Mientras escribo este artículo hay un ser olvidado en la ciudad de Matagalpa, quien ha sido vejado y apresado por el régimen de Nicaragua por cometer el delito de profesar la fe de Cristo. Se llama Rolando Álvarez y es un obispo diocesano. Los sacerdotes diocesanos no pertenecen a ninguna orden religiosa, son designados para atender parroquias y dependen de la estructura jerárquica de cada iglesia católica en cada nación cuyo territorio se divide en diócesis. Y mientras observo la estoica lucha del obispo Álvarez, mi mente me juega la treta de devolverse en el tiempo.
Corría el año de 1989, mi jefe Carlos Andrés Pérez, a la sazón presidente de Venezuela, estaba actuando como buen oficiante de los procesos de paz de centro América. El 11 de noviembre de ese año el FMLN, organización paraguas del movimiento insurreccional de El Salvador, lanzó una ofensiva contra el gobierno de Alfredo Cristiani. Cinco días después, efectivos del ejército de El Salvador asesinaron en las instalaciones de la universidad Centro Americana Jose Simeón Cana a varios sacerdotes jesuitas, incluyendo a Ignacio Ellacuría, filósofo y pedestal del desarrollo de esa universidad.
La reacción de la iglesia católica no se hizo esperar. Desde el Vaticano, pasando por el Principal Jesuita Hans Kolvenbach y los jefes de todas las órdenes religiosas, excluido el Opus Dei, condenaron el hecho y exigieron justicia. Las presiones llegaron hasta el mismo Congreso de los Estados Unidos, en el que una fracción del parlamento exigió la intervención del estado norteamericano.
Hoy, sin embargo, el Papa que ha adoptado el nombre del santo más caritativo de la iglesia católica, junto con todas las órdenes y jerarquías de la iglesia católica, guardan riguroso silencio ante el mayor ataque por parte de un régimen a la institución de la iglesia católica. Porque la vejación y presidio de Monseñor Álvarez fue precedido por el congelamiento de las cuentas bancarias de organizaciones civiles de la iglesia católica abocadas a prestar servicios de educación, alimentación y salud a los hogares que están dentro de la línea de la pobreza absoluta. Luego se les suspendió la personería jurídica a todas esas entidades. Como broche de oro, el régimen de Ortega expulsó a la orden de la madre teresa de Calcuta del país “por estar involucrada en actividades subversivas”, y desde luego que tenía razón en describir las conductas transparentes, solidarias y caritativas como subversivas, porque ofrecen contraste con el saqueo que el régimen perpetra contra Nicaragua, el abuso que propina a sus habitantes y la muerte de la libertad que viene ejecutando desde hace más de un decenio.
Lamentablemente, el comportamiento abusivo y degradante del régimen de Nicaragua se beneficia de muchos silencios, el primero y más estruendoso ha sido, desde luego, el de la iglesia católica, cuya cabeza visible no reacciona ante el secuestro de uno de sus servidores. Y cuando uno intenta comprender las raíces de este silencio, se encuentra con un hecho que para muchos pasa desapercibido: en la iglesia católica existe una gran desigualdad entre los miembros que la sirven. Así como en el mundo laico hay organizaciones corporativas que juntan recursos, se someten a una estrategia y ejercen peso político y social, en la iglesia existen órdenes. Esas órdenes son las de los jesuitas, los franciscanos, los dominicos, los lasallistas y, más recientemente, el Opus Dei y los legionarios de Cristo.
Todas estas órdenes hacen valer sus derechos y conminan a hacerles respeto por su capacidad para movilizar recursos, atraer audiencias y movilizar a la ciudadanía. Y estas órdenes participan en los equilibrios de poder del Vaticano, cuya curia está conformada por ejércitos rivales que constantemente luchan por expandir su cuota de poder. Al lado de estas órdenes están los sacerdotes diocesanos, que son designados para servir una determinada parroquia. Los sacerdotes diocesanos solo cuentan con el magro presupuesto de la diócesis, las contribuciones de sus fieles y las donaciones filantrópicas de algún parroquiano que tuvo suerte en la vida. Su círculo de influencia es la parroquia y mientras menos encumbradas sean las parroquias, mayor será la dedicación que deben tener los sacerdotes diocesanos y menores los recursos para crear instituciones y redes que les permitan influir en la toma de decisiones de la iglesia. Los sacerdotes miembros de órdenes, por el contrario, gozan del privilegio de contar con instituciones de apoyo centenarias. Esas instituciones son parte del entramado de las élites de todo país y, por tanto, cuentan con recursos de poder y alta capacidad para influir en las sociedades en que operan. Los diocesanos, por el contrario, son una suerte de siervos de la gleba en pleno siglo XXI. Como tal, carecen de capacidad para influir en la toma de decisiones de la iglesia o de las sociedades en que viven. Son los olvidados de la tierra, como el silencio vaticano y de toda la iglesia lo prueba con ocasión de la persecución que sufre el obispo Álvarez en Matagalpa, Nicaragua. Y uno se pregunta, ¿por qué este Papa, que tanto adhiere a la igualdad, no inicia la práctica dentro de la iglesia católica?
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