Sergio Massa asumió el miércoles pasado. Una semana antes, ya se había oficializado su nombramiento. Hace quince días, en un almuerzo entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner, se había llegado al acuerdo que derivaría en la designación de Massa. Quince días antes de eso, Massa se había comenzado a reunir con Axel Kicillof y con la misma Vicepresidenta para delinear los pasos a seguir. Sin embargo, luego de un largo mes de cavilaciones, Massa no tiene hasta el día de hoy un equipo sólido de macroeconomistas: peor que eso, ni siquiera cuenta con un viceministro de Economía.
Hay una razón que explica ese vacío. Los ministros de este Gobierno han sufrido mucho. Matías Kulfas, Martín Guzmán y Silvina Batakis son tres ejemplos de personas valiosas que sufrieron un maltrato público visible antes de renunciar. Pero la lista es infinita: Daniel Scioli, Julián Domínguez, María Eugenia Bielsa, Gustavo Béliz, Marcela Losardo, Juan Pablo Biondi. Entonces, se hace difícil que alguien acepte ingresar en ese infierno.
En el largo mes que recorrió desde que supo que sería ministro, Massa intentó convencer a los economistas del Frente Renovador. No pudo. Luego deambuló entre varios técnicos peronistas, más cercanos a la experiencia kirchnerista. Ninguno agarró. El jueves por la noche parecía haber resuelto parte del intríngulis: había descubierto a un valiente.
Ese día, el flamante ministro ofreció un off the record con periodistas de distintos medios. Allí reveló el nombre de su viceministro: sería Gabriel Rubinstein, un economista de mirada ortodoxa, que fue director del Banco Central en los tiempos de Roberto Lavagna y coordinador del simbólico estudio que fundó y conduce Miguel Ángel Broda. Era de otro palo. Tal vez un poco disruptivo para la tropa propia. Pero, al menos, era alguien.
El viernes por la mañana, el Palacio de Hacienda oficializó el nombramiento. Por la tarde, se conocieron posteos y declaraciones en las que criticaba la “tara” del Gobierno, “y especialmente de la Vicepresidenta”, que le impedía tomar las medidas necesarias para bajar la inflación. Algunos de esos pronunciamientos eran groseros y muy ofensivos contra las primeras figuras del Gobierno. Ante el hecho consumado, había dos caminos: mantener a Rubinstein en su puesto -y perdonarle sus supuestos pecados, como se le han perdonado a tantos- o voltearlo. En el primer caso, se preservaba la autoridad de Sergio Massa, y de ese modo se fortalecía, o al menos no se debilitaba, su gestión para frenar la corrida. En el segundo caso, se privilegiaba la sensibilidad y el ego de la Vicepresidenta.
Previsiblemente, lo voltearon.
Rubinstein seguirá con su vida tranquila. No perdió ni ganó nada con el entuerto. En cambio, para el Gobierno el problema se potencia. ¿Quién va a agarrar si ya nadie quería agarrar? A Guzmán lo trataron como lo trataron. Batakis no tuvo tiempo para hacer nada. Rubinstein no llegó a asumir. ¿Con qué argumentos Massa tratará de convencer a cualquier candidato?
Ese trágico paso de comedia se combina con otros. Tal vez se pueda contar de este modo. Alguien le dijo a Sergio Massa: vos sos mi elegido para asumir como ministro de Economía. Massa sintió, tal vez, que su tiempo había llegado. Luego esa misma persona que lo había ungido le aclaró: pero en la AFIP no va a ir un colaborador tuyo sino una persona de mi confianza. Massa lo aceptó. En el siguiente acto, esa persona le explicó: y no vas a poder designar a nadie en el equipo energético. Tal vez te conceda la renuncia del secretario del área. Pero vamos a discutir muy tranquilos el nombre de su reemplazante. Y debajo de él no se toca a nadie. Vaya a saber qué sintió Massa. Pero es un hombre inteligente. Sabe leer lo que ocurre. Un rato después, le volteó al viceministro de Economía porque había sido muy crítico del rumbo del Gobierno, y del enfoque de la Vicepresidenta sobre cuestiones económicas: es decir, porque había dicho algo bastante evidente y criterioso.
