Es la polémica del verano español, pero el debate que plantea es universal. La semana pasada, el Ministerio de la Igualdad del gobierno de Pedro Sánchez lanzó una campaña en redes, medios y vía pública bajo el lema “El verano es nuestro”. Es un afiche digitalizado en el que se ve a cinco mujeres con cuerpos no heteronormativos disfrutando de la playa. Tres son gordas, una luce en topless su mastectomía, la otra tiene pelos en las axilas. La intención, según el Instituto de las Mujeres, a cargo de la iniciativa, fue hacer un pronunciamiento contra la violencia estética y la gordofobia. El resultado fue más vergüenza para esos cuerpos diversos y para todas las mujeres (y varones) que reivindican la igualdad. Una vergüenza, así, sin más.
Lo primero que se cuestionó fue el concepto, y hasta ahí parecía un ataque de los retrógrados de siempre: “Si las gordas siempre fueron a la playa sin permiso de Igualdad”, repetían señores indignados que nunca le pidieron permiso a nadie para sacarse la remera, omitiendo que se trata de un problema tácito. Porque los mandatos no se escriben en ningún lado, pero limitan con más fuerza que la ley. Y porque es cierto que las que no tenemos el cuerpo que todavía mandan la policía de la belleza y nuestra propia distorsión internalizada por siglos de parámetros inalcanzables transmitidos desde la cuna –y por nuestras madres, por empezar–, no dejamos de vivir como tortura lo que podría ser sólo disfrute: el placer de meternos al mar o el ocio simple de tomar sol despreocupadas; así que el supuesto permiso es una trampa.
Pero, claro, no ayuda que también se funden en prejuicios y fórmulas de superación light los mensajes que pretenden liberarnos. La postal de una playa desierta donde la diversidad se muestra obvia y amontonada no hace más que reforzar la idea de ghetto, como si los cuerpos gordos o mutilados tuvieran que exiliarse del glamour de Ibiza –tan de moda por estos días para algunos argentinos, al menos en Instagram–. Y ahí está la segunda falla de la campaña, porque los cuestionamientos no tardaron en llegar a las protagonistas de las fotos, y resulta que no sólo no les habían pagado por el uso de su imagen, sino que encima fueron retocadas para que lo diferente en ellas fuera tolerable y publicitario.
Tres mujeres británicas denunciaron la paradoja después de descubrirse en el afiche. A Nyome Nicholas-Williams le borraron los tatuajes de la foto que levantaron de su feed, a Juliet FitzPatrick le agregaron una teta –una doble mastectomía era mucho– y a la modelo Siam Green-Lord, que hizo su carrera de activista del body-positive a partir del accidente por el que le amputaron una pierna, se la volvieron a dibujar con Photoshop. Es decir que podían disfrutar de la playa sin permiso ni estereotipos, pero nadie les pidió permiso a ellas para estereotiparlas al usarlas como ejemplo ni para volver a señalar en ellas lo que ni siquiera aceptan los promotores de la aceptación corporal.
Como si eso fuera poco, la fotógrafa Ani Barwell acusó a los autores del anuncio –y a su diseñadora Arte Mapache, que se presenta como una artista que trabaja para “romper con la normatividad”– de robarle una foto de la serie Mastectomy, a la que además alteraron “de un modo despectivo”. Y por supuesto que a ella tampoco le pidieron permiso.
La exposición de todas esas faltas éticas y profesionales en las redes sociales, llevó a un tercer cuestionamiento, ¿cuánto había pagado el ministerio por una campaña plagiada y con errores conceptuales propios de la superficialidad que supuestamente buscaban combatir? La cifra, desmentida por el Gobierno, que asegura que el monto difundido de la contratación es lo que se asignó a una acción mucho más extensa para sensibilizar contra estereotipos de género, es de casi 85 mil euros. Y el corolario es una simplificación que obviamente aprovechan los mismos retrógrados de siempre: “¿Para qué sirve un Ministerio de la Igualdad? ¡Mejor que lo cierren!”
