A Elizabeth Holmes le decían la Steve Jobs femenina. Es algo bastante común, cuando las mujeres nos destacamos en algo, nos reconocen como al tipo que lo hizo primero: si no pregúntenle a Estefanía Banini bautizada para siempre como la Messi del fútbol femenino.
Como Jobs, nacida en el seno de una familia de inventores, abandonó sus estudios de Ingeniería Química en Stanford cuando apenas estaba en primer año de la facultad. Soñaba en grande: usó el dinero destinado a su educación para fundar una compañía de tecnología médica en Palo Alto, California. El objetivo era noble: democratizar el acceso a la salud.
Era 2003 y faltaban pocos años para que Barack Obama asumiera con un ambicioso plan de salud. Con sólo 19 años, Holmes había encontrado una necesidad clara en un país donde la mayoría de los enfermos quedaban sistemáticamente afuera del sistema de cuidado y prevención. Pero el desarrollo en que se basaba era cuanto menos utópico: lograr que la información para el diagnóstico se obtuviera simplemente a partir de una gota de sangre que podría extraerse en cualquier farmacia o supermercado.
Su historia se volvió tristemente célebre en 2015, cuando una serie de notas periodísticas revelaron que detrás de la start-up de US$9.000 millones para la que había logrado reclutar a pesos pesados como Henry Kissinger, George Schultz, Jim Mattis y Betsy Devos, se escondía uno de los mayores fraudes corporativos de la historia de Silicon Valley.
Ahora una serie de Hulu (The dropout, disponible en Star+) y un documental de HBO (The inventor: Out for blood in Silicon Valley), muestran cómo la admiradora de Steve Jobs copió de manera deliberada su estilo simple y limpio, cambiando su look de joven desaliñada por las clásicas poleras negras signée Miyake que usaba invariablemente el fundador de Apple. También cómo en el proceso de creación de su empresa, Theranos, impostó su voz aniñada por un profundo tono de barítono. Holmes siempre había sido un fraude.
Pero claro que es comprensible que ella o cualquier mujer con intenciones de triunfar en un mundo de señores ricos y poderosos tuviera que forjarse una armadura, un traje de guerra. ¿Le hubieran prestado la misma atención de haber llegado a las reuniones con sus musculosas arrugadas y su voz de colegiala? Probablemente no. Hay un momento clave en el tercer capítulo: la protagonista recluta a la ex diseñadora de Apple Ana Arriola y le confiesa que su debilidad es que nunca piensa en “cómo se ven las cosas”. “Me doy cuenta”, le dice Arriola. “¿Acaso no te gusta lo que estoy usando?”, pregunta Holmes avergonzada. “Es sólo que deberías vestirte más como una CEO”, le dice Arriola con condescendencia. “Pero cuando estuve con Mark Zuckerberg en la producción para la revista Ink él tenía puestas una chancletas”, dice Holmes a modo de defensa. “Sí –concede Arriola–. Pero vos sos una mujer. Si vos usaras chancletas para una reunión, todos pensarían que estás teniendo un colapso nervioso”.
Como en muchas de las últimas historias de mujeres privilegiadas que terminan siendo la cara de grandes estafas y que parecen haber reemplazado en las plataformas los dramas de las nuevas ejecutivas “empoderadas” que dominaron la pantalla en los últimos años –tal el caso de Anna Delvey en Inventing Anna (Netflix)–, Holmes se apoya en su género como una ventaja: es la mejor y la primera en un ambiente en el que las mujeres son relegadas a los puestos de baja visibilidad. La chica que puede triunfar y volverse rica pese a su adversidad de origen, ser mujer. Lo dice ella misma para salvar su empresa: “Soy sólo una chica que quiere cambiar el mundo”.
Hay algo interesante en eso: después de la fiebre por llenarnos de contenidos femeninos o feministas, Hollywood parece haber descubierto de pronto que también hay mujeres malas, o al menos imperfectas. Y en un contexto donde el mundo aún es dominado por varones que son las que las validan –de Kissinger a Schultz o los propios Obama y Bill Clinton, pasando por los ejecutivos de las plataformas de streaming–, marca el peso que tiene cada fracaso femenino, no sólo para ellas, sino para todo el género. La pregunta que cae de madura es bastante básica: ¿Para qué les dimos lugar si al final eran igual de corruptas que ellos?