¿Qué sigue ahora? ¿”No me gusta que te saques tantas fotos con el Presidente”? ¿”Eso de ratificar las metas con el Fondo habrá que verlo”? ¿”No veo por qué Malena tiene que hacer esas declaraciones”? ¿En qué momento empieza a ser, Massa, un funcionario que no funciona?
Así las cosas, la imbatible máquina de triturar ministros empezó a producir sus efectos sobre el nuevo titular del Palacio de Hacienda, como ya lo hizo antes con muchas otras personas valiosas que entraron al Gobierno con tanta fe como Massa ahora, incluido el Presidente de la Nación. De ahora en más, en cualquier negociación, el ministro tendrá que explicar, como antes lo hacían Alberto Fernández y Martín Guzmán, qué piensa Cristina Kirchner, la Jefa, de lo que él propone. Diga lo que diga, en público o en privado, en la Argentina o en el exterior, con los sindicatos, con las cerealeras o con los banqueros, enfrentará la misma pregunta terrible: ¿Manda? ¿Tiene poder? ¿O hay alguien más poderoso que él, que lo escucha desde las sombras, le desconfía, lo mide y, en cualquier momento, lo obligará a desdecirse o lo desautorizará con decisiones concretas o le hará saber al mundo que su rol es más bien protocolar porque no puede siquiera desplazar a un subsecretario de energía eléctrica? Se trata de la misma desgastante película que empezó en diciembre de 2019 con otro actor en uno de los roles protagónicos, en un contexto cada vez más angustiante.
Sergio Massa asumió como ministro de Economía en el marco de una corrida cambiaria. En esos días terribles, cuando ya era un hecho que Silvina Batakis se alejaría del Ministerio de Economía, Alfredo Zaiat escribió en Página 12 una nota en la que criticaba la reacción del Gobierno ante ese desafío.
Alguna de las frases de ese artículo sirven como advertencia frente a lo que ocurre ahora:
-”Cuando una corrida cambiaria está lanzada lo primero para intentar contenerla no es buscar qué hacer para frenar el descontrol de las cotizaciones de los dólares financiero y marginal, sino saber lo que no se debe hacer para alimentar su potenciación. O sea, evitar repetir el comportamiento político y de gestión de la crisis de la semana que terminó”.
-”Anunciar que habrá anuncios económicos, liberar trascendidos desde despachos oficiales de próximas medidas cambiarias para luego desmentirlas, adelantar iniciativas que al otro día se difundirán han sumado desaciertos a un compendio de lo que no hay que hacer en un escenario de violenta corrida”.
-”La especulación mediática respecto al silencio del bloque kirchnerista acerca de las primeras movidas de Batakis puede ser una jugada del dispositivo de la derecha, pero confirmarlo sólo ha sumado tensión a un estado de situación financiera y cambiaria muy delicado”.
-”La repentina ausencia de Batakis en la comunicación oficial de medidas cambiarias dispersas y periféricas ante el huracán que está atravesando el mercado cambiario sólo alimentó la fiebre especulativa”.
-”La deficiente acción política y de gestión de estos días es lo suficientemente elocuente para que sirva como aprendizaje de lo que significa una corrida y, de este modo, evitar lo que para muchos es inevitable pero resulta imprescindible eludir”.
Esa mirada es compartida por la enorme mayoría de los economistas del Frente de Todos. Una y otra vez, la “deficiencia de la acción política” se impone. Algunos teóricos la han definido como “la dinámica de la coalición”. Se la defina como se la defina, en el centro de ese problema hay un factor central: la Vicepresidenta no tiene intención de concederle a nadie el poder necesario para que, al menos, tenga alguna chance de contener las variables financieras. Y ningún dirigente tiene, tampoco, la energía o el coraje para derribar esa limitación y hacerse con el poder mínimo necesario para funcionar en el cargo que aceptó. Pedir permiso, en ese sentido, no parece el mejor de los métodos.