Digo que el debate es universal, porque parece calcado de la experiencia local. Es lo que pasa cada vez que el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad envía a los medios otra gacetilla contando que hubo una reunión para “articular”. Y también cada vez que la ministra Elizabeth Gómez Alcorta se abraza con un presidente extranjero que es homofóbico o usa su cargo para defender desde su afinidad ideológica a Milagro Sala o a Cristina Kirchner, como ocurrió esta semana, cuando dijo que la vicepresidenta juzgada por el presunto direccionamiento de la obra pública y la líder social detenida por defraudar al Estado con fondos que recibió para la construcción de viviendas “pagan el precio de ser mujeres que representan al pueblo”.
Es grave disfrazar de violencia machista la igualdad ante la ley que indica que, más allá de los fanatismos, deben responder ante la Justicia por sus actos como cualquier ciudadano. Y es que la sociedad –el pueblo– merece saber si sus representantes les robaron: la corrupción no tiene género. Pero además es grave porque banaliza la violencia contra las mujeres y el colectivo LGTBIQ, que es muy real: los datos de La Casa del Encuentro dicen que el año pasado hubo 305 femicidios y travesticidios; esto es, un asesinato por razones de género cada 29 horas.
Fue un logro en ese sentido que el viejo Instituto Nacional de las Mujeres se recategorizara como ministerio, porque suponía más fondos y mejores programas para esa lucha tan desigual que implica asistir a las víctimas, darles asesoramiento legal, acompañarlas de cerca para que no queden solas con su denuncia y también generar conciencia para prevenir la reproducción de conductas machistas que terminan engrosando la estadística y el dolor. Pero a dos años y medio de su creación, la cartera a cargo de Gómez Alcorta fue una de las que más presupuesto subejecutó –gastó apenas por encima del 50% de lo asignado para 2021 – y vio reducirse su partida pese a la inflación, como si su función fuera sólo retórica.
La administración anterior no fue mejor en ese sentido, y eso parece demostrar que las funcionarias a cargo terminan por ser justo lo que no queremos: figuras decorativas para mostrar compromiso con el colectivo con mayor capacidad de movilización del país, darle un baño violeta a todo afín que lo requiera y, de paso, torcer un poco la paridad de gabinetes en donde nunca abundan mujeres ni disidencia. (Para muestra basta el actual, donde Gómez Alcorta y la ministra de Salud, Carla Vizzotti, son las únicas de la foto entre una veintena de varones. Y ya sabemos la suerte que corrió la brevísima gestión de Silvina Batakis).
Lo dice la activista española Loola Pérez, pero vale para la Argentina: “Sin ética, sin decencia, sin profesionalidad, sin compromiso... las políticas de igualdad son frívolas, superficiales, propagandísticas, sin rigor. Además, crean la percepción de que la institución que vela por la igualdad entre sexos, ‘no sirve para nada’”. Es exactamente lo mismo que permite en la Argentina que personajes como Javier Milei amenacen con chicanas burdas con cerrar el Ministerio en caso de llegar a ser gobierno–”No tengo por qué sentir vergüenza de ser un hombre blanco, rubio y de ojos celestes. No le voy a conceder nada al marxismo cultural”, justificó en su momento–, y encima encuentren eco.
Pérez hablaba sobre el escándalo por el afiche contra la violencia estética, pero eso también es extensible aquí a otros temas: “Hechos como este, que como ciudadana y feminista me provocan vergüenza ajena, hacen que me pregunte: esta mala gestión del dinero público, con pésimo resultados, que no se sustenta en fines preventivos sino propagandísticos, ¿es un hecho puntual o una práctica común? No sólo es que me parezca poco ético y un despilfarro. Es que me cabrea que un ministerio que debería trabajar con las máximas garantías en la prevención de la violencia contra las mujeres, pierda con semejante actuación credibilidad como institución”.
¿Cuál es la salida para evitar la traición al género que significa usar nuestro ministerio para políticas propagandistas que le restan legitimidad? Hace rato está claro que las mujeres en general y los feminismos en particular somos capaces de encontrar acuerdos por encima de lo partidario contra una violencia que es transversal: el patriarcado no tiene signo político y sus víctimas tampoco.
Quizá el Ministerio de las Mujeres debería ser un organismo semi-colegiado en el que el poder se maneje con nuestras reglas y no las de los varones y el amiguismo. A lo mejor eso es utópico, pero lo que no puede pasar es que quien está en ese lugar para representarnos a todas –y especialmente a las más vulnerables– se ocupe en primer lugar de las más poderosas.
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