La Argentina sobrelleva un largo descanso en términos históricos. Duerme, pero no sueña. Para colmo, algunas veces la invaden las pesadillas. No solo deja pasar tiempo y oportunidades, sino que parece imposibilitada de albergar una esperanza, siquiera una expectativa sólida. Esas que son motor de la vida y del progreso.
Hace 80 años éramos más de la mitad del PBI de nuestra América y éramos el país promesa para todos los pensadores del momento, desde Toynbee hasta Ortega y Gasset, pasando por Clemenceau. Ellos y millones de seres del planeta nos entreveían como el seguro nuevo ‘Estados Unidos del Sur’ y que atraía a millones de hombres y mujeres que provenían de todos los lares.
Esa Argentina de los años 20 del siglo pasado ciertamente anidaba inequidades y escondía miserias, pero sobresalían y se imponían las inenarrables buenas expectativas. Reinaba el optimismo. El destino de grandeza era un valor entendido y un impulso vital para los individuos y, especialmente, para el pueblo nacional, que aceleradamente se forjaba amalgamando a criollos e inmigrantes.
La ley 1420 promulgada en tiempos del primer gobierno de Roca fue artífice de esa irrupción planetaria del nuevo país austral. Antes que los japoneses, los chinos, los españoles, los italianos y cuatro quintas partes del mundo, la Argentina se alfabetizó, preparándose para ese futuro que todos oteaban. Que ya estábamos acariciando.
¿Qué pasó para que el derrotero triunfal se segase? En estos renglones no es posible ser exhaustivos para desmenuzar las causas. Sólo diré, a modo de síntesis, que nos neutralizaron el facilismo y sus parientes de primer grado, la tendencia a la comodidad y el acomodo, el relegamiento paulatino del mérito y de la idoneidad y, por sobre todo, la avivada contralegal, es decir esa propensión a la violación de la ley como forma de vida.
Dejamos de ser inteligentes para ser ‘vivos’. El camino no lo marcaba la ley, sino la viveza. Esto obró cual arma química para pulverizar a la Argentina ascendente.
Ese cuadro decadente abrió las compuertas para la corrupción y el despilfarro, dos venenos de disímil dimensión ética, pero ambos letales, máxime si se presentan combinados y coactuando.
La corrupción y el Estado manirroto tentaron a mucho arribismo que fue desplazando gradualmente a la genuina política. Con ropaje de esta, accedieron miles de dirigentes que no buscaban ni querían el gobierno de la polis para hacer el bien común, sino para autofacturarse y embolsar el bien propio.
Si muchos dirigentes y gobernantes no pensaron –ni piensan- al país, sino que estuvieron -y están- impulsados por sus intereses, ¿a qué buen puerto puede arribar un país cuyos timoneles no tienen otro rumbo que su autosatisfacción?
Por este lastimoso motivo no tenemos ocho políticas de Estado. Para poseerlas se requieren hombres de Estado, también llamados estadistas. ¿Cuántos tenemos? Y si los poseemos, ¿dónde están? A juzgar por los resultados, los estadistas fueron y son escasísimos. Ciertamente, en estos días despuntan algunos. ¡Ojalá se consoliden!
Es tan grande y poderoso nuestro país que a pesar de tan inmensa falencia en sus conductores siguió en pie y, aún declinante desde hace tantas décadas, todavía alberga la potencialidad de ser un país con buena calidad de vida y con gravitación en el orbe.
Si aspiramos a volver al rumbo necesitamos reformas profundas y enmiendas morales muy fuertes. Que rija la ley y que todos nos ajustemos a ella es una condición necesaria. Que el poder sea herramienta para el bien común, ejercido por estadistas tan visionarios como estrategas, es otro punto clave. Que dejemos de dormir la historia para recomenzar ese protagonismo que nos singularizó hace una centuria es también un requisito esencial. Y finalmente, retornar a los sueños de un gran país –grande por su enjundia moral y por su poderío material– es otro factor indispensable.
Es hora de dormir lo indispensable, trabajar redobladamente y dotarnos de ese hálito que significa tener esperanzas. Y es circunstancia para unirnos sin amontonarnos.
Creo que llega el momento para aliviarnos del dolor histórico de ser un país que pudo, pero no es. ¡Vamos que todavía estamos a tiempo!
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