Viene a contarnos la historia, por lo general sabida, que a principios de junio llegó a suelo argentino el Boeing 747 de la empresa venezolana Emtrasur, muy flojo y sucio de papeles, con cinco iraníes y 14 venezolanos. Señalado como transporte de armas y logística terrorista, en términos internacionales en el mundo, y de modo que el país tiene a Irán como gestor del atentado criminal contra la AMIA; se despertó una alarma, y no poco temor, ante la posibilidad de que nuestro país pueda ser parte de una entrada mayor en la región, sin contar en la posibilidad de un nuevo ataque.
El Presidente argentino, no sin escuchar expresiones de altos cargos en su gabinete en torno a los aterrizados, trasladó el problema a la Justicia, aunque hubiera podido actuar de inmediato en obligación de un tratado en igualdad frente a la posibilidad de delitos penales de todo género con los Estados Unidos. Y la Justicia resolvió retener el avión y a sus tripulantes, al mando del piloto Gholamreza Ghasemi, sobre cuya actividad y cargo se reveló en horas como sospechoso de mantener vínculos con acciones del terrorismo. Así, decidió retenerles sus pasaportes.
Quisieron los hechos que el juez Federico Villena concediera algunas libertades entre los arribados en el Boeing, pero en ningún caso el avión y los demás. Quisieron los hechos que, por pedido de la fiscal Cecilia Incardona, accedió el magistrado a modificar lo actuado y ahora están otra vez en la situación de no dejar en ningún momento tierra argentina.
Por la causa del avión, sin salir unos de un hotel, aunque no presos, soltó las furias el gobierno de Venezuela. Esta parte de la historia, tan peligrosa como grotesca, es la que ataña a la furia de Nicolás Maduro, dictador venezolano, cuya gestión y la de los monigotes entorchados -entre la comedia bananera y la miseria, sometiendo a un pueblo sin alimentos ni medicinas ni libertad-; quien perdió la compostura. Se descompuso.
El gobierno venezolano se dedicó a repetir el verso del imperialismo que maquilla una revolución, imaginaria o verificada por una idea diferente de lo que la palabra suele resonar, con ensañamiento particular hacia el presidente Fernández, hoy en horas bajas, pero con la lapicera en el bolsillo en su exilio en Olivos, con declaraciones permanentes que sugieren las del señor Gardiner, personaje central de la película “Desde el jardín”.
Maduro, Diosdado Cabello y el diputado Pedro Carreño fueron quienes dedicaron, a los gritos, “rastrero”, “pelele” y, como para poner un sonido un poco más tropical, “jalabolas”. Todos dirigidos a Alberto Fernández, y todo como una exigencia de venas hinchadas en la frente para pedir la devolución del avión.
Jalabolas -podemos incluirlo en nuestra cotidianeidad- es alguien sumiso, obediente a los poderosos, servil. Fue, quizá, la palabra que impulsa maneras lamentables sobre cómo se dirigen unos presidentes a otros, si se tiene en cuenta, además, que el poder argentino se ha mostrado siempre de lo más jalabolas en todo foro y circunstancia. No boludo -palabra mágica para identificarse como argentino, al decir también de Lionel Messi y Diego Maradona-, sino con frecuencia reverente frente a los sangrientos sujetos encaramados en Venezuela.
Con una mínima dignidad -hay un desabastecimiento penoso-, la Argentina tendría que exigir disculpas y rectificaciones inmediatas. La Cancillería, designado por razones excéntricas como ministro del tema, no dijo ni “mú”. Hay lugar para solazarse con llamar al Presidente rastrero, pelele y jalabolas dentro del enmarañado Gobierno en apuros. Casi con timidez -y tarde, muy tarde- el embajador argentino en Caracas, Oscar Laborde, dijo que eso no estaba bien, que esas cosas no se dicen, desde luego en nombre del mito de la patria grande, creación casi poética que resultó siempre en recelos, discusiones y aún guerras. Floja la protesta del funcionario, se habrá desconcertado y atemorizado por cumplir ese deber frente algunos representantes y figuras de segundo rango. Al embajador Laborde le patinó la ideología: ¿Cómo nos dicen esas cosas a nosotros, que los queremos tanto? Seducido y abandonado, a destiempo, se sumó a la desdorosa categoría de jalabolas.
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