo 36 de la Constitución Nacional- los cometen funcionarios con nivel suficiente para llevarlos a cabo y en cada caso es preciso investigar la participación de los máximos responsables de los gobiernos; pero también deben ser llevados a juicio los empresarios sin los cuales no podrían concretarse. Es curioso –o en realidad, no tanto- que este último aspecto no sea mencionado ni reclamado con énfasis desde ninguna de las veredas enfrentadas.

La Argentina navega sin rumbo y cada vez con mayores riesgos, con mayores temores a “lo que nos espera”. Es indispensable cambiar ese enfoque para preguntarnos ¿qué nos pasa? Desde ese cuestionamiento, involucrarnos en el problema y en la búsqueda de soluciones.

Destacadas personalidades de diversos orígenes e ideas han sostenido, en numerosas ocasiones, que sin lograr acuerdos básicos y consensuar políticas de estado sostenidas y sustentables, no hay chance de empezar a revertir la debacle. No se trata de una mera expresión de deseos sino de una conclusión fundada en la certeza de que ningún sector puede, por sí solo, afrontar una situación económica y social de enorme complejidad y sumamente riesgosa.

Si no logramos construir esos consensos, ni el actual gobierno -al cual le resta más de un año de mandato- ni el que resulte de las elecciones de 2023 podrán superar nuestros grandes y recurrentes males.

Las encuestas dejan en claro que un porcentaje abrumador de la sociedad vota pensando en el mal menor, con un descreimiento cada vez mayor en la dirigencia, lo que produce un severo desprestigio del sistema democrático. La historia ha probado largamente que la democracia es la mejor -o la peor, pero sólo si se excluyen todas las demás, como decía Churchill- de las formas de gobierno, pero también es evidente que no alcanza con ella.

Igualmente sabemos, aunque la desesperación suele ayudar a olvidarlo, que siempre se puede estar peor y que no hay soluciones mágicas ni líderes providenciales capaces de resolver las crisis. De hecho, casi todos los que hoy pretenden ese liderazgo, han gobernado sin resolverlas y no está en absoluto claro porqué podrían lograrlo en el futuro inmediato.

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