Es injusto, pero real: está lleno de varones que violan la ley o son la punta de las mayores estafas piramidales. Pero una mujer que llega a un cargo jerárquico todavía es una rareza y, si no es lo suficientemente virtuosa, termina por sentar un mal precedente para las demás. Cuando una Holmes principiante –interpretada con sorprendente verosimilitud por Amanda Seyfried (basta con ver el documental de HBO o los cientos de videos disponibles en YouTube para notarlo)– le pide a su profesora de Stanford Phyllis Gardner que la aconseje en su modelo de negocios como la académica y científica mujer que es, Gardner responde con la verdad más cruel: “No podés saltearte ningún paso. Tenés que hacer el trabajo. Tu trabajo y el trabajo de los demás. Tenés que trabajar tanto como para que admitan que lo hiciste vos y nadie te ayudó. Tenés que dejarlos sin excusas. Y después, si hacés algo mal, te van a destruir. Y van a estar felices de hacerlo. Así que, no, ‘como mujer’ no te puedo ayudar en este momento”.
Será Gardner la misma que le pregunte después, cuando el engaño comience a salir a la luz: “¿Cuándo esto se convierta en un escándalo, porque será un escándalo, qué creés que le va a pasar a todas las otras mujeres que quieran comenzar una compañía? ¿A dónde irán? ¿Quién va a confiar en ellas? Esto no es sólo sobre vos, nunca es sólo sobre vos”.
Las mujeres todavía corremos con esa carga: nuestras fallas no son sólo nuestras, son de todas. Incluso de las que creen que juegan solas. Y no, yo no quiero hacerme cargo de todos los errores del género, pero cuando Cristina Kirchner dice que se siente una boluda o que fue la tonta, como si cantara alegremente un tema feminista de Jimena Barón, y dice que advirtió desde el Salón de las Mujeres que no venían por ella, también parece anticipar que vienen por nosotras: no por la dirigencia en general, o por el kirchnerismo en particular, sino por las mujeres, esas que se quedan afuera de los partidos de fútbol en los que se deciden las cosas, las que luchan contra un sistema donde la paridad es una trampa porque esos cargos también los reparten los varones.
Es injusto, pero es absolutamente cierto: en cada fraude, en cada yerro femenino, también se nos juzga a todas. Y está bien que haya culpables con nombre y apellido, lo que está mal es que la asimetría de poder sea tan grande que sólo lleguen las que están dispuestas a jugar el juego y ser tan corruptas como ellos. No todas las mujeres somos malas, ni todas somos puras y empoderadas, pero los varones tampoco. Y si la paridad fuera real, tal vez nada de esto tendría sentido. Pero como dice Cristina, “por ser mujer todo me ha costado más, a las mujeres siempre todo nos ha costado más”. Incluso los errores ajenos.
Holmes se enfrentará en noviembre a la sentencia por la que podrían caberle 20 años de cárcel por múltiples fraudes mientras la pregunta se mantiene en los medios: “¿Cómo fue posible que la mujer más joven y ascendente de Silicon Valley –la que se rodeaba de varones ricos y poderosos dinosaurios de la política y la ciencia para abrirse camino y conseguir inversores– pudiera perder su imperio en un abrir y cerrar de ojos?”. Y se mantiene también para la Argentina: “¿Cómo fue posible que la mujer que digitó los destinos del país durante las últimas décadas esté acusada del mayor entramado de corrupción desde el advenimiento de la democracia? ¿Caen como mujeres o por su mala praxis? Basta con ver el historial de condenados por corrupción en la Argentina para entender que la respuesta no es tan fácil: a la cabeza están María Julia Alsogaray, Felisa Miceli, Romina Picolotti, Milagro Sala, y es que las alianzas se quiebran siempre por el costado más débil. Y es que las mujeres seguimos siéndolo.
Pero no, ni Holmes ni Cristina son mujeres débiles. Son justamente las que las plataformas de streaming contarían como empoderadas. Haber jugado esa carta, la de la chica ingenua, la de la tonta perseguida por su género, en un mundo en donde todavía cada espacio conseguido cuesta realmente el doble, es lo más imperdonable de todo. Y no como ciudadanas, sino, precisamente, como mujeres. Porque ahora nos va a costar más todavía.
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