Algunas personas creen que la negativa de Cristina se debe a cuestiones ideológicas: en el fondo, no cree en las ideas económicas de los hombres que designó como Presidente, primero, y ahora, como ministro de Economía. ¿Entonces? ¿Para qué los designó? Otras personas sostienen que el problema es de naturaleza psicológica: en toda persona independiente ve un enemigo y, por lo tanto, conspira para hacerle imposible su gestión. En ambos casos, hay una encerrona. Si va a desestabilizar a cualquier que no sea ella, lo lógico es que asuma el poder. Pero no se atreve a hacerlo. “Me incendian el país”, es la frase que sus propios seguidores citan para explicar por qué no lo hace. Pero confronta, limita, acorrala a quienes sí se atreven.
Tal vez, si ella no se atreve a asumir, la solución intermedia sería designar un viceministro cristinista de pura cepa, más allá de sus pergaminos técnicos. ¿Damián Letcher? ¿Fernanda Vallejos? ¿Roberto Feletti? Claro: tampoco es seguro que ellos terminen conformándola. Mientras estos dilemas se definen, las reservas se siguen derrumbando. Día tras día, las noticias son peores.
El efímero protagonismo de Gabriel Rubinstein obliga a poner atención no solo en sus agresivos tweets antikirchneristas sino también en sus diagnósticos y advertencias. Es, evidentemente, alguien valorado por el nuevo ministro. Unos días antes de la asunción de Massa, el consultor advirtió que veía un 30 por ciento de posibilidades de que se desatara una hiperinflación.
Así describía el escenario más temido: “Un desmadre, gatillado, seguramente, por alguna crisis política, sólo un poco más grave que la vivida en junio, vacío de conducción económica (renuncia de Batakis ante falta de apoyo político, etc.), fuerte suba del dólar libre (inicialmente en la zona de $400), freno muy alto a la liquidación de exportaciones, freno a las importaciones (como los vividos recientemente pero extendidos en el tiempo), fuerte caída de la demanda de pesos, nueva ronda de suba del dólar libre y, finalmente, ciclo de mega devaluaciones del dólar oficial, con retroalimentación en la suba de la inflación, pánico en ahorristas, alza incesante del dólar libre, más suba del oficial, etc. El “output” en términos de inflación, podían ser unos tres meses de IPC en torno al 20% mensual. Y, en algún momento del devenir de la crisis, un plan de estabilización, se pondría en marcha”.
Sergio Massa está haciendo desesperados esfuerzos para conseguir los dólares que eviten ese estallido. Ojalá lo logre porque así ganaría tiempo, lo que es clave en este contexto. Pero ese intento requiere un sofisticado ejercicio de negociación que se complica mucho si, desde afuera, debilitan su autoridad.
Mientras tanto, hay alguien que, consciente o inconscientemente, trabaja desde hace meses para que el peor de los escenarios -la hiperinflación- finalmente se produzca. No son los grupos concentrados, ni los formadores de precios, ni la embajada norteamericana. No es el movimiento Evita, ni Martín Guzmán, ni Kristalina Georgieva. Para colmo, si esa persona tiene alguna virtud, es que casi siempre consigue lo que se propone.
¿Cuál sería el sentido de dinamitar un barco en el que uno mismo viaja? Es una pregunta metafísica, rara. No tiene respuesta posible desde el orden de la razón y menos desde el análisis político tradicional. Pero responderla es central si alguien quisiera entender este proceso que, por momentos, parece un suicidio político incomprensible, con un costo altísimo e innecesario para los aturdidos habitantes de este país.
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