Martha Argerich sonríe de lado con esa sonrisa que es su sello y es un momento, pero es un momento que concentra todo. Sentado junto a ella en el escenario de un Teatro Colón repleto está sentado David Chen, su nieto preadolescente, vestido con la camiseta de la selección argentina. Tocan a cuatro manos Laideronnette: Impératrice des Pagodes (Niñita fea: Emperatriz de Pagodas), una pieza de Mi madre la oca, de Ravel.
Ravel escribió Mi madre la oca como un dueto de piano para niños basado en las fábulas infantiles de Perrault, la Baronesa d’Aulnoy y Marie Leprince de Beaumont. Laideronnette cuenta la historia de una princesa china que por una maldición se transforma en una niñita fea. Avergonzada, la niña se aleja de su familia y todos sus seres queridos, pero es rescatada por una serpiente verde que resulta ser un rey que también cayó presa de un hechizo. Naturalmente se enamoran, la maldición se deshace, y la princesa y el rey comen perdices. Como todos los cuentos de hadas, tiene un final feliz (No, no voy a discutir eso).
Fue así como Argerich, que lleva 77 de sus 81 años procurando “conservar el placer” frente al piano, como le repetía su primer maestro, Vicente Scaramuzza, cerró el primero de los ocho conciertos del festival con su nombre por el que ya pasaron casi 20 mil personas; ese que, como señaló en su preciosa reseña días atrás en Infobae Diego Rojas –¿Por qué amamos tanto a Martha?–, es indudablemente uno de los acontecimientos culturales del año. Es un final feliz por muchas cosas que trascienden lo artístico hasta niveles infinitos.
En esa imagen junto a su nieto están la niña que todavía juega –la hija de esa señora que, aunque no fuera peronista, le dijo a Perón que a su hija le iba a encantar tocar en la UES para congraciarse con él y que cumpliera el sueño de ese talento precoz e inconmensurable de viajar a Viena para estudiar con Fiedrich Gulda–; la mujer joven de “belleza deslumbrante, la belleza del joven Alain Delon en Rocco y sus hermanos”, “salvaje, sensual, intensa, indómita, genial”, de la que habla Emmanuel Carrère en Yoga (2020),; la pianista que combate la soledad al salir a escena tocando siempre acompañada; y la madre monstruo, tan intensa como abandónica, que retrata su hija menor, Stéphanie, en Bloody Daughter (2012). En esa imagen está la historia de un reencuentro que sólo podía darse a través de la música.
David es hijo de Lyda Chen Argerich, la mayor de sus tres hijas, de su relación con el director de orquesta chino-suizo Robert Chen. Argerich estaba embarazada y apenas pasaba los 20 años cuando se casó con él, y se separó a los pocos meses –”No tengo una actitud muy madura respecto al matrimonio. Nunca fue mi meta ni mi convicción”, dice en una vieja y rara entrevista con la revista People: hace más de medio siglo que decidió que no concedería más notas ni iba a llenar su agenda de compromisos o aceptar penalizaciones por no presentarse a una función–. Según escribe su biógrafo, Olivier Bellamy, en Martha Argerich cuenta (2021), cuando Lyda nació, estuvo tres años sin acercarse a un piano y hasta consideró trabajar como secretaria, hasta que su madre la inscribió en el Concurso Chopin.
Ganarlo, en 1965, relanzó su carrera, pero marcó un quiebre profundo en su vida. Y una paradoja: justo ella, que nunca quiso ser solista, tuvo que alejarse de su propia hija. Y es que Martha es una artista pero es una artista mujer, con todo lo que eso conlleva. No sólo porque el mundo de la música clásica es un ambiente –todavía– machista (persisten, por caso, las orquestas que discriminan mujeres por razones de género como evitar licencias por embarazo o mantener “la unidad emocional” del grupo), sino porque el llamado del arte –cuando tiene la fuerza de la genialidad– es absoluto, total, y no acepta matices ni distracciones. Exige renunciamientos. O tal vez ni siquiera son tal cosa –imposible saberlo sin ser genios–: simplemente resulta inconcebible entregarse a algo que no sea esa pasión primigenia. O a dos pasiones tan fuertes al mismo tiempo.
En el documental sobre su madre, Stéphanie Argerich –cuyo padre es el pianista Stephen Kovacevich– cuenta la historia de su hermana mayor, Lyda, que creció en un orfanato hasta los ocho años, cuando fue a vivir con su padre. A Martha le cuesta responder cuando Stéphanie le pregunta por qué su hermana no vivió con ella y Annie Dutoit –hija de su matrimonio con el director de la orquesta que la acompañó en el festival, Charles Dutoit; y actriz a cargo de narrar en el Colón los textos de La historia de un soldado– en la casa de Ginebra en la que, sin embargo, las puertas estaban siempre abiertas para sus amigos.
“A menudo la gente dice que es imposible ser madre y llevar adelante una vida artística, ser capaz de hacer ambas”, dispara Stéphanie en Bloody Daughter. Argerich se encoge de hombros: “No lo sé. Mi primer intento de ser madre no fue un éxito. Pero en ese momento… Pero con Annie y contigo lo conseguí, creo”. Entonces explica con gracia que si lo logró fue porque tuvo mucha ayuda, y porque no estaba en pareja (“No voy a menospreciar a las parejas, pero generalmente no son de mucha ayuda en esos asuntos”, dice).
En una entrevista con la revista Ñ en 2013, cuando el documental se presentó en el Malba, Stéphanie aseguró: “Mi madre es un monstruo que chupa la energía de alrededor y hay que ser muy fuerte para resistirse. Incluso la gente que venía a vivir a casa al poco tiempo caía en su ritmo. Así que era una forma de resistencia levantarse para ir a la escuela y tratar de funcionar en el exterior de esa locura, de ese mundo abierto pero cerrado a la vez”.
También dijo que sólo pudo retratar el vínculo con esa madre extraordinaria y, por lo mismo, monstruosa en todos los sentidos de la palabra, después de pasar ella misma por la experiencia de la maternidad –la película comienza durante el parto de su segundo hijo, con Argerich presente–. “Al principio digo que creo que todavía mi madre me ve como un bebé, pero en realidad era yo la que la debía proteger. Era maternal conmigo, pero al mismo tiempo, desde muy chica tuve que cumplir el rol de cuidarla y tranquilizarla. [...] Yo era como su peluche. En ese sentido los roles estaban invertidos porque me necesitaba para calmarse, y que yo fuera a la escuela era muy secundario. Los artistas son personas muy narcisistas y creo que no se dan cuenta de lo que generan”.
¿Podría ser Martha Argerich la pianista excepcional que conmueve al mundo –y hasta mañana, en una función que será transmitida en vivo en la web y las redes del Colón, a los porteños en su tierra natal– si no hubiera abandonado a su hija mayor al retomar su carrera, quizá porque eran dos amores demasiado absolutos, incompatibles? ¿Podría ser la diosa que se rebela contra todos los cánones que exigen que para ser bella –y por lo tanto, para triunfar en un ambiente misógino como el de la música– había que maquillarse y jugar el juego, si no se hubiera entregado totalmente a su talento, si no fuera una madre monstruo?
La misma pregunta suele hacerse sobre Joni Mitchell, que esperó treinta años para reunirse con la hija que dio en adopción en 1965, a poco de editar uno de sus mejores discos. La misma cantante explicó alguna vez: “No hay ninguna nota deshonesta en el Blue album; en ese momento de mi vida no tenía defensas. Me sentía como el celofán que envuelve los paquetes de cigarrillos –tan inseparables como el piano de las manos de Argerich–. No podía fingir que era fuerte. Ni feliz. Pero la ventaja en la música es que ahí tampoco había defensas”.
Entregarse por completo a una pasión o un trabajo es una condición para la excelencia. Y entregarse por completo es algo en general reservado a los varones y condenado en las mujeres. Pero los genios son genios porque son capaces de renunciar a los placeres mortales –hogar, familia, ocio; hijos– para dedicarse a su arte. “Mi madre fue una niña con un talento enorme –dijo Stéphanie Argerich en aquella entrevista con Ñ, hace una década–, pero creo que todo eso se cobró su precio en el aspecto afectivo. Y eso quizás puede explicar un poco lo que sucedió con Lyda”.
Y, sin embargo, Lyda fue la única de las tres hijas de la pianista que siguió una carrera musical: es violinista. La única hija que no vivió con ella, destaca Stéphanie: “Para mí es obvio que Lyda buscaba de esa forma poder conectar con mi madre. Yo la admiro mucho, porque se necesita mucho coraje para desarrollarse en el mismo ambiente que ella”. Su otra hermana, Annie, la actriz, dice en el documental que también hubiera querido ser música, pero la madre no la apoyó.
Todo eso pareció resolverse o acomodarse al compás de Bach, Berlioz o Ravel sobre el escenario del Colón, mientras el acento alemán de Annie fundía las piezas de la familia. Todo eso cabe a un lado de la sonrisa de Martha. Al piano con su nieto, es otra vez la chiquita que vuelve a jugar ante cada tecla, la niñita fea que encuentra su final feliz, la mujer indómita que toca la Polonesa heroica en pasaje de Carrère en Yoga y en vez de ser maldita, “hechiza con sus dedos”.
Y entonces, como dice el escritor francés, “esa sonrisa de niña dura muy poco tiempo, esa sonrisa que viene de la infancia y de la música, esa sonrisa de pura alegría, dura exactamente cinco segundos. [...] Pero en esos cinco segundos vislumbramos el paraíso. Ella lo ha visto durante cinco segundos, pero son suficientes, y al mirar a Martha Argerich tenés acceso a él. A través de Martha Argerich, pero tenés acceso. Sabes que existe”.